En diferentes etapas de mis investigaciones sobre el 23-F llegué a consolidar esta certeza. Quien primero me habló de que
Almendros
no era un colectivo, sino una sola persona, sería José Antonio Girón de Velasco, presidente de
El Alcázar
, el órgano de los excombatientes del bando nacional; después, sería el general Fernando de Santiago, y posteriormente el ex jefe de la Casa del Rey, Sabino Fernández Campo. Los tres me aseguraron que tras
Almendros
estaba la figura del general Manuel Cabeza Calahorra. La certeza total la obtendría de labios del propio protagonista durante una entrevista que mantuve con él en abril de 1996 en su domicilio de Zaragoza. A lo largo de la conversación, Cabeza Calahorra me fue desgranando parte del trasfondo del 23-F: «Jamás estuvo en el ánimo de nadie forzar la situación hacia una involución. Ni destruir el sistema democrático. Por el contrario, se trataba de reforzarlo, porque corríamos el serio riesgo de introducirnos en una espiral muy peligrosa. La transición se hizo con grandes dosis de improvisación y de osada ignorancia… Yo colaboré con quien me lo pidió. Y sobre eso no me pida usted más detalles. Pero si lo que quiere oír es si yo era
Almendros
, le diré que sí, yo fui
Almendros
».
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Cabeza Calahorra había sido director de la Academia General Militar y de la Escuela Superior del Ejército, y capitán general de la V Región Militar (Zaragoza). Considerado como un brillante intelectual, era asiduo colaborador de
El Alcázar
. Tras el 23-F, les pidió a Armada y a Milans del Bosch que se pusieran de acuerdo en su testimonio. En el juicio de Campamento fue el codefensor militar de Milans del Bosch. Cabeza Calahorra-
Almendros
fue la parte intelectual visible de la Operación De Gaulle en el ámbito militar. En dicha esfera, llegó a jugar un papel muy importante; de la misma forma en que, en otro sentido, la tuvo Tarradellas con sus continuos llamamientos al «golpe de timón» (la primera vez en Morella con la presencia de José Luis Cortina), y en que la tuvieron diversos periodistas, financieros, empresarios, responsables políticos, de la Iglesia… en aceptar la operación del CESID, sin que se identificaran para nada con posiciones de ultraderecha o querencias golpistas.
El valor fundamental de los artículos de
Almendros
fue el de anunciar por escrito las razones por las que había llegado la hora de intervenir en la gravísima crisis institucional del sistema: el fracaso gubernamental, el del resto de los partidos e instituciones, el haber alcanzado el punto crítico del no retorno, provocando la intervención de las otras instituciones —el rey y las fuerzas armadas—. En sus artículos exponía las pautas a seguir a muy corto plazo, hasta desembocar en la solución correctora: un gobierno de regeneración nacional. Todo dicho públicamente entre 60 y 22 días antes de la operación.
El primer artículo de
Almendros
se publicó el 17 de diciembre de 1980 bajo el título «Análisis político del momento militar». En él afirmaba que el ejército ya había superado la inicial perplejidad que le había supuesto la transición política, en la que, pese a que alteraba su cuadro de valores, había estado dispuesto a aceptar, reconocer y secundar la necesidad de un conjunto de reformas. Pero ahora los temores de las fuerzas armadas eran por «España como nación», ante lo que los valores sustanciales del alma militar estarían llamados a entrar constitucionalmente en juego. Daba por hecho que Suárez y Gutiérrez Mellado hacía tiempo que habían perdido el control del proceso de reformas, para el que tuvieron la necesidad de apoyarse en el contrapeso de la institución militar, a la que, sin embargo, no dudaron en neutralizar posteriormente por una politización partidista, al «interrumpir en lo posible la relación de los eslabones de la cadena de mando con el rey».
Proseguía con que en la calle estaba firmemente instalada la urgencia de una solución correctora que permitiera regenerar la situación, al tiempo que se recuperase un verdadero propósito nacional. Y añadía: «Cuando parecemos abocados, según toda la sintomatología, a una próxima crisis en la Presidencia del Gobierno, habría que desear que el sucesor reuniese las condiciones necesarias para recuperar la autoridad moral sobre unos militares que, ante todo y sobre todo, apetecen el ejercicio de su profesión en un ambiente de honor y disciplina, al servicio de España, de todos los españoles y de un sistema de libertades que respete la pluralidad en el ser y en el sentir, pero sin que ello menoscabe o ensombrezca la innegociable unidad de la Patria.»
El jueves 22 de enero, el diario de los ex combatientes publicó una nueva entrega de
Almendros
. «La hora de las otras instituciones» fue su título. En esta ocasión,
Almendros
se apoyaba en el mensaje del rey de Navidad y de la Pascua Militar, y en las declaraciones que Tarradellas había hecho a un periódico. Afirmaba que España estaba sumida en una profunda crisis de identidad como nación, y como Estado, inmersa cada vez más en una crisis radical. Era preciso afrontar el fracaso definitivo de este ensayo llevado a cabo con ilusión y esperanza, pero al mismo tiempo con exceso de improvisaciones. La Constitución no funcionaba porque se había convertido en un arca de subterfugios legales según los momentos coyunturales y los pactos; lo que hacía ingobernable a la nación. Por eso urgía su reforma. Aseguraba que era innegable el divorcio entre ciudadanos y políticos, unos políticos erráticos que, obsesionados por las secuelas del franquismo, habían desencadenado procesos tan regresivos como el de las autonomías. Y una clase política carente de la categoría moral necesaria para reconocer sus errores que, al igual que el Congreso de los Diputados como institución, había quedado muy deteriorada.
Para
Almendros
, ni el gobierno gobernaba ni se atajaban los errores acumulados, que agravaban todavía más la crisis económica. Por eso apelaba a un nuevo y distinto gobierno de amplios poderes que dispusiera de las asistencias precisas para resolver con decisión el relanzamiento de una nueva economía, la reducción del paro, el terrorismo y su incidencia en la vida cotidiana, la seguridad ciudadana, la razonable reconducción del proceso autonómico y la reforma de la Constitución. El artículo concluía citando a Bolívar y preguntándose si podía el desguazador reconstruir la misma nave que había desmantelado. Y ante el silencio a dicha pregunta, apostillaba que cuando nadie en el Estado parecía poder desarrollar tal función, quizá fuese la hora, no de apelar a congresos, partidos y gobierno, de los que nada decisivo podía salir ya, sino a las restantes instituciones del Estado: el rey y las fuerzas armadas.
Bajo el título «La decisión del mando supremo» publicó
Almendros
su tercera entrega en
El Alcázar
el domingo 1 de febrero de 1981. A 22 días vista del desarrollo de la Operación De Gaulle. El texto de esta última entrega era más corto, pero infinitamente más directo y contundente.
Almendros
llamaba abiertamente a la intervención del rey y de las fuerzas armadas: «Se ha alcanzado el punto crítico, de no retorno, de la decisiva crisis institucional del sistema… Hemos entrado en un tiempo protagónico para las otras instituciones: el rey y las fuerzas armadas.» Es muy claro que estas expresiones no podían ser la opinión personal y particular de nadie.
Almendros
-Cabeza Calahorra exponía dichas opiniones por mandato, dentro de un orden de la cadena militar, y plenamente integrado en la Operación De Gaulle y coordinado con ella.
Afirmaba en el artículo que la irresponsabilidad política había puesto fin a un triste proceso en el que «forzosamente se obliga a intervenir a la corona». Y para ello era necesario que nadie intentara inmovilizar al rey, reduciendo su papel a la interpretación literal y mecánica de las reglas constitucionales para los cambios de gobierno. La crisis no era una crisis normal. Ni su solución pasaba por la vía del puro continuismo. Se había emplazado a la corona ante la oportunidad histórica de iniciar una sustancial corrección de rumbo, el reiterado golpe de timón que posibilitase la formación de un gobierno de regeneración nacional asistido de toda la autoridad que precisaban unas circunstancias tan excepcionales. Citaba
Almendros
al general De Gaulle, y no por casualidad, como ejemplo patriótico de quien supo establecer correctamente el orden de prioridades entre «las instituciones del Estado y las libertades», en una situación de emergencia. También aquella hora de España planteaba la grave responsabilidad que se había depositado sobre la soledad de la corona, que debía resolver ante la disyuntiva de un proceso que precipitase la liquidación del sistema, si se optaba por la solución del puro continuismo, o, por el contrario, si se decantaba por la instauración de una nueva fase regeneracionista.
El mismo día en que se publicó la tercera entrega de
Almendros
, Milans del Bosch volvió a reunir en la casa madrileña de su ayudante al grupo con el que había tenido la primera reunión dos semanas atrás. Si aquel primer cónclave de la calle General Cabrera había tenido por objeto examinar el golpe de mano de Tejero sobre el Congreso, y tener controlada cualquier otra iniciativa, por pequeña que fuera, en esta ocasión Milans del Bosch haría hincapié en paralizar cualquier acción. Entendía Milans que al dimitir Suárez y traerse el rey a Armada a Madrid de segundo jefe del ejército, las cosas se irían arreglando por sus cauces naturales. Y parecía lo lógico.
Pero Milans ignoraba que desde ese mismo instante la iniciativa de la Operación De Gaulle ya no estaría en sus manos. Los responsables del CESID decidieron arrebatársela y tomarla bajo su control. Ellos serían los que activarían a Tejero, cuando cinco días antes del 23-F, Cortina le comunicó al teniente coronel —por vez primera— que el lunes 23 de febrero tenía que asaltar el Congreso de los Diputados. Y paralizar la votación de investidura del nuevo candidato a presidente. Y esperar a que llegara la autoridad competente, militar, por supuesto, para que decidiera lo que tenía que ser. Y para lo cual dispondría de vía libre y apoyo pleno del servicio de inteligencia. Porque la cuestión no radicaba en la dimisión de Suárez, ni en el nombramiento de un nuevo presidente, o de un nuevo gobierno, que sería más de lo mismo, ni hasta de un hipotético gobierno de concentración, sino en la aplicación estricta de la Operación De Gaulle, es decir, en la exhibición de la fuerza militar (sin daños ni heridos), como el único camino para poder llevar a cabo la reforma profunda del sistema. Sin cortapisas ni oposición ni voces chirriantes de los grupos nacionalistas que la pudieran entorpecer.
Aquella segunda reunión de General Cabrera sí que aportaría un dato relevante y de suma importancia. Al concluir la reunión, Milans se ofreció a llevar en su coche oficial al general Carlos Alvarado a su casa. Alvarado había sido el jefe de Estado Mayor de la Acorazada cuando Milans mandaba la División, y quien examinó el plan de Tejero al haber sido profesor de táctica durante veinticinco años. Al llegar a su casa, Milans le reveló que Armada sería el próximo presidente del gobierno. Que formaría un gobierno de concentración en el que había gente de todos los partidos políticos y algunos independientes, incluso varios socialistas y algún comunista. «El rey ya conoce la composición de ese gobierno —prosiguió Milans— y aunque a mí no me gusta mucho la idea, si ésa es la decisión que han tomado, yo la acepto sin más. Lo importante es que esto se arregle. Ah, sí, a mí me nombran presidente de la JUJEM, dentro de los muchos cambios militares que va a ver.»
Al facilitarme su testimonio, Alvarado me aseguró que se había quedado bastante sorprendido con la idea de un gobierno en el que habría socialistas y demás, y que no era de su agrado, pero que no le comentó nada a Milans. Sin embargo, mucho más sorprendido se quedaría cuando su antiguo jefe le preguntara si él querría ser el ministro de Defensa del gobierno Armada. Alvarado lo recordaba con estas palabras: «A punto de llegar a mi casa, Jaime se volvió y me dijo: “El único cargo que queda por cubrir es el de ministro de Defensa. ¿A ti, Carlos, te interesaría?, yo le hablaría a Armada al respecto”. Me dejó de una pieza. Cuando pude reaccionar se lo agradecí mucho, pero le hice ver que la política no iba conmigo, que preferiría estar al mando de unidades. Y nos despedimos. No nos volveríamos a ver hasta después del 23-F. A mí no me encajaba la idea de que Milans se me cuadrara y me dijera: «A sus órdenes, señor ministro».
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Encajadas todas la piezas, la nomenclatura del PSOE —Alfonso Guerra, Peces Barba y Múgica, principalmente— se dedicó a promover la fórmula del «gobierno de gestión más un general». Como si la iniciativa fuera suya, hablaron con los líderes de los grupos críticos centristas, con Osorio, Fraga y Areilza, de Coalición Democrática, con Ramón Tamames en el Partido Comunista, con representantes nacionalistas catalanes y con el diputado Marcos Vizcaya del PNV. A ese respecto, Jordi Pujol recogería en sus memorias que a finales de verano de 1980, Múgica le visitó para «preguntarme cómo veríamos que se forzase la dimisión del presidente del gobierno y su sustitución por un militar de mentalidad democrática.»
Parecidas «iniciativas» hacia el gobierno de concentración o de salvación nacional, se desarrollarían desde otros ámbitos políticos y en la prensa a través de prestigiados articulistas. En vísperas del 23-F, el secreto a voces era que todos los partidos convergían y estaban de acuerdo en el «golpe de timón» fuerte con un general controlándolo. Juan de Arespacochaga, que fuera alcalde de Madrid y senador real, relata en su libro de memorias que: «Las circunstancias nos iban acercando por momentos a la necesidad de un gobierno de salvación, con los partidos más importantes representados en él, porque históricamente resulta ser ésta la forma más idónea en tiempos de dificultades graves, para modificar una política e incluso una constitución, pero sin poner en riesgo todo el sistema.»
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Abundando en lo mismo, pocos como él sintetizaron mejor lo que fue el golpe del 23-F. «El sistema no se ponía en discusión por mucho que fuera preciso proporcionarle un reactivo. Se trataba de un pacto de partidos e instituciones que hubiera colocado a la cabeza un personaje de la máxima relevancia social y profesional, comprometido con la transición y de la máxima confianza del rey, bien visto por la Iglesia y las fuerzas económicas y con el
placet
de las grandes democracias. Esa designación recayó en el general Armada a quien se comprometieron a apoyar instituciones muy características del país y con una evidente colaboración del PSOE.»
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