Zigzag (13 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

—¿Mi teléfono móvil?

—Sí. ¿Lo llevas encima?

—Sí, claro...

—Déjamelo.

Boquiabierta, introdujo la mano en el bolsillo de los vaqueros. Apenas había sacado el pequeño aparato cuando él se lo arrebató.

—Quédate aquí y mírame.

Ella sostuvo la puerta mientras él salía. Se asomó el tiempo justo de verle atravesar la estrecha calle y (apenas logró creerlo) arrojar su móvil a una papelera ceñida a un poste. Luego regresó y cerró la puerta.

—¿Has visto bien dónde lo dejé?

—Sí, pero ¿qué...?

Él se llevó un índice a los labios.

—Sssh. No tardarán.

Durante la pausa que siguió, ella lo miró a él y él miró hacia la calle.

—Ahí vienen —dijo de repente. Había bajado la voz hasta convertirla en un susurro—. Acércate despacio. —Sintió otra vez la necesidad de obedecerle, pese a que lo que menos deseaba era acercarse—. Fíjate.

A través de la hendidura de la puerta lo único que pudo ver fue un coche de motor rugiente que en aquel momento atravesaba la calle y, en la acera de enfrente, un hombre introduciendo la mano en la papelera. Otro coche pasó, y luego otro. Cuando su campo visual quedó libre, pudo comprobar que el hombre había sacado un objeto y lo limpiaba con sacudidas que revelaban cierto enfado. No necesitó aguzar la vista: se trataba de su móvil, sin duda alguna; el hombre lo había abierto dejando en libertad la familiar lucecita azul de la pantalla. Era un tipo desconocido, calvo, con camisa de manga corta y (casi para su sorpresa) sin bigote.

De repente el hombre giró la cabeza hacia ellos. Todo volvió a oscurecerse.

—No queremos que nos vean, ¿verdad? —dijo él junto a su oído tras cerrar la puerta—. Sería estropear un bonito plan... —Entonces sonrió de una forma que hizo que Elisa se sintiera incómoda—. Debería comprobar si llevas otros micros encima... Quizá escondidos en la ropa, o en algún rincón de tu anatomía... Pero ya habrá tiempo esta noche de estudiarte exhaustivamente.

Ella no respondió. No sabía qué la impresionaba más: si el tipo que acababa de ver rescatando su móvil de la papelera o la presencia de él, sus increíbles ojos azul verdosos, tan fríos e inquietantes, y su voz teñida de aquel acento de burla. Pero cuando él volvió a darle una orden, la acató de inmediato.

—Vamos —dijo Valente Sharpe.

—¿Cómo puede nadie haber colocado un... transmisor en mi móvil?

—¿Estás segura de no haberlo dejado olvidado en algún sitio? ¿O de no habérselo prestado a alguien aunque solo fuera un momento?

—Completamente segura.

—¿Se te ha estropeado algo recientemente? ¿La tostadora? ¿La televisión? ¿Algo que necesitara la visita de un técnico?

—No, yo... —Entonces lo recordó—. La línea telefónica. La semana pasada vinieron a repararla.

—Y tú estabas en casa, claro. Y el móvil estaría en tu habitación.

—Pero no tardaron mucho... Ellos...

—Oh —sonrió Ric Valente—. Tuvieron tiempo hasta de ponerte micros en la tapa del retrete, te lo aseguro. Podrán ser torpes, pero como siempre hacen lo mismo ya tienen cierta habilidad.

Habían llegado a la plaza de España. Valente giró en dirección a Ferraz. Conducía despacio, sin impacientarse con los atascos propios del viernes nocturno. Le había dicho a Elisa que el coche en el que iban era «seguro» (se lo había prestado una amiga para esa noche), pero agregó que lo que menos deseaba era que la policía lo detuviera y le pidiera la documentación. Elisa lo escuchaba pensando que, después de todo lo sucedido y lo que estaba oyendo, la posibilidad de una multa sería lo más insignificante de todo. Su cerebro era un nudo gordiano de dudas. A ratos miraba el perfil de ave rapaz de Valente preguntándose si estaría loco. Él pareció percatarse.

—Comprendo que te resulte difícil de creer, querida. Veamos si puedo aportar más pruebas. ¿Has sentido que te seguían personas semejantes de aspecto llamativo? No sé: pelirrojos, policías, barrenderos...

La pregunta la había dejado sin habla. Le pareció como si acabara de salir de lo que pensaba que había sido una pesadilla y alguien le probara que se trataba de la realidad. Cuando terminó de contar lo de los hombres de bigote gris vio a Valente lanzar una risa hueca al tiempo que frenaba ante un semáforo.

—Conmigo fueron mendigos. En el argot se llaman «señuelos perturbadores». No son ellos los que te vigilan realmente. De hecho, su misión consiste justo en lo opuesto: que tú te fijes en ellos. En las películas es frecuente que el protagonista se percate de que el tipo que finge leer el periódico o el hombre que aguarda el autobús lo están espiando, pero en la vida real solo ves a los «señuelos». Sé de lo que hablo —añadió, y orientó su blanco rostro hacia ella—. Mi padre es especialista en temas de seguridad. Dice que el uso de «señuelos» es pura psicología: si crees que te vigila gente con bigote gris, tu cerebro buscará de forma inconsciente tipos así y descartará a cualquier otro que no tenga esa característica. Luego te convences de que es una paranoia, bajas la guardia y ya no te llaman tanto la atención otros detalles extraños. Y, mientras, los espías reales se dan un festín contigo. Aunque supongo que hoy les hemos dado esquinazo.

Elisa estaba impresionada. Lo que Valente le contaba era
justo
lo que ella había experimentado durante los últimos días. Iba a preguntar otra cosa cuando sintió que el coche se detenía. Valente había estacionado con rapidez junto a un contenedor. Entonces echó a caminar calle abajo, hacia Pintor Rosales. Ella se acomodó a su paso, aún aturdida. Ignoraba adónde se dirigían (ya lo había preguntado una vez sin obtener respuesta, y tenía demasiadas dudas importantes aguardando detrás como para repetir la pregunta), pero lo siguió sin protestar mientras intentaba encajar mentalmente las fantásticas piezas de aquel enigma.

—Dices que nos vigilan... Pero ¿quién? ¿Y por qué?

—No lo sé con certeza. —Valente caminaba con las manos en los bolsillos y sumido en aparente calma, pero a Elisa le parecía que iba muy deprisa, como si la tranquila exactitud de sus pasos constituyera para ella otra forma de velocidad—. ¿Has oído hablar de ECHELON?

—Me suena. Leí algo sobre eso hace tiempo. Es una especie de... sistema de vigilancia internacional, ¿no?

—Es
el
sistema de vigilancia más importante del mundo, querida. Mi padre ha trabajado para ellos, por eso lo conozco bien. ¿Sabías que todo lo que dices por teléfono, o compras con tarjeta, o buscas en Internet, queda registrado y es examinado y filtrado por ordenadores? Cada uno de nosotros, cada ciudadano de cada país, es estudiado por ECHELON con una minuciosidad directamente proporcional a nuestro grado de presunta peligrosidad. Si los ordenadores deciden que somos dignos de interés, nos clavan una chincheta roja y empiezan a rastrearnos en serio: señuelos, micros... Toda la parafernalia. Eso es ECHELON, el Gran Hermano del mundo. Vigilemos nuestro propio culo, dicen, no vaya a ser que lo apoyemos sobre un cristal roto. El 11—S y el 11—M nos han dejado a todos como Adán y Eva en el paraíso: en pelotas y controlados. No obstante, ECHELON pertenece a los anglosajones, particularmente a Estados Unidos. Pero mi padre me contó hace tiempo que en Europa ha surgido algo parecido, un sistema de vigilancia que usa tácticas similares a las de ECHELON. Quizá sean ellos.

—Te oigo y me parece... Perdona, pero... ¿Por qué iban a vigilarnos, ECHELON o nadie, a
nosotros dos...
a ti y a mí?

—No lo sé. Es lo que pretendo averiguar con tu ayuda. Pero tengo una sospecha.

—¿Cuál?

—Que nos vigilan porque somos los primeros del curso de Blanes.

Elisa no pudo evitar la risa. Era cierto que los grandes estudiantes de física tenían rarezas, pero lo de Valente le parecía excesivo.

—Estás de cachondeo —dijo.

Valente se detuvo de improviso en la acera y la miró. Vestía, como era frecuente en él, de manera llamativa: vaqueros blancos y un jersey marfil con un cuello tan ancho que uno de sus huesudos hombros se hallaba desnudo. Los cabellos pajizos le caían hasta los ojos. Ella percibió una leve irritación en sus palabras.

—Oye, tía: he organizado este encuentro con mucho cuidado. Llevo una semana entera enviándote esos dibujitos y confiando en que fueras lo bastante lista para captar el mensaje, ¿vale? Si sigues sin creerme, allá tú. No perderé más tiempo contigo.

Giró en redondo, alzó el puño y golpeó una puerta. Elisa pensó que la vida junto a Valente Sharpe sería cualquier cosa menos aburrida. La puerta se abrió, revelando la penumbra de un pasillo y las facciones oscuras de un hombre. Valente cruzó el umbral y se volvió hacia ella.

—Si quieres pasar, hazlo ahora. Si no, lárgate cagando leches.

—¿Pasar? —Elisa miró hacia la oscuridad. Los ojos del hombre de tez aceitunada la observaban con extraño brillo—. ¿Adónde?

—A mi casa. —Valente sonrió—. Lamento que sea la entrada de servicio. ¿Sigues ahí parada? Muy bien. —Y se volvió hacia el hombre—. Ciérrale la puerta en las narices, Faouzi.

La pesada madera retumbó ante ella. Pero casi de inmediato volvió a abrirse y el rostro divertido de Valente asomó detrás.

—Por cierto, ¿ya respondiste al cuestionario? ¿Cómo te lo hicieron rellenar a ti? ¿Fue el chaval que habló contigo la tarde de la fiesta? ¿Quién dijo ser? ¿Periodista? ¿Estudiante? ¿Un admirador?

Y esa vez, sí. Esa vez fue como si él le hubiese entregado la pieza que faltaba, la que había estado buscando inconscientemente desde el principio, y la imagen completa se le revelara sin obstáculos.

Una imagen exacta, obvia, espantosa.

De súbito Valente soltó una carcajada. Hacía más ruido con la sonrisa que con ella: su carcajada se limitaba a mostrar el paladar y la faringe fugazmente, al tiempo que los ojos se le empequeñecían.

—¡Por la cara de idiota que pones, se diría que...! ¡No me digas que ese chico te gustaba! —Elisa permanecía completamente rígida, sin parpadear, sin respirar siquiera. Valente pareció animarse de pronto: como si la expresión de ella le deleitara—. Increíble, eres más estúpida de lo que había pensado... Podrás ser buena en matemáticas, pero en relaciones sociales eres tan sutil como una vaca, ¿verdad, querida? Qué gran decepción. Para ambos. —Hizo ademán de volver a cerrar la puerta—. ¿Entras o no?

Ella siguió inmóvil.

9

El lugar era extraño y desagradable, como su propietario. La primera impresión que ella tuvo resultó ser la correcta: no parecía una casa sino un bloque de apartamentos. Valente se lo confirmó mientras subían unas escaleras de piedra que, a no dudar, eran las originales del vecindario:

—Mi tío compró todos los pisos. Algunos eran de su padre, y otros de su hermana y su primo. Hizo reformas. Ahora tiene más espacio del que necesita. —Y añadió—: En cambio, yo no tengo todo el que necesito.

Elisa se preguntaba cuánto espacio consideraría Valente necesario. Pensaba que en aquel húmedo y oscuro panal ubicado en pleno Madrid podían caber, holgadamente, tres pisos completos como el de su madre. Sin embargo, conforme seguía sus pasos por la escalera, una cosa le quedaba clara: jamás hubiese vivido allí, entre sombras, con aquel olor a albañilería reciente y moho.

Desde algún lugar del primer rellano le llegó una voz de fantasma famélico. Gemía una sola palabra, distinta cada vez. Descifró: «Astarté», «Venus», «Afrodita». Ni Valente ni su criado (se llamaba Faouzi, o al menos así lo había llamado Valente) parecían darse por enterados, pero al llegar a la primera planta, Faouzi, que los precedía, se detuvo y abrió una puerta. Mientras cruzaba el pasillo hacia el segundo tramo de escaleras, Elisa no pudo evitar mirar por aquella puerta. Vio trozos de una habitación que parecía enorme y a un hombre en pijama sentado junto a una lámpara. El criado se acercó a él y le habló con fuerte acento marroquí. «¿Qué le pasa a usted hoy? ¿Por qué tanta queja?» «Kali.» «Sí, ya, ya.»

—Es mi tío, el hermano de mi padre —dijo Ric Valente subiendo de dos en dos los peldaños—. Era filólogo, y en la demencia le ha dado por repetir nombres de diosas. Estoy deseando que se muera. La casa es suya, yo solo poseo una planta. Cuando mi tío se muera me la quedaré toda: ya está decidido así. Él no conoce a nadie, no sabe quién soy y nada le importa. De modo que su muerte será ventajosa para todos.

Había dicho aquello en tono indiferente, sin dejar de subir la escalera. No solo sus palabras, que de inmediato consideró crueles, sino la frialdad con que las había pronunciado desagradaron profundamente a Elisa. Recordó la advertencia de Víctor (ten cuidado con Ric), pero ya había decidido momentos antes, mientras él la insultaba en la puerta, que no iba a echarse atrás: estaba deseosa de saber lo que Valente iba a contarle.

La magnitud de la casa la dejaba sin palabras. El rellano en que se encontraban, y que al parecer era el último, se abría a una antecámara con dos puertas enfrentadas a un lado y, en línea recta, un pasillo con varias puertas más. Olía de forma diferente en aquella planta: a madera y libros. Las luces eran apliques de intensidad graduable y resultaba evidente que toda la zona había sido remozada en fecha reciente.

—¿Esta... planta es tuya? —preguntó.

—Toda.

Le hubiese gustado que él le enseñase aquel extravagante museo, pero las normas de cortesía no parecían haber sido creadas para Ricardo Valente. Lo vio avanzar por el laberíntico pasillo y detenerse al fondo con la mano en un picaporte. De pronto pareció cambiar de opinión: abrió unas puertas dobles en el lado opuesto e introdujo el brazo para encender las luces.

—Éste es mi cuartel general. Tiene cama y mesa, pero no es mi dormitorio ni mi comedor, sino el lugar donde me entretengo.

Elisa pensó que aquella habitación, por sí sola, era el apartamento de soltero más amplio que había visto en su vida. Aunque estaba acostumbrada a los lujos domésticos de su madre, le resultó obvio que Valente y su familia pertenecían a otro nivel. De hecho, lo que tenía ante sí era un dúplex inmenso de paredes blancas dividido artísticamente por una columna y una escalera que llevaba a una plataforma con una cama, sin tabiques de separación. En la zona inferior, libros, altavoces, revistas, un juego de cámaras, dos curiosos escenarios (uno con cortinas rojas y el otro de pantalla blanca) y varios focos de estudio fotográfico.

—Es fantástico —dijo. Pero Valente ya se había ido.

Ella se alejó de puntillas de aquel sanctasanctórum, como si temiera hacer ruido, y penetró en la habitación que él había señalado en un principio.

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