Zigzag (57 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Jurgens se mostró de acuerdo. Harrison se volvió y lo miró. Al aterrizar en Nueva Nelson le había ordenado que aguardara oculto en la playa hasta que llegara el momento oportuno, el momento de utilizar sus extraordinarias cualidades.

Y ese momento había llegado.

—Vas a entrar en los barracones. Darás un rodeo para que Blanes no te vea y matarás a Blanes y a Carter ahora mismo. Luego esperaremos a que los otros obtengan lo que buscan, y cuando lo hagan, matarás a Lopera delante de la profesora. Quiero que ella lo vea. A ella la encerrarás en uno de los cuartos y la interrogaremos. Necesitamos obtener el informe. Tenemos todo el día, hasta que venga la delegación, tú y yo, para hacerla hablar... Será un rato interesante. Mañana a primera hora no debe quedar ningún científico con vida...

Mientras Jurgens se alejaba despaciosamente para cumplir la orden, Harrison respiró hondo y observó el mar, las nubes deshaciéndose, el sol abriéndose paso con débiles rayos. Por primera vez en mucho tiempo se sentía feliz.

Junto a Jurgens, ni siquiera tenía miedo de Zigzag.

IX
ZIGZAG

Dios mío, ¿qué hemos hecho?

ROBERT A. LEWIS,

copiloto del Enola Gay,

el avión que arrojó

la bomba sobre Hiroshima.

33

160 segundos.

Se hallaba recostado de espaldas. De vez en cuando abría los ojos y observaba la luz crecer en el sucio ventanuco envuelta en un rumor cada vez más tenue de lluvia. Calculaba que debían de ser cerca de las diez de la mañana, pero no podía saberlo con exactitud, porque su reloj-ordenador carecía de pila: se la había quitado aquella noche fiándose del científico, que le había asegurado que de esa forma evitarían un nuevo ataque.

Pobre imbécil.

Lo habían encerrado en una de las habitaciones del tercer barracón, bajo la custodia de un soldado: podía ver el borde del casco a través de la mirilla de la puerta. Se encontraba todo lo bien que le permitían las circunstancias, después de los «saludos» recibidos durante el arresto (le sangraban la nariz y la boca). Lo habían detenido dos jóvenes militares más aturdidos que él en el interior de la sala de proyección, mientras los científicos lanzaban gritos desgarradores. Claro está, se había rendido de inmediato.

Ahora Paul Carter se preguntaba cosas sobre su futuro.

No se hacía muchas ilusiones: sabía que Harrison lo mataría, antes o después. Eso si tenía suerte. Si no, lo mataría Zigzag. La cuestión no era qué, sino
cómo y cuándo.

Pensó en trazar un plan, porque, aunque se sentía capaz de soportar la clase de muerte que le tuviese reservada Harrison, no le ocurría igual con la de Zigzag.

A lo largo de su vida creía haber visto todo cuanto un ser humano podía hacerle a otro, y sabía que las posibilidades eran más numerosas que los malos pensamientos. Sin embargo, Zigzag sobrepasaba cualquier límite, cualquier experiencia.

No había mentido a Harrison cuando éste se lo preguntó: ignoraba la mayor parte de las cosas relacionadas con Zigzag. Por mucho que había escuchado la explicación de Blanes, desdoblamientos y energías se le antojaban como hablar esperanto; solo los científicos podían conocer lo que ellos mismos habían creado. Tampoco había mentido al afirmar que había traicionado a Eagle por miedo: quien pensase que tipos como él estaban exentos de sentir temor, incluso mucho temor, se equivocaban.

Y desde que había entrado en la sala de proyección
apenas cinco minutos después de salir de ella
(en busca del estúpido cura), y contemplado lo que allí había, aquel temor había cristalizado en un pánico incontrolable.

Ponle un nombre: llámalo pánico, Impacto o acojonamiento.

Todo lo había visto a la luz de las cerillas que el cura le había escamoteado: las sillas y la pantalla destrozadas; sangre por las paredes y el suelo, como tras una explosión; el rostro de la mujer, o la mitad del cráneo, o lo que fuese, tirado como una máscara a sus pies; segmentos de su cuerpo rodeándolo... Sabía que aquello no era la obra de un loco, ni un crimen producido cinco minutos antes, sino la labor pausada, metódica, de alguna clase de criatura más allá de lo racional. Estaba tentado de creer en los demonios.

Por si fuera poco, los científicos aseguraban, con sus complicadas teorías, que aquel demonio podía proceder de él mismo. Eso le hacía temer, no ya solo por su vida sino por la de Kamaria y Saida, su mujer y su hija. ¿Quién sabía lo que podía ocurrirles si él sobrevivía?

Lo mejor era morir cuanto antes. O intentar huir. Escapar de Zigzag y de Harrison, si es que era posible escapar de ambos, y si —pensar esto le helaba la sangre— se trataba de amenazas
diferentes
.

Porque cada vez estaba más seguro de que Harrison se había vuelto loco.

Y era Zigzag quien lo había enloquecido. 104 segundos.

104 segundos

Se encontraba inquieto, pero no sabía bien por qué.

Había cesado de llover y la luz del sol pintaba el día entre las capas de nubes comenzando, como siempre, por el mar. A la luz le gustaba el mar. A Blanes le gustaban ambas cosas. Aquel espectáculo prodigioso, aquel mundo de ondas y partículas que formaban sonidos y colores, seres y objetos, se le ofrecía de repente ante sus cansados ojos como diciendo: «Contémplame, David Blanes. Mira qué simple es mi secreto».

No, no era simple, y él lo sabía. Se trataba de un enigma profundo y complejo, quizá excesivo para la capacidad de comprensión del cerebro humano. Aquel secreto lo abarcaba todo, desde lo más grande a lo más diminuto o sutil: Orión, los agujeros negros y los cuásares, pero también la intimidad de los átomos, las cuerdas subatómicas y (¿por qué no?) la razón por la que su hermano pequeño, su maestro Albert Grossmann y sus amigos Silberg, Craig, Jacqueline, Sergio y tantos otros habían muerto. Nada podía excluirse de la respuesta: si la física estaba destinada a conocer toda la realidad (él así lo creía), cosas como Zigzag, la muerte de su hermano, y los últimos minutos de Grossmann, Reinhard o Jacqueline, tenían que entrar también en la pregunta, en aquel Gran Acertijo que desde Demócrito a Einstein el ser humano se afanaba por resolver.

El viejo sabio reflexiona frente a la ventana
: la ilusoria estampa le hacía sonreír con amargura. Recordó que, en la soledad de su casa de Zurich, acostumbraba meditar asomado a una ventana cerrada. Una vez Marini le había dicho que ese hábito se debía a que vivía demasiado dentro de su cerebro. Quizá tuviera razón, pero ahora las cosas eran distintas. Ahora su tarea no era otra que otear la verja a través del cristal para asegurarse de que Elisa y Víctor no fuesen molestados mientras descifraban la imagen del ordenador.

Todo iba bien por el momento, pero su inquietud no menguaba.

Aquel desasosiego no se parecía a ningún otro que hubiese soportado antes. ¿Quizá lo producía la posibilidad de que Elisa regresara y le dijera que él era Zigzag? No, ya había decidido que se quitaría de en medio en tal caso. Estaba seguro de que su malestar lo causaba algo más leve, un dato que había descuidado en sus reflexiones, una mínima variable que no había tenido en cuenta...

Mínima, pero, de algún modo, vital.

Su memoria se esforzaba en dar con ella. Grossmann llamaba al objetivo de una búsqueda «el trozo de queso». La memoria —aseguraba— era como una rata de laboratorio encerrada en un laberinto, y a veces los datos olvidados solo podían rastrearse con una facultad distinta de la inteligencia o el conocimiento. «Con el olfato, como la rata encuentra el queso en el laberinto.»

El olfato.

La cocina era una habitación pequeña, y el olor a cable quemado no se había desvanecido aún. El ataque de Zigzag a la pobre Jacqueline había carbonizado las conexiones de los electrodomésticos, él mismo lo había comprobado mientras escribía el mensaje para Elisa y Víctor en la servilleta...

Desvió la vista de la ventana y se quedó mirando aquellos cables.

Sí, era eso.

Zigzag había extraído energía de aparatos que no solo no estaban funcionando sino que
no recibían electricidad
. Carter y él habían desconectado la luz de aquella zona, pero Zigzag había «chupado» la energía como el vacío en un matraz arrastra el gas de un recipiente contiguo. Era la primera vez que hacía eso, que él supiera. Era como absorber energía de una linterna
sin baterías
.

Su mente se deslizó frenética, como un esquiador experto, por una ladera de cálculos. Si había aprendido a utilizar la energía potencial de máquinas desconectadas, entonces...

Cuatro helicópteros. Dos generadores. Rifles, pistolas. Radios, transmisores, teléfonos, ordenadores. Equipos militares...

Dios mío.

Un sudor helado lo bañó por completo. Si no se equivocaba, se encontraban en una trampa mortal. Toda la isla era una trampa. Zigzag podía extraer energía de casi cualquier cosa, así que ¿qué lo detendría? Su aparición se haría cada vez más frecuente y su área se extendería cada vez más, quizá a kilómetros de distancia, lo cual, a su vez, requeriría un mayor aporte de energía... ¿De dónde la sacaría entonces?

Los cuerpos. Los seres vivos. Cada ser vivo es una batería. Producimos energía. Zigzag la usará cuando su área se extienda y debilite. Eso significa...

Significaba que el siguiente ataque podía producirse en escasos minutos. Le tocaría a Elisa, Carter o él, pero el resto de los seres vivos de la isla perecería. De pronto aquella posibilidad matemática le parecía muy real. Si tenía razón, no solo ellos sino
todos
los que en aquel momento se encontraban en Nueva Nelson estaban en peligro. Debía avisar a Elisa, pero también tendría que hablar con Harrison. Debía...

—Profesor. —Una voz desconocida, cavernosa.

Se volvió y contempló la muerte en el rostro del individuo que lo encañonaba con la pistola con silenciador. No, ahora no. Antes debe saber...

—¡Escuche...! —exclamó alzando las manos—. ¡Escuche, tiene que...!

A Blanes le alegró recibir la bala en el pecho. Ello le permitió pensar un instante más. Olvidó el dolor y el miedo, cerró los ojos y vio, aguardándolo en los confines de la negrura, a su hermanito. Se dirigió hacia él apresuradamente, sabiendo que sus labios le ofrecerían la respuesta a la Gran Pregunta de la vida.

100 segundos.

—La resolución ya es aceptable —dijo Elisa, y cargó la primera imagen.

Víctor, de pie tras ella, inclinado sobre su hombro, observaba la pantalla. Cada uno oía la respiración del otro y la suya propia formando un tenso dúo de jadeos. En la pantalla apareció con bastante nitidez la silueta de Ric sentado al ordenador, mutilada por el Tiempo de Planck.

—Dios mío —dijo Víctor tras ella.

Los objetos resaltaban también con claridad. Y aquel detalle... El pormenor que no lograba concretar —y que tanto la irritaba— se hallaba más presente que nunca.

De repente creyó saber qué era.

—Los controles... —Señaló la pantalla—. Mira esa hilera de luces. En nuestra consola están apagadas, ¿ves? —Indicó una serie de pequeños rectángulos en el teclado—. Son los detectores de recepción de imágenes telemétricas... Eso fue lo que noté antes. Ric hizo algo distinto de las otras veces: usó una transmisión por satélite...

—¿De Nueva Nelson? ¿Por qué?

—Ni idea.

Era absurdo, pensaba Elisa. ¿Por qué complicarse la vida con una imagen telemétrica de la isla para abrir cuerdas del pasado reciente, cuando tenía a su disposición una decena de vídeos en directo? Solo había una posible explicación.

La imagen que le interesaba no procedía de Nueva Nelson.

Pero, entonces, ¿de dónde?

Por un instante el pánico la inmovilizó. Las posibilidades de época y lugar eran casi infinitas dentro del área del pasado reciente, y ello significaba que la persona que había dado origen a Zigzag podía encontrarse en cualquier sitio del planeta.

En la pantalla, la imagen había saltado a la siguiente cuerda abierta: Ric y Rosalyn aparecían de pie, a la izquierda, y lo que él había estado contemplando quedaba ahora despejado y nítido. Elisa abrió el
zoom
y lo centró en la pequeña área del ordenador de Ric. Contuvo el aliento mientras se definían los contornos. La nueva imagen apareció encuadrada en la pantalla.

La más inesperada de todas.

94 segundos.

Un ruido le hizo abrir los ojos. Se dio cuenta de que el casco del soldado que lo custodiaba había desaparecido de la mirilla. Cuando se incorporó, la puerta de la habitación se abrió y el cañón humeante de una pistola con silenciador apuntó a su cabeza. Vio las botas del soldado caído en el corredor y alzó las manos mirando al individuo que sostenía la pistola.

—¿Sabes quién soy? Mírame a los ojos, Carter...

Aquella voz deformada y hueca le impresionó mucho más que el arma con que le apuntaba. Casi por primera vez en su vida, Paul Carter no supo qué responder.

—¿No me reconoces? —dijo aquella voz—. Soy Jurgens.

Tragó saliva.
¿Jurgens?
Ató cabos mentalmente a frenética velocidad y creyó comprender lo que sucedía. El hecho de comprenderlo no atenuó su miedo, pero al menos fue capaz de reaccionar. Intentó reunir calma y hablar con tranquilidad.
Ante todo, no lo pongas nervioso.

—Oiga, escuche... Baje la pistola y deje que le diga algo...

—Soy tu muerte, Carter.

—Escuche... «Jurgens» es una clave... —Carter trataba por todos los medios de no apresurarse, de pronunciar cada palabra con exquisita claridad y calma—. Por Dios, ¿no lo recuerda? «Jurgens» es la clave que usamos en Eagle para indicar que algo debe ser solucionado por cualquier medio... ¡No es una
persona
, Harrison, es una clave...!

Pero la horrible mueca que vio en la cara de Harrison le hizo saber que no le escuchaba.
Ya no es Harrison: es algo que ha producido Zigzag
.

—¿Es que no me ves? —Harrison gruñó con aquella voz forzada—. ¡Mira mis ojos, Carter...! ¡Mira mis ojos...!

Y disparó.

54 segundos.

Víctor hablaba atropelladamente a su espalda.

—Debe de ser una imagen del pasado... Hay... signos de apertura de cuerdas temporales, ¿verdad?

Se trataba de un paisaje campestre, pero evidentemente no era Nueva Nelson. En el margen derecho parecía discurrir un río pequeño. En la parte superior, sobre unas piedras, al pie de un árbol (pero no cubiertos por éste), había tres pequeñas siluetas blancas y en la inferior una grande y oscura. Pese a las irregularidades producidas por el Tiempo de Planck, Elisa reconoció en la silueta grande a un hombre corpulento, de pie junto a la orilla del riachuelo. En la mano llevaba algo que ella no distinguía (¿un sombrero?, ¿una gorra?), y junto a él, sobre la hierba, una vara larga y una especie de cesta le hicieron pensar en útiles de pesca.

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