Zigzag (16 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El viernes entregó su trabajo. Blanes lo aceptó sin decir nada y se despidió de sus alumnos, emplazándolos para el simposio del día siguiente, donde se comentarían «algunos aspectos espinosos de la teoría, como las paradojas del extremo del pasado». No mencionó que tales paradojas pudiesen ser resueltas. Elisa volvió la cabeza y miró a su rival. Éste sonreía sin mirarla.

A la mierda con Valente Sharpe.

De modo que allí estaba, en el simposio, para oír el dictamen de los sabios y conocer el resultado de su exótica apuesta. Sin embargo, las cosas iban a dar un giro que ella ni siquiera sospechaba.

Llevaba horas escuchando la brujería de la física de finales del siglo XX, y todo le resultaba conocido: «branas», universos paralelos, agujeros negros en fusión, espacios de Calabi-Yau, desgarros de la realidad... Hubo referencias a la «secuoya» por parte de casi todos los ponentes, pero ninguna a la posibilidad de identificar las cuerdas de tiempo aisladamente resolviendo la paradoja del extremo «pasado» con variables locales. El físico experimental Sergio Marini, colaborador de Blanes en Zurich, cuya intervención Elisa había esperado con ansiedad, afirmó que era preciso convivir con las contradicciones de la teoría, y citó como ejemplo los resultados infinitos de la cuántica relativista.

De pronto, en un silencio unánime de expectación y respeto, vio deslizarse hacia la tarima la silla eléctrica que transportaba a Stephen Hawking.

Retrepado en su oscuro respaldo, el célebre físico de Cambridge, poseedor de la misma cátedra que Newton había ocupado siglos atrás, apenas parecía otra cosa que un cuerpo enfermo. Pero Elisa sabía la deslumbrante inteligencia que albergaba, así como la abrumadora personalidad —que derrochaba a través de sus ojos sumidos en grandes gafas— y la férrea voluntad que le habían llevado, a pesar de su padecimiento neuronal, a convertirse en uno de los más importantes científicos del mundo. Elisa pensaba que no lo admiraba lo suficiente: Hawking era
su
demostración personal de que no podía darse nada por perdido en esta vida.

Pulsando los mandos del sintetizador de voz, Hawking convirtió en sonido inteligible el texto previamente escrito. Enseguida se apoderó de la atención de los presentes. Hubo carcajadas ante sus mordaces comentarios, pronunciados en un inglés mecánico y exacto. Sin embargo, para disgusto de Elisa, se limitó a hablar de la posibilidad de recuperar la información perdida en los agujeros negros, y solo al final mencionó como de pasada la teoría de Blanes. Concluyó:

—Las ramas de la secuoya del profesor Blanes crecen hacia el cielo del futuro, mientras que sus raíces se hunden en la tierra del pasado, a la que no podemos descender... —Hubo una pausa en la voz electrónica—. No obstante, mientras permanecemos colgados de una de las ramas, nada nos impide mirar hacia abajo y contemplar esas raíces.

Aquella frase hizo meditar a Elisa. ¿A qué se refería Hawking? ¿Era un simple broche de oro «poético» o estaba intentando sembrar la duda sobre la posibilidad de identificar y abrir las cuerdas de manera aislada? De cualquier forma, resultaba obvio que la «teoría de la secuoya» había perdido mucho gas entre los grandes físicos. Solo quedaba aguardar a la intervención del propio Blanes, pero las expectativas no se le antojaban halagüeñas.

Hubo un receso para comer. Todo el mundo se levantó como una sola persona y las salidas se bloquearon. Elisa se agregó a la hilera de la puerta principal, y en ese momento una voz rozó su oído.

—¿Preparada para perder?

Esperaba algo parecido y no tardó en replicar, al tiempo que volvía la cabeza:

—¿Y tú? —Pero Ric Valente se había esfumado usando al público como pantalla. Elisa se encogió de hombros y meditó en la posible respuesta a aquel desafío. ¿Estaba preparada? Tal vez no.

Pero aún no había perdido.

Víctor Lopera le propuso que almorzaran juntos durante el descanso. Ella aceptó de buen grado, ya que le apetecía su compañía. Pese a su obsesión por el resbaladizo tema de la religión en la física, que a veces le hacía hablar más de la cuenta, Lopera era buen conversador y una persona entrañable y amena. Regresar a casa en su coche se había convertido en una grata costumbre para ambos.

Compraron sándwiches vegetales en el autoservicio del bar del Palacio de Congresos. El de Víctor tenía ración doble de mayonesa. Elisa sospechaba que solo la mayonesa podía conseguir que su compañero dejara por un instante el tema de Teilhard de Chardin o de cuando el abad Lemaître descubrió que el universo se expandía y Einstein no le creyó: se entregaba a devorarla sin importarle mancharse los labios y luego exhibía su larga lengua y se limpiaba como un gato.

No encontraron una mesa libre, y comieron de pie mientras charlaban sobre las ponencias —a él le había encantado la de Reinhard Silberg— y saludaban a profesores y compañeros (el lugar era poco menos que un escaparate donde cada cinco segundos Elisa tenía que sonreírle a alguien). En un momento dado, de forma inesperada, él la alabó, enrojeciendo: «Estás muy guapa». Ella se lo agradeció, pero no con total sinceridad. Aquel sábado había decidido, por primera vez en toda una semana de desaseo, lavarse la cabeza y peinarse un poco, así como ponerse una blusa azul celeste y un pantalón de algodón azul marino, no sus vaqueros rotos de costumbre, que hubiesen podido «marcharse y regresar solos de la calle», como decía su madre. No le gustó que Víctor se fijara en
esos
detalles para celebrarla.

Sin embargo, se percató pronto de que el interés de Víctor por ella, en aquella ocasión, era especial. Lo supo antes de que él sacara el tema, por las miradas fugaces que le dedicaba. Imaginó que Lopera no tendría futuro como criminal: era la persona más transparente que había conocido.

Tras el último bocado a su sándwich, con la lengua barriendo los restos de mayonesa, Víctor dijo, en tono de calculada intrascendencia:

—El otro día hablé con Ric. —Ella vio cómo la nuez de su garganta se movía arriba y abajo—. Parece que... os habéis hecho amigos.

—No, no es cierto —replicó Elisa—. ¿Él te ha dicho eso?

Víctor sonrió como si le pidiera disculpas por haber interpretado mal su relación con Valente, pero enseguida volvió a la seriedad del principio.

—No, eso lo he deducido yo. Él me dijo que le caías bien, y que... había hecho contigo cierta apuesta.

Elisa se quedó mirándolo.

—Tengo mi propia opinión sobre la teoría de Blanes —dijo al fin—. Él tiene la suya. Hemos apostado a ver quién de los dos tiene razón.

Víctor agitaba la mano, como quitando importancia al tema.

—No creas que me interesa lo que os traéis entre manos. —Y agregó en voz tan baja que Elisa tuvo que inclinarse para escucharle debido al ruido de la cafetería—: Solo quería advertirte que... no lo hagas.

—¿Que no haga qué?

—Lo que sea que él te diga. Para él no es ningún juego. Lo conozco bien. Hemos sido muy amigos... Siempre fue... Es un tío bastante perverso.

—¿A qué te refieres?

—Sería difícil que ahora te explicara... —La miró de refilón y cambió de tono—. Hombre, tampoco quiero exagerar. No digo que sea..., que esté loco ni nada parecido... Quiero decir que no tiene mucho respeto por las chicas. Estoy seguro de que eso es lo que a algunas les gusta, precisamente... No quiero decir que a todas, pero... —Su rostro se había puesto grana—. Bueno, me siento mal diciéndote esto. Es que te aprecio, y quería... Puedes hacer lo que quieras, claro, solo que... yo ignoraba que habíais hablado... Pensé que tenía que avisarte.

Estuvo tentada de replicarle de mala manera. Algo como: «Tengo veintitrés años, Víctor. Ya sé cuidarme, gracias». Pero de repente comprendió que Lopera, a diferencia de su madre, no pretendía darle lecciones de nada: era sincero, y creía estar ayudándola al hablarle así. Tampoco quiso preguntarle qué más le había contado Valente sobre la conversación que habían mantenido. A esas alturas ya no le importaba lo que el gran Cuatro-Centésimas-Menos pudiera hacer o decir.

—Valente y yo no somos amigos, Víctor —insistió, muy seria—. Y, por lo que a mí respecta, no tengo ninguna intención de hacer nada que no me guste.

Víctor no pareció feliz, como si intuyera que el único que había quedado en mala posición tras aquellas palabras era él. Abrió la boca, luego la cerró y sacudió la cabeza.

—Claro —asintió—. Ha sido una gilipollez por mi parte...

—No, te agradezco el consejo. De verdad.

Los interrumpió la llamada que anunciaba la reanudación de las ponencias.

Elisa pasó las horas siguientes completamente absorta, pensando a medias en las pueriles advertencias de Víctor y en las palabras de los conferenciantes. De pronto olvidó todo lo relacionado con Víctor, y hasta con Valente, y se enderezó en el asiento.

David Blanes subía hacia la tarima. Si aquello hubiera sido un juicio, el silencio con que fue recibido habría indicado que se trataba del acusado.

Blanes retomó la ironía sobre el árbol en el punto donde la había dejado Hawking.

—La secuoya es frondosa —comenzó diciendo—, pero no da frutos.

En menos de diez minutos Elisa supo que había perdido.

Blanes aún habló otros treinta minutos, pero se dedicó a decir que confiaba en que las generaciones de nuevos físicos encontrarían formas «aún insospechadas» de resolver los problemas planteados por el extremo «pasado» de las cuerdas. Mencionó posibles soluciones, incluyendo la de variables locales y otra —que a Elisa no se le había ocurrido— con números imaginarios, pero las tildó de «elegantes e inútiles, como vestir de frac en el desierto». Se le notaba deprimido, cansado, quizá harto de defenderse contra los ataques de sus adversarios. A pesar de los aplausos, Elisa estuvo segura de que su conferencia había defraudado. Sintió desprecio por su otrora admirado ídolo.
No quieres luchar por tus ideas. Pues yo sí.

La última conferencia del día era la de Blanes, pero aún quedaba una mesa redonda tras un nuevo descanso. Elisa se levantó y se situó en la cola para salir. Oyó la voz a su espalda, en una exacta repetición de lo sucedido al mediodía.

—Vete al baño de caballeros y aguarda allí.

—No he perdido aún —dijo ella volviéndose con rapidez.

Al verle alejarse de nuevo, Elisa tendió la mano y lo aferró de la camisa.
Esta vez no te vas.

—No he perdido —recalcó.

Valente se apartó, pero no pudo escapar. Caminaron juntos hasta la salida y se encararon en el vestíbulo. El aspecto de él, como siempre, hizo pensar a Elisa que llevaba sobre los hombros un letrero de neón anunciando «Aquí está Valente Sharpe»: camisa vaquera rojo fuego de manga larga cerrada hasta el último botón, cinturón y pantalones rojo burdeos, botas de piel rojizas y un aderezo de collar y pendientes dorados. La tarjeta de asistente al congreso (que Elisa había guardado en el bolsillo) colgaba de su camisa a la altura de la tetilla proclamando su nombre entre reflejos. Tenía todo el flequillo rubio y húmedo cuidadosamente colocado sobre su ojo derecho. Su tono de voz reveló cierto disgusto.

—Te he dado la primera orden: ve al baño de caballeros.

—No pienso ir.

Un destello asomó a la mirada de él, como si por dentro se burlara, aunque sus angulosas facciones seguían rígidas.

—Me parece muy cobarde por tu parte que ahora te eches atrás, señorita Robledo.

—No me echo atrás, señor Valente. Pagaré cuando pierda.

—Está claro que has perdido. Blanes ha dicho que tus variables de tiempo local son como caca de perro en la suela del zapato.

—Se trata de una opinión —objetó ella—. No ha demostrado nada, solo ha expresado su opinión. Pero la física no es cuestión de opiniones.

—Oh, vamos...

—Hay mucho en juego. Quiero asegurarme de que tú tienes razón y yo no. ¿O es que eres tú quien tiene miedo de perder?

Valente la miraba sin pestañear. Ella le devolvía la mirada íntegramente. Al rato, él respiró hondo.

—¿Qué propones?

—No voy a enzarzarme en una discusión con Blanes durante el turno de preguntas, desde luego. Pero hagamos algo. Todo el mundo sabe que Blanes decidirá a quién reclutará para Zurich en función de los trabajos que le hemos entregado. Estoy segura de que si mi idea le parece digna de estudio, me llamará a mí. Si, por el contrario, piensa que es estúpida, me rechazará. Propongo que esperemos hasta ese momento.

—Me elegirá a mí —dijo Valente con suavidad—. Ve asumiéndolo, querida.

—Mejor para ti. Pero ni siquiera tendría que hacerlo. Solo con que me descarte a mí, pagaré.

—¿A qué te refieres con «pagaré»?

Elisa tomó aliento.

—Iré a donde digas y haré lo que digas.

—No te creo. Encontrarás otra excusa.

—Te lo juro —dijo ella—. Te doy mi palabra. Haré lo que quieras si me rechaza.

—Estás mintiendo.

Ella lo miró con ojos brillantes.

—Me tomo esto más en serio de lo que tú te crees.

—¿El qué? ¿Mi apuesta?

—Mis ideas. Tu apuesta me parece una chorrada, como todo lo que me contaste en tu casa la otra noche. Nadie nos está «estudiando», nadie nos vigila. Lo del móvil fue una casualidad: me lo devolvieron el otro día. Creo que quieres hacerte el interesante conmigo. Pues te voy a decir una cosa. —Elisa mostró la dentadura en una amplia sonrisa blanca—. Ten cuidado, señor Valente, porque has despertado mi interés.

Valente la observaba con extraña expresión.

—Eres una tía muy especial —dijo en voz baja, como para sí mismo.

—Tú, en cambio, con detalles como el del «baño de caballeros», cada vez pareces más del montón.

—La forma de pago la decide quien gana.

—Estoy de acuerdo —convino Elisa.

De repente él se echó a reír. Era como si llevara reprimiendo aquella risa durante toda la conversación.

—¡Eres la hostia! —Durante un rato solo repitió esa frase mientras se frotaba los ojos—. ¡Eres, literalmente, la hostia! Quería probarte, a ver qué hacías. Te juro que me habría mondado si hubieses ido al baño de caballeros... —Entonces la miró con algo similar a la seriedad—. Pero acepto tu desafío. Estoy totalmente seguro de que me van a elegir a mí. De hecho, diría que ya me han elegido, querida. Y cuando eso ocurra, te llamaré al móvil. Una sola llamada. Te diré dónde tendrás que ir y cómo, qué podrás llevar encima y qué no, y tú obedecerás cada palabra como una perrita de concurso... Y eso solo será el comienzo. Voy a disfrutar como nunca, te lo juro... Ya te lo he dicho: me resultas interesante, aún más con ese carácter que tienes, y será curioso saber hasta dónde estás dispuesta a llegar... O bien comprobaré lo que ya sospecho: que eres una mentirosa, una cobarde sin palabra...

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