23-F, El Rey y su secreto (10 page)

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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

En algún libro con ciertas pretensiones de relato histórico, o de ensayo novelado o de novela ensayada, se ha afirmado que el rey dio el contragolpe a los quince minutos del asalto al Congreso. ¿Dónde estuvo el contragolpe de Zarzuela? De ser cierta tal afirmación, habría entonces que justificar más que razonablemente, esto es, con hechos, no con simples palabras, por qué el rey lo primero que hizo fue llamar a Armada, y por qué Sabino, además de pedirle a Tejero que no utilizara el nombre del rey, llamó personalmente al jefe de la Acorzada, saltándose toda la cadena de mando. Y por qué, una vez sabido que la figura de Armada era la principal en la operación, no se le puso en arresto inmediato. Al contrario, el hecho relevante es que a esas horas de la tarde no se tomaron medidas contra Armada. Nadie lo cuestionó. Ni lo apartaron. Ni se puso en guardia a Gabeiras ni al resto de generales de la cúpula militar, de la JUJEM, de las capitanías generales. ¿Pero por qué se iba a tomar alguna medida contra el general Armada si precisamente él era el eje de todo, si la operación se había puesto en marcha para conducirlo a la presidencia de un gobierno de concentración? Y para Zarzuela era claro que Armada estaba en el eje de la operación que se había iniciado con el asalto de Tejero al Congreso.

Sin embargo, es cierto que el hecho de que Armada no estuviese en Zarzuela dificultó que la operación se desarrollase tal y como había sido diseñada desde la dirección del CESID. Lo que generaría una cierta desorientación entre quienes se habían lanzado prestando su apoyo a la misma con tan sólo la palabra y el crédito puesto en dos generales muy prestigiosos y monárquicos, que afirmaban que esa operación contaba con el respaldo real. En un intento de paliar ese instante, se lanzó desde la Agencia Efe un
flash
con las campanitas de urgente con el texto «el general Armada está en la sala de espera del palacio de la Zarzuela», que sería rectificado a la media hora o tres cuartos después, por otro que decía que el general Armada «ni está ni se le espera» en el palacio de la Zarzuela. Frase que pasaría a formar parte de las citas antológicas del golpe del 23-F. Pero esas dudas momentáneas tan sólo abrirían un corto
impasse
en el desarrollo de la operación con el acuartelamiento de las tropas. Después de que Tejero y Milans del Bosch hubieran hecho su parte, todo quedó a la espera de que la decisión del mando supremo activara la resolución de la segunda fase de la operación, lo que se llevaría a cabo sobre las diez o las once de la noche. Únicamente eso.

Armada no quiso precipitarse ni forzar las cosas en ese momento. Entendió que no debía lanzarse, sino aguardar a que los demás lo empujasen. Y optó por esperar a que el sesgo de los acontecimientos lo reclamase. No podía ocurrir de otra manera. Ese contratiempo no supondría más que un pequeño cambio en el plan inicial. Sin duda que desde Zarzuela, su papel hubiera ido sobre ruedas. Con la Acorazada desplegada en Madrid (o quizá no, porque también se podía haber ordenado su acuartelamiento) y el resto de capitanías sumadas al bando de Milans, se habría desplazado dos horas después al Congreso con el mandato del rey para hacer su propuesta de gobierno de concentración y resolver la situación. ¿Pero acaso no fue eso lo que terminó sucediendo? ¿Contragolpe? ¿Qué contragolpe?

El 23-F se diseñó para lo que se diseñó. Prueba de que el proyecto era un producto de laboratorio del servicio de inteligencia, fue que nadie se movió en otra operación alternativa. Ni existía ni se había previsto. En el 23-F no hubo unidades del ejército juramentadas para dar un golpe, sino misiones encargadas de forma selectiva y exclusiva a unas pocas personas. De haberlas habido, habrían tirado por la calle de en medio. Ni mucho menos hubo la concatenación de tres golpes diferentes, otra de las especies intoxicadoras vertidas posteriormente desde el CESID para crear el magma de la confusión. Ni tampoco, naturalmente, estaba en los planes de las mentes pensantes de la dirección del CESID, que Tejero, el chivo expiatorio que habían metido en el Congreso, fuese quien en último caso obligase a abortar la operación, al impedir que Armada hiciera su propuesta a los diputados, y al salir con la absurda petición de que se formara una junta militar.

Se ha dicho de forma repetitiva y cansina que Armada actuó sibilinamente aprovechándose de su relación de confianza con el rey para conseguir satisfacer su ambición y ansia de poder. Que fue el primero que engañó al rey, que lo traicionó, aunque su intención fuera salvar al rey de sí mismo, interpretando algún gesto o alguna expresión real como si de una orden o de su voluntad se tratara. Armada no hizo tal cosa. Ni tampoco interpretó a su modo gesto alguno del rey. El único que esa tarde-noche tomó decisiones más allá de sus funciones, e incluso del estrecho marco legal que la Constitución otorgaba a la corona fue Sabino, aunque fuera con la permisividad del rey. Quizá por eso, cuando instantes antes de la audiencia que don Juan Carlos concedió en Zarzuela a los líderes políticos, a primera hora de la tarde del 24 de febrero, luego de haber tomado la decisión de abortar la operación 23-F, se dirigió a su secretario general con una palmada en la espalda diciéndole: «¡Y mira que si te has equivocado!». Porque los reyes nunca se equivocan. Son los demás.

Cambó dejó escrito en sus memorias al respecto que «los reyes tienen derecho y hasta el deber de faltar a cualquier compromiso personal siempre que el interés público lo demande. Lo consigno para que los hombres públicos que se pongan en contacto con el rey no olviden esta verdad inexorable». Y quizá también por eso a Sabino le acompañaría durante mucho tiempo la zozobra y el mal presagio que él mismo narraría en ocasiones en forma de sueño. En dicho sueño, a Sabino se le presentaban imágenes de unas unidades militares que penetraban en Zarzuela durante la noche del 23 de febrero. Al instante, el rey salía a abrazarlos a todos diciendo: «gracias por venir a liberarme. Sabino me tenía secuestrado y haciéndome decir cosas contra mi voluntad». Sabino era entonces detenido y puesto ante un pelotón de ejecución. En el momento de recibir la descarga, se despertaba angustiado y sudando. Fin del mal sueño.

Pero lo cierto es que durante algunos momentos de aquella tarde, el rey salió al jardín a llorar también su angustia: «¡Dios mío, qué fuerzas he desatado!». Y de aquellos dos generales, que buscaban ambos servirle con lealtad, uno, el general Alfonso Armada Comyn, acabó con una condena de 30 años y repudiado como traidor, y el otro, Sabino Fernández Campo, nombrado conde de Latores, con grandeza de España. ¿Quién de los dos no tuvo en cuenta el dictum de Cambó? Posiblemente ninguno de los dos.

IV.
ALFONSO ARMADA,
UN HOMBRE LEAL AL REY

A esa hora de la tarde del 23 de febrero en la que el rey Juan Carlos salió al jardín de Zarzuela a llorar su zozobra, agitada seguramente por la indecisión y la incertidumbre generada, es muy posible que en aquel instante afluyeran a su pensamiento las conversaciones que había mantenido en los últimos días con su siempre leal Alfonso Armada. Entre ellas, la del 17 de febrero y, muy especialmente, la del día 13 de ese mismo mes. Con no poco esfuerzo, el rey había logrado vencer la resistente oposición activa de Adolfo Suárez para traerse a su ex secretario a Madrid, y conseguido que el gobierno lo nombrara segundo jefe de Estado Mayor, bajo las órdenes directas del JEME Gabeiras.

Las semanas anteriores a su dimisión, Suárez ya era un ángel caído, un apestado político, como él mismo llegaría a reconocer, sometido a cerco, acoso y derribo desde todos los frentes institucionales abiertos contra él. El nombramiento oficial de Armada como segundo JEME, se lo comunicaría alborozado el propio don Juan Carlos desde el aeropuerto de Barajas la mañana del miércoles 3 de febrero, instantes antes de viajar al País Vasco, donde al día siguiente los filoterroristas de Herri Batasuna le armarían un escandaloso y bochornoso guirigay en la Casa de Juntas de Guernica. El testimonio manuscrito que el general Armada me brindó al respecto, muestra con elocuencia suficiente la inexistencia de recelo alguno con respecto a él, y de que su figura se proyectaba como la solución inmediata a la gravísima crisis institucional. Ya era un bendecido de todos los poderes fácticos.

«El Rey me llamó desde Barajas antes de volar a Vitoria. Lo noté contento. Me dijo: “Oye, Alfonso, ya está todo arreglado. Acabo de dejar firmado el decreto con tu nombramiento de segundo jefe de Estado Mayor del Ejército. Deja listo ahí todo cuanto antes que vienes a Madrid. Ya recibirás instrucciones. Un fuerte abrazo.” Confieso que la idea no me divertía nada. Estaba muy a gusto en Lérida. Y entonces… no suponía que las cosas iban a suceder como después ocurrieron. El rey me aclaró que independientemente de mi nuevo destino yo seguiría informándole directa y personalmente. Al poco rato de despedir a Su Majestad me telefoneó Gabeiras y me dijo: “¡por fin!, ¡ya te tenemos de segundo Jeme!”. Luego fue Rodríguez Sahagún. El ministro, un poco acelerado, me comentó que se iba de madrugada al Congreso de UCD a Palma de Mallorca, pero que antes quería verme, que fuera a Madrid con urgencia pues tenía algo muy importante que decirme. Avisé a mi mujer y salimos en coche. Cuando Sahagún me recibió, ya por la noche, escuetamente me comentó: “He retrasado mi viaje a Mallorca porque quería personalmente darte la noticia: Te vamos a nombrar segundo Jeme”. Y se marchó. Me quedé un poco estupefacto, porque eso me lo podía haber dicho por teléfono, y no haberme hecho ir a Madrid. Fue una manera tonta de hacerme perder el tiempo. Al día siguiente volví a Lérida para preparar mi regreso a Madrid.»
[4]

Antes de esta serie de comunicaciones oficiales, los rumores de este nombramiento venían extendiéndose desde al menos cinco meses atrás. Éste sería uno de los temas de conversación durante la visita que Armada hizo a Milans a Valencia a mediados de noviembre de 1980. El rey quería tener cerca de él al ejército. Deseaba una cúpula militar afecta a la corona mandada por Milans del Bosch y traerse cuanto antes a Armada a Madrid de segundo jefe del ejército. La resistencia y negativa de Suárez a tal propósito era cada vez más débil, en correspondencia con su creciente desprestigio y aislamiento. Unos días después del mensaje de Navidad del rey de 1980, en el que apareció solo y con aspecto grave en televisión para hacer referencia a los «límites que no se pueden traspasar», que remacharía en su discurso de la Pascua Militar de enero de 1981 con la frase: «porque sabemos adónde vamos y de dónde no se puede pasar», el general Armada fue recibido por Gabeiras en el palacio de Buenavista, sede del Cuartel General del Ejército.

Ya el JEME, un día antes de las palabras del rey, había dejado fluir ecos de una intervención militar que se adivinaba cercana o inminente, durante su alocución de la Pascua. «El ejército, tengámoslo bien presente, no sueña con imposiciones ni dictaduras, pero está irrevocablemente dispuesto, para la salvación de España, a cumplir con su misión perfectamente definida en la Constitución, que se fundamenta, como bien claro lo dice su artículo segundo, en la indisoluble unidad de la nación española.»
[5]
En su entrevista con Armada, Gabeiras le dejaría bien claro que su estancia en Lérida tocaba a su fin. Quería traérselo al Estado Mayor junto a él. Así me lo expresaría Armada durante una de nuestras conversaciones:

Un día me llamó Gabeiras y me preguntó: «Oye Alfonso, ¿tú quieres venir a Madrid? Hay una vacante en la Jefatura de Artillería del Ejército, otra en la Escuela Superior del Ejército. ¿Qué te gustaría? ¿O prefieres en el Estado Mayor de segundo Jeme?» Le contesté que yo prefería la Jefatura de Artillería porque allí estuvo mi padre y mi suegro, además, «para una de las vacantes que me propones —le digo— tiene más méritos que yo el general Víctor Castro Sanmartín». Me cortó al instante y me dijo: «Bueno, tú irás donde yo quiera». Le insistí que Castro era mejor para segundo Jeme, que era más antiguo que yo. Pero fue el rey el que decidió que fuera de segundo Jeme. Posteriormente Suárez lo ha reconocido así.
[6]

¿Es ésa acaso la reacción lógica de un jefe del ejército que después del 23-F aseguró que ya sospechaba del general Armada, al que había puesto bajo vigilancia? La deposición del general Gabeiras en el juicio de Campamento sería una de las más bochornosas por la sarta de mentiras y de invenciones que contenía.

Adolfo Suárez se había opuesto denodadamente a que Armada volviera a estar cerca del rey desde que en el verano de 1977 consiguiera que saliera del servicio de Zarzuela. Sus crecientes diferencias en el fondo y en la forma respecto de cómo Adolfo Suárez estaba llevando a cabo la reforma política —es decir, la liquidación del régimen franquista—, alcanzaría el enfrentamiento abierto ante el rey por el modo en que Suárez había procedido a legalizar el Partido Comunista. Lo que marcaría un punto de inflexión. La excusa fue que Armada envió cartas con el membrete de Zarzuela solicitando el voto para Alianza Popular en las elecciones de junio del 77. Pero en el fondo, estaba ya servida la incompatibilidad entre Suárez y Armada. De ahí que incluso resultara lógica la exigencia del presidente de que el rey despidiera de la secretaría de Zarzuela a Armada. Muy atrás habían quedado los tiempos en los que un ambicioso Suárez, ocupado en ese tiempo en trabajarse la imagen del príncipe desde su cargo de director general de Televisión Española, tachara entre bromas de «cochino liberal» al entonces coronel Armada, secretario del príncipe Juan Carlos.

Suárez, en aquel tiempo, se movía en la ortodoxia neofalangista de los principios del Movimiento, para ir progresando adecuadamente a reformista del régimen, enterrador del mismo, cristianodemócrata convencido hasta las primeras elecciones democráticas, y desde junio de 1977, socialdemócrata de verdad de toda la vida dispuesto a disputar a Felipe González el espacio de la izquierda, porque el de la derecha «lo tengo en el bote». Pero siempre transformista de sí mismo en estado puro. La presión de un Suárez legitimado por las urnas, obligó al monarca a desprenderse del servicio directo de un hombre tal leal como Armada, que había estado a su lado como preceptor desde los 14 años, pero dejando bien claro que su deseo era seguir contando con su colaboración y asesoramiento. Así se lo comunicó expresamente Nicolás Mondéjar, jefe de la Casa del Rey, al vicepresidente Gutiérrez Mellado, en una carta que le envió en julio de 1977: «… y, además, me podría ayudar en alguna ocasión, pues deseo utilizar de forma esporádica la colaboración del general Armada, que lleva muchos años en esta casa y conoce particularmente algunos asuntos».

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