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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

23-F, El Rey y su secreto (25 page)

Y el monarca fue recibiendo en audiencia uno a uno a los jefes de partidos de la oposición. A todos les transmitía que ante la gravedad del momento, estaba dispuesto a utilizar el mecanismo de arbitraje y moderación para el que de forma muy confusa le facultaba la Constitución. González pensaba que el desgobierno de la UCD estaba arrastrando a España al caos y era necesario adelantar las elecciones o, en todo caso, estudiar la formación de un gobierno de gestión, sin Suárez, con un independiente a su cabeza. Fraga creía que si no se atajaba de inmediato la situación, íbamos a vivir una grave crisis de Estado que podía afectar a la corona, de la que, naturalmente, sería responsable Suárez. E incluso Carrillo era partidario de un gobierno de coalición.

Suárez trataba de ir capeando el temporal como buenamente podía. A los problemas que desde todos lados le cercaban, se alzaba cada vez más intensa y fuerte la oposición interna de los barones centristas. Todos le exigían su ruptura con Abril Martorell y que trasladara las decisiones importantes del gobierno al seno del partido, donde se encargarían de cocinarlas. Lo que de hecho era también un disparate. Entre crisis y crisis gubernamental, Suárez se reunió en los primeros días de julio con varios miembros de la comisión permanente de UCD en una finca pública de la sierra baja de Madrid, en el término de Manzanares el Real. Aquello se conocerá como el encuentro de la «Casa de la Pradera», y el fin era analizar el funcionamiento y las competencias de los órganos colegiados del partido y las perspectivas del II Congreso de la UCD, previsto para finales de enero de 1981.

Sin embargo el cónclave sería un calvario para Suárez, al cuestionar casi todos los presentes su liderazgo. Así, para el liberal Joaquín Garrigues el futuro inmediato pasaba o bien por hacer «una banda y gobernamos contigo o gobiernas tú sólo… y yo me tengo que ir a la oposición dentro del partido». Para Pío Cabanillas se había tocado fondo, Martín Villa le expuso que «eres tú mismo, Adolfo, el que debe decidir si sigues o no sigues», Francisco Fernández Ordoñez afirmó que había que resolver el reparto del poder antes del congreso; Landelino Lavilla propuso que una vez supieran lo que había que hacer, «ver si es bueno o no que Suárez siga siendo presidente del partido y presidente del gobierno». Garrigues insistiría en que Suárez tenía un «problema dentro de UCD», además de en todos los demás frentes. Excepción hecha de Fernando Abril, Rafael Arias Salgado y Rafael Calvo Ortega, el resto de los barones cuestionarían sin reserva alguna el liderazgo de Suárez, obligándole a compartir el poder. Ante un futuro tan negro, acordaron no descabalgar a Suárez del poder, al no tener un recambio claro inmediato, pero a cambio, el presidente compartiría colegiadamente el poder en el partido y en el gobierno.

De aquel encierro, Suárez saldría aún más capitidisminuido y con mucha menos autoridad. Eso fue algo que pudo comprobar poco tiempo después, cuando un diputado centrista quiso promover una nueva proposición de ley para amnistiar a los oficiales del ejército republicano y a los de la Unión Militar Democrática. Rodríguez Sahagún no veía con malos ojos este nuevo intento de hacer retornar a la milicia a los
úmedos
, que contaba con el apoyo entusiasta del PSOE y del PCE. Pero el Ejército volvería a plantarse, incrementándose el nivel de crispación militar. Toda la cadena de mando militar fue muy contundente en su negativa. Incluso el general Sáenz de Tejada, jefe del Estado Mayor de la Primera Región, llegaría a comentar entre los jefes de la Acorazada que en el caso de que se reincorporaran los
úmedos
al Ejército «haré lo posible por sublevar a la región».

La medida sería paralizada. Pero lo trascendente del asunto estuvo en que Adolfo Suárez, que era el jefe de la Junta de Defensa Nacional, se enteró de la iniciativa de su grupo parlamentario por los periódicos. Un claro signo de su divorcio con los responsables del partido centrista. Poco después, reconocería que se había actuado con precipitación provocando sin necesidad la indignación de las fuerzas armadas, a las que no se debía excitar desde la política, y que se le debía haber consultado la iniciativa previamente. Es posible que a su memoria acudiera la gravísima crisis desatada a causa de la legalización del Partido Comunista.

La moción de censura del PSOE había sido un mazazo para la credibilidad del presidente. Por entonces, la situación política se calificaba desde todos los ámbitos e ideologías de extraordinariamente grave y delicada. Hacía un año que Tarradellas clamaba por el golpe de timón. La descomposición de UCD, sus luchas familiares internas por el poder, la suicida política autonómica, las masacres terroristas y una grave crisis económica, presentaban un cuadro de inanidad gubernamental. Ante un panorama de semejante deterioro político, el tándem González-Guerra creía estar listo ya para conquistar el poder. Naturalmente, desde la propia UCD se estaban encargando de allanar el camino. Pablo Castellano, el líder de la izquierda socialista dentro del PSOE, recordaría posteriormente que «era muy difícil gobernar así, no sólo por razones objetivas, derivadas de la profunda crisis, sino también sabiendo que dos o tres ministros le contaban a Ferraz —sede del PSOE— todo lo que pasaba en los consejos [de ministros] y señalaban los puntos débiles por donde se podía atacar». Los dos últimos gobiernos de Suárez durarían poco más de cuatro meses.

Desde el CESID, hacía varios meses que se estaba trabajando en la Operación De Gaulle. Dicha operación se basaba como modelo en la forma en que el general Charles De Gaulle había retornado al poder en Francia a finales de los años cincuenta. En 1958, la situación en Argelia era un polvorín, y no sólo por los enfrentamientos entre el Frente de Liberación Nacional de Ben Bella y los
pieds noirs
(colonos franceses). Estos últimos consideraban el territorio magrebí argelino como una parte indisoluble de Francia, unido históricamente a la metrópoli y, por lo tanto, irrenunciable. Ese sentimiento era compartido por importantes sectores de las fuerzas armadas, de la sociedad y de la clase política, mientras otros colectivos se dejaban llevar por la fuerza de los hechos y de la praxis histórica, por lo que veían como algo irremediable la independencia de Argelia, fomentada por Estados Unidos y por los principios descolonizadores de Naciones Unidas. Así había ocurrido dos años antes en el gran trozo del protectorado francés de Marruecos, ante lo cual a la parte del protectorado español no le quedó más remedio que sumarse y conceder igualmente la independencia del territorio alauita.

Para Francia no fue un gran problema salir de Indochina y dejar aquella perla envenenada a los norteamericanos. Pero si ya la concesión de la independencia de Marruecos había sido un trágala aceptado a regañadientes, para muchos franceses, Argelia era Francia, y no estaban dispuestos a renunciar a ella, por lo que el riesgo de guerra civil era absolutamente real. En esa crítica situación, los más importantes y prestigiosos jefes del ejército francés, como los generales Raoul Salan y Jacques Massu, se dirigieron al presidente de la IV República, René Coty, conminándole a que la Asamblea de Francia designara jefe del gobierno al general Charles de Gaulle, retirado entonces en su casa deColombey les Deux Églises, porque, de lo contrario, el ejército de Argelia se levantaría y los paracaidistas francesas caerían sobre París.

El presidente Coty se reunió con los jefes parlamentarios, a quienes propuso que ante una situación tan grave y delicada se eligiera al general De Gaulle jefe del gobierno. Con el apoyo de éstos, Coty presentó a De Gaulle ante la Asamblea de Francia, que le votó masivamente como nuevo jefe de gobierno, iniciándose así la caída de la IV República y el establecimiento de la V República. No cabe duda de que la designación del general De Gaulle como jefe de gobierno, y posteriormente como Presidente de la V República, fue un acto democrático, pero llevado a cabo bajo la amenaza de un golpe militar, sin que en este caso ni siquiera fuese necesaria la exhibición de la fuerza militar, porque había bastado con el anuncio de una intervención.

Trasladado aquel modelo al momento de la transición española, desde mediados de 1977, todo 1978 y primeros meses de 1979, era evidente que la situación de España no era en nada similar a la de Francia en 1958. En el caso español, no había riesgo alguno de polarización en la sociedad ni de confrontación entre las fuerzas armadas; por el contrario, éstas se mantenían férreamente unidas. Y ni siquiera los terribles estragos causados por los atentados terroristas de ETA, centrados en miembros de la policía, la Guardia Civil y el Ejército, principalmente, podían llegar a crear un riesgo de tal magnitud. Por lo tanto, los redactores de la «Operación De Gaulle» pensaron que para que se pudiera llegar a poner en marcha dicho plan, como fórmula correctora de la mala deriva de la situación política, había que introducir un elemento
ex novo
que sirviera de detonante para la aplicación de la solución correctora, de la reconducción. Objetivo que siempre debería alcanzarse sin que hubiera sangre ni represión alguna posterior. Que fuera totalmente incruenta. Para ello, los responsables del CESID se inventaron un SAM, un Supuesto Anticonstitucional Máximo, ya apuntado, como elemento previo e imprescindible para activar la operación, al objeto de que, una vez ofrecida a la clase política, fuese fácilmente aceptada
motu proprio
por la gran mayoría. En la creación de esa amenaza ficticia estaba pues el motivo que justificaba la operación.

Después de las elecciones de marzo de 1979 y tras el desdoblamiento que Suárez hizo de la doble función que venía ejerciendo el general Gutiérrez Mellado de vicepresidente y ministro de Defensa, esta cartera pasó a manos de Agustín Rodríguez Sahagún, un hombre de la total confianza del presidente Suárez y del vicepresidente Mellado. Una de las primeras decisiones de Rodríguez Sahagún fue reorganizar el área de involución del CESID, que hasta ese momento se había mantenido prácticamente inactiva. El ministro convocó a altos responsables del servicio, como al teniente coronel Javier Calderón, que era el secretario general del centro; a Florentino Ruiz Platero, jefe del gabinete de Calderón, y al comandante Santiago Bastos, para que activaran dicha área en unos momentos en los que el malestar entre los diferentes estamentos del Ejército era creciente.

En las salas de banderas, la irritación militar subía de tono, y en diversos medios de comunicación se anunciaban conspiraciones y amenazas de golpe de Estado periódicamente. Todas aquellas fantasmales amenazas eran absolutamente inexistentes; todas, salvo el proyecto de golpe de mano personal que el teniente coronel Tejero estaba planeando sobre el palacio de La Moncloa en noviembre de 1978. Pero el ministro estaba obsesionado con el fantasma golpista y, al tiempo que ante cualquier rumor se presentaba en los acuartelamientos, recababa insistentemente datos de sus agentes y colaboradores, singularmente del comandante Bastos, encargado de involución, o los citaba a cualquier hora, aunque fuese intempestiva.

En su visita al CESID, Sahagún conoció la «Operación De Gaulle» y recibió en su despacho todo el dossier elaborado por los oficiales Peñaranda y Faura sobre las reuniones a las que éstos habían estado asistiendo a lo largo de año y medio, principalmente en la agencia de noticias Efe. El ministro envió el grueso informe al presidente Suárez, quien después de examinarlo citó a su amigo Luis María Anson, presidente de la agencia. Entre ambos se habían cruzado años atrás una serie de favores y apoyos en un equilibrado
do ut des
. Suárez, siendo gobernador, le había brindado su apoyo a Anson cuando éste fuera procesado en pleno franquismo por un artículo que publicó en
ABC
a favor de Don Juan. Y Anson, a requerimiento del príncipe Juan Carlos, convertiría a Suárez en «el hombre del mes» al ser cesado de vicesecretario general del Movimiento, tras el fallecimiento en accidente de su ministro y protector Fernando Herrero Tejedor en junio de 1975. Aquella reunión entre Suárez y Anson en Moncloa fue dura y tensa. Cuajada de reproches. Sin embargo, Suárez no cesó a Anson de la presidencia de la Agencia Efe.

En el CESID, Sahagún resolvió el asunto muy discretamente, promoviendo el ascenso a general de división a José María Bourgón, para que dejara de manera inadvertida la dirección del centro. En el fondo, Sahagún no se entendía con el director general del Servicio de Inteligencia, al que puenteaba y ninguneaba porque, según él, «no se enteraba de nada» y desconocía todo sobre el mundo de la inteligencia. Al comandante Faura se le promocionó también de empleo y se le pidió que solicitara otro destino. En cuanto al capitán Peñaranda, fue el único que salió del CESID de forma algo abrupta. A la vuelta de sus vacaciones de verano de 1979, el nuevo director, general Gerardo Mariñas, le pidió que le entregara la llave de su despacho de inmediato, prohibiéndole que sacara un solo documento y sin que prácticamente le permitieran llevarse sus papeles y objetos personales. Sin una sola explicación.

Sin embargo, el plan operativo de la «Operación De Gaulle» ni se destruyó ni se hizo desaparecer. Se archivó como material secreto, así como todos los informes elaborados por los agentes Faura y Peñaranda. Después del 23-F, dichos informes serían de los primeros que solicitaran los nuevos responsables políticos, tan pronto como alcanzaban el poder, lo cual divertía mucho al general Calderón, cuando retornó al CESID como director general, entre 1996 y 2001. Tampoco los creadores de la «Operación De Gaulle» y de los informes previos tendrían dificultad alguna para desarrollar sus brillantes carreras militares. El general Bourgón pudo seguir su carrera militar sin problemas, al igual que Faura, que llegó a ser nada menos que general de Ejército (JEME) durante los años de gobierno de Felipe González, y Peñaranda, que alcanzó el grado de general de división.

Suárez, que llegó a tener cierto conocimiento de la misma con algún detalle, reconocería públicamente conocer «la iniciativa del PSOE de querer colocar en la presidencia del gobierno a un militar. ¡Es descabellado!». Pero no lo sería para el Partido Socialista, que además de contemplar con sumo interés cómo se despedazaba la UCD, participaba activamente en la voladura de Suárez, dejándose mecer en la operación lanzada desde el servicio de inteligencia. A dicha operación también se sumaba Manuel Fraga, al que ya se estaban acercando muchos críticos centristas, y aportaba con entusiasmo los votos de Coalición Democrática. Su opinión sobre Suárez y la UCD en agosto de 1980 no dejaba lugar a duda alguna: «Yo siempre sostuve que lo que había montado Suárez era artificial, que no tenía base, que su propio partido no era un partido real, que el Estado que estaba creando no estaba más que en las palabras y eran palabras que no se habían meditado».

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