Después, telefoneó a su despacho a Armada, quien, para sorpresa de Milans se encontraba en el del JEME Gabeiras. Milans llegó a pensar por un instante que acaso Armada había puesto al jefe del ejército en antecedentes. Lo que de hecho pudo ser algo más que factible. Y pese a que no se trataba ni se hablaba con él (ya el rey, en la larga conversación que había tenido con Armada el 13 de febrero en Zarzuela, y que analizaremos más adelante, le había pedido que, como la mayor parte de los mandos militares estaba muy molesta con Gabeiras, «tú haces un poco de puente y suavizas las relaciones»), marcó a través dela red de mando el teléfono directo del JEME. Éste lo saludó cordialmente y le preguntó sobre las medidas que estaba tomando en su región, a lo que Milans le respondió que hasta que se aclarase lo que estaba pasando en Madrid y para evitar desórdenes y alteraciones del orden público, había dictado un bando y tomado una serie de medidas preventivas y tácticas. Gabeiras no sólo no le puso pega alguna sino que «le pareció perfecto». Después, Milans preguntaría por Armada, pero no hablaría con él, despidiéndose del JEME con un abrazo.
Los disparos en el Congreso causaron una total sorpresa en otros muchos lugares que seguían por la radio la votación. El desconocimiento y la incertidumbre creada al no saber hacia donde habían ido dirigidos, creó un clima de desasosiego y conmoción momentáneos, hasta que los primeros observadores que se encontraban en el Parlamento y los que llegaron con toda urgencia informaron de que los tiros habían sido intimidatorios y no había heridos. Ya hemos señalado que Milans comentó con inquietud a su Estado Mayor que «eso no es lo que estaba previsto»; Armada recogió el sobresalto que le había causado a Gabeiras y a otros generales —e incluso a él mismo— del Cuartel General del Ejército; en la sede central del CESID, su director interino, Narciso Carreras, dio un respingo agarrándose fuertemente a los brazos del sillón en un largo ¡queeeeeé! de asombro, en el instante que el capitán Juan Alberto Perote le comunicó el asalto. A diferencia de la impasible reacción mostrada por el secretario general Javier Calderón, que fríamente se limitó a ordenar el bloqueo de la centralita y la localización urgente de Cortina.
Por su parte, García Almenta demostraría tener un buen conocimiento del hecho al asegurar entre su gente que «se trata de un golpe de Estado y en breve comenzará a moverse la Brunete». Para verificar la salida de las unidades de la Acorazada, según las órdenes cursadas, enviaría a los capitanes Carlos Guerrero Carranza y Emilio Jambrina a observar, respectivamente, las entradas a Madrid por las nacionales V y VI. Y como ya había previsto con antelación que la tarde y la noche serían activas y largas en la sede principal de los grupos operativos del CESID, ordenó que se sacaran las bandejas de jugosas viandas y bebidas que habían sido encargadas por la mañana. Medidas que, como puede deducirse, nada tendrían que ver con una inmediata reacción de contragolpe desde el CESID, como con absoluta ligereza alguien ha escrito por ahí. Por el contrario, en la sede de la AOME se preparaban para brindar por el éxito de la operación.
También el impacto del asalto y los tiros en el Congreso sembrarían la confusión inicial en Zarzuela. El comandante Pastor, encargado de la seguridad, y el teniente coronel Agustín Muñoz Grandes y el comandante José Sintes, ayudantes del rey, sentirían una grave zozobra —«¡eso no es lo que estaba previsto!»—, que se despejaría tras la llamada a palacio de un miembro de la Guardia Real que había sido enviado al Congreso a observar los acontecimientos de la jornada. Los disparos habían sido de intimidación y no había nadie herido. El rey, enfundado en un chándal blanco, estaba siguiendo por radio la votación desde su despacho y listo para jugar un partido de
squash
con su amigo Ignacio Caro Aznar, «Nachi». La noche sería larga y había que estar preparado para quemar adrenalina.
Los tiros en el Congreso también fueron una total sorpresa para el rey. «Eso no es lo que estaba previsto», fue la frase que se pronunció desde el entorno del despacho de ayudantes de don Juan Carlos, y que me confirmaría en diferentes ocasiones Sabino, su secretario. En ese momento, la familia real estaba al completo en Zarzuela; el rey, la reina y sus hijos. El príncipe Felipe, y las infantas Elena y Cristina, se habían pasado casi todo el día jugando en palacio al tomar la precaución sus padres, los reyes, de que ese día no fueran al colegio. Con ellos estaban las infantas Pilar y Margarita, hermanas del rey, y el doctor Carlos Zurita, esposo de la infanta Margarita. Además el marqués de Mondéjar, jefe de la Casa del Rey; el general Joaquín de Valenzuela, jefe del Cuarto Militar del Rey; Joel Casino, interventor; Vicente Gómez López, coronel secretario; Fernando Gutiérrez, jefe de prensa; los tenientes coroneles Montesinos, Manuel Blanco Valencia y Agustín Muñoz Grandes; los comandantes Pastor y Sintes, el capellán de la Casa, padre Federico Suárez, y el ya mencionado Sabino. Después, y a medida que fue avanzando la tarde y la noche y el desarrollo de los acontecimientos, irían llegando otras personalidades y amigos del círculo más íntimo y privado de los reyes; como el embajador personal y administrador de las finanzas de don Juan Carlos, Manolo Prado.
La inmediata conversación con el miembro de la guardia real que desde Zarzuela se había enviado al Congreso, serenó la incertidumbre abierta, pero dejó cierto poso de intranquilidad. En palacio, hubo cierto sobresalto inicial por la forma en que Tejero había ocupado el Parlamento y se había hecho con su control. El mismo miembro de la guardia del rey que acababa de aclarar las cosas, facilitó a Sabino el número de teléfono con el que se podía poner en contacto directo con Tejero. Y aquí tenemos otra de las particularidades que abundarían en el reforzamiento de la idea de que el 23-F fue una operación muy especial. Sabino llamó personalmente a Tejero para reprocharle que hubiese entrado invocando el nombre del rey. Tejero le colgó el teléfono. El teniente coronel había asaltado el Congreso «en nombre del rey y del capitán general Milans del Bosch». Y estaba a las órdenes de los generales Milans y Armada y no obedecería más órdenes que las que ellos le dieran.
El rey quiso valorar entonces el alcance de la situación. Y todos se pusieron a trabajar en ello. Al instante, don Juan Carlos planteó la necesidad de llamar a Armada a Zarzuela para que informase de cómo estaban las cosas. Montesinos le dijo que en su opinión «debía recibir cuanto antes al general Armada para que nos informe de cuál es la situación». Y el rey preguntó a Mondéjar, a los ayudantes y al personal más relevante de la casa si Armada debía ir. Todos se mostraron partidarios de que fuese; Mondéjar, Montesinos, el padre Suárez, Muñoz Grandes, Sintes, Pastor, Vicente Gómez, las hermanas del rey, su cuñado…
El único que se opuso fue Sabino, pese a que sabía perfectamente a qué tenía que ir a Zarzuela el segundo jefe de Estado Mayor del Ejército. Pero creyó que lo mejor era que su amigo operase desde su despacho en el Cuartel General del Ejército. Los tiros en el Congreso habían creado cierto desagrado. Además, Sabino se resistía por una cuestión de espacios y competencias. No tenía la menor duda de que si Armada iba a Zarzuela se haría con el control y él quedaría en un segundo plano o anulado. Le molestaba sobre todo la idea de que fuera a interferir en su labor y en su papel. Sabino expuso al rey que sería conveniente conocer «cómo está la División Acorazada»; es decir, saber si el arma más potente del ejército español se estaba movilizando. Don Juan Carlos le dijo que fuera a informarse, mientras él solicitaba delante de los presentes que le pusieran con Armada para pedirle que fuera a Zarzuela.
En la conversación entre Sabino y Juste se pronunciaría la conocida respuesta: «Armada aquí no está, ni lo estamos esperando. Aquí no tiene que venir para nada», reducida para la historia a un lacónico «ni está ni se le espera». Además, el jefe de la Acorazada informó a Sabino que la división estaba en alerta
Diana
y que varios regimientos ya habían salido a ocupar o reforzar una serie de objetivos. Juste le comentó que había cursado esas órdenes tras la exposición que había hecho Pardo Zancada ante los mandos de la división unas horas antes. Y luego de que Torres Rojas y San Martín ratificaran que la operación estaba dirigida por Milans y Armada, que actuaban con el conocimiento y el respaldo del rey. Es decir, que sobre las siete de la tarde, el secretario de la Casa del Rey recibió una información directa del jefe de la División Acorazada, general José Juste Fernández, de que la acción desencadenada se estaba llevando a cabo bajo la plena y total creencia de que contaba con el respaldo real. Y que la figura de Armada aparecía vinculada con la del rey. Y que en ese momento Armada ya debería estar junto al monarca en Zarzuela.
Esa importante conversación Sabino-Juste tuvo lugar sobre las siete de la tarde, como acabo de referir, y así quedó registrada. No sobre las diez ni sobre las once de la noche, cuando Armada fue autorizado por Zarzuela —además de por el resto de la cúpula del Ejército— a desplazarse al Congreso para ofrecerse de presidente de Gobierno. Ni, por supuesto, posteriormente. Precisamente a esa hora. Lo que tiene un valor significativo a fin de entender y encajar el tipo de operación que se estaba llevando a cabo, y el respaldo con que contaba. Por otro lado, la expresión de Juste «¡ah, entonces eso cambia las cosas!», al escuchar que Armada no estaba junto al rey en Zarzuela, tampoco modificaría sustancialmente el plan previsto. Tan sólo se dio orden de que las unidades que ya habían salido regresaran y quedaran acuarteladas. Lo que disciplinadamente todas cumplieron, aunque a muchos de sus jefes no les gustara. Y quien tramitó y firmó la orden de acuartelamiento de las tropas, según la operación Delta, fue Armada como segundo jefe de Estado Mayor. También sería él —además de Mondéjar— quien solicitaría a los efectivos del regimiento Villaviciosa 14, que estaban ocupando las instalaciones centrales de la radio y la televisión, que regresaran a su cuartel para que pudiera salir hacia Zarzuela el equipo técnico que grabaría el mensaje del rey.
Cuando Sabino entró en el despacho del monarca, después de subir precipitadamente las escaleras que le separaban del suyo, don Juan Carlos estaba hablando por teléfono con Armada. Le había llamado al despacho del JEME Gabeiras, al no encontrarle en el suyo, y le acababa de decir que fuera a Zarzuela. Armada había contestado: «Señor, recojo unos papeles de mi despacho y salgo inmediatamente para allá». Antes, le había expuesto que debía ir a palacio para explicarle cómo estaba la situación y tomar juntos las decisiones oportunas. Que si no se actuaba rápidamente se corría el riesgo de que se produjese una división en las fuerzas armadas, lo que sería gravísimo y había que evitar por encima de todo. Eso es lo que Armada le dijo al rey, pero lo cierto es que ese riesgo jamás existió. Nunca hubo ni la más pequeña posibilidad de que se quebrara la unidad de las fuerzas armadas. Estaban sólida y férreamente unidas. Pero era conveniente y útil manifestar aquella visión deliberadamente exagerada para el fin propuesto. Y también un lenguaje convenido. Eso lo sabía bien Armada, y lo sabía mejor el rey, quien asentía a lo que Armada le decía al tiempo que Sabino le hacía ostensibles gestos negativos con el dedo índice de la mano derecha.
Fue entonces cuando el secretario se acercó y en voz baja le comentó al rey que lo mejor era que Armada no fuera a Zarzuela. El rey interrumpió su conversación; «Alfonso, espera un poco que te paso a Sabino», y le dio el teléfono a su secretario. Armada tenía a su lado a Gabeiras y a otros generales del Estado Mayor. La conversación con Sabino la mantuvo en un tono algo exaltado y nervioso. Le repitió lo que un momento antes le había comentado ya al rey. El momento era grave, pues había varias capitanías generales a punto de sublevarse, y un riesgo muy grave de que el Ejército se dividiera, por lo que era preciso que fuera a Zarzuela para explicar lo que estaba pasando, analizar el alcance de tan delicada situación y tomar las decisiones adecuadas. Sabino le respondió que no hacía falta que fuera por el momento, que lo mejor sería que se quedara en el Estado Mayor ayudando a Gabeiras, y que informara de lo que fuera ocurriendo desde su despacho del cuartel general. Y ahí quedó todo. Armada no insistió. Y se zanjó la cuestión. Momentáneamente.
El secretario del rey no reprochó a su amigo Alfonso que estuviera de hoz y coz metido en la operación, que fuera parte del eje de la misma, ni denunció que fuera el tapado, el que tendría que encargarse en unas horas de resolver dentro del orden constitucional el revolcón ilegal de Tejero en el Congreso. Tampoco era necesario. Armada ya se había hecho muy visible en determinados círculos institucionales, políticos y militares. Las cartas estaban quizá demasiado marcadas. Lo que hizo Sabino al decirle a Armada que lo mejor en ese momento era que se quedara en el Cuartel General del Ejército fue cubrir las espaldas del rey. Nada más. Y nada menos. Y por su propio celo personal y más íntimo, no deseaba que su antecesor en la secretaría lo anulara o marginara durante aquellas horas. Pero Sabino no le prohibió que fuera a Zarzuela. Ni mucho menos el rey.
Aquello fue algo que me negaría siempre el general Alfonso Armada durante nuestras numerosas conversaciones, mantenidas a lo largo de varios años: «A mí el rey me dijo: “Ayuda a Gabeiras, que lo necesitará”, y eso es lo que hice. A mí Sabino no me dio ninguna orden. Nadie me impidió que fuera a la Zarzuela. Si hubiera querido hubiera estado allí. Yo iba a la Zarzuela sin necesidad de pedir permiso.»
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Y no le falta razón a Armada. Sabino le dijo que lo mejor era que se quedase en el cuartel general, pero no le dio orden alguna, porque, entre otras cosas, él no se la podía dar. Ni el rey tampoco lo hizo, ni nadie le dio un no rotundo para que desistiera, ni se cursó instrucción alguna en el control de seguridad al respecto. Sencillamente, Armada se ofreció a ir a la petición del rey de que estuviera junto a él en Zarzuela. Era lo convenido. Y Sabino, quizá por pura intuición, extendió un manto de protección sobre el rey porque entre quienes estaban activando el golpe se había hecho demasiado pública la vinculación rey-Armada. Y éste decidió no ir. Y esperar a ser reclamado. Como así sucedería unas horas después. «Antes, durante y después del 23-F estuve a las órdenes del rey», se ha cansado de repetir Armada durante todos estos años.