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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

23-F, El Rey y su secreto (30 page)

En aquellos días previos, Armada y su entorno de colaboradores estaban saturados de contactos, visitas y saludos. Todos o casi todos querían rendirle reconocimiento. Su flamante nuevo despacho en el Cuartel General del Ejército, así como su casa madrileña y su pazo gallego, se convirtieron en centros de peregrinación para numerosos políticos, empresarios, industriales, banqueros, religiosos y, naturalmente, militares. El general de división era para quien estuviese en la pomada el referente de la nueva situación que ya se vislumbraba. Y un selecto mundo exclusivo se abría a su seducción. Era el hombre bendecido por todas las instituciones.

La gente de Alianza Popular y de Coalición Democrática estaban de su mano; Areilza, Fraga y Osorio, siempre amigos; los
barones
y críticos de UCD, Herrero de Miñón, José Luis Álvarez, Salvador Sánchez Terán, Pío Cabanillas, y la izquierda socialista y comunista, habían aceptado su jefatura en un gobierno de salvación nacional. Pero sobre todo, eran los centristas los que estaban más volcados. «Los más interesados en la
solución Armada
—me reconocería el general— eran los
barones
de UCD. Si alguien hizo gestiones a favor mío para un gobierno fueron los hombres de UCD, que no estaban contentos con Suárez. Ese grupo sí que me insinuaba cosas, no me llegó a hacer proposición concreta alguna, pero estaba más cerca que los del PSOE. Todos los
barones
conspiraban contra el presidente.»
[61]

Y aquí es conveniente decir algo respecto de lo que de manera capciosa se iría divulgando años después como la trama civil del 23-F. Tras el fracaso del golpe, comenzó a airearse el nombre de grupúsculos y personas vinculados con la ultraderecha, como parte o apéndice de la trama golpista militar. Nada más lejos de la realidad. Al sector ideológico de la extrema derecha —léase Fuerza Nueva, Falange Española, Confederación de Combatientes y grupos afines— le pasarían completamente inadvertidos los instantes previos al 23-F. De hecho, no se enteraron hasta la irrupción de Tejero en el Congreso. Salvo quizá la excepción de Girón de Velasco por su vinculación con
El Alcázar
. No cabe duda alguna que de haberlo sabido o de haber contado con ellos, habrían participado con sumo entusiasmo en la operación. Pero decididamente se les mantuvo completamente al margen.

En el 23-F, los grupúsculos de ultraderecha no significaron absolutamente nada. Prueba de ello es que el diputado Blas Piñar estuvo todo el tiempo aislado y marginado de los asaltantes en el interior del hemiciclo. Y el hecho de que el único civil procesado fuera Juan García Carrés, no se debió a su conocida extracción falangista o a que estuviese operando con un grupo organizado, sino a que su amistad personal con Tejero lo situó en diversos escenarios —de algunos de los cuales, por cierto, lo invitaron a salir— y, sobre todo, por las cintas que esa larga tarde-noche-madrugada le grabó Laína durante las conversaciones que mantuvo con Tejero. Años después del 23-F, Milans del Bosch acusaría a Carrés de ser una persona que desvariaba, de tener una mente calenturienta y de inventarse las cosas.

Si hubo tramas en el 23-F, éstas no fueron de ultraderecha. Si se quiere buscar un protagonismo civil en el 23-F, habría entonces que mirar hacia los responsables de los partidos políticos parlamentarios que se pasaron el año de 1980 conspirando abiertamente contra Suárez y dinamitando al partido centrista. Especialmente desde las filas socialistas y, sobre todo, los
barones
y sus respectivas familias en el propio seno de la UCD. Muchos de ellos se embarcaron en una dinámica que iba mucho más allá de la pura y legítima confrontación política. Hasta llegar a asumir acuerdos de gobiernos de salvación u operaciones De Gaulle, cuya gestación inicial, su primera fase, estaba enfangada en la ilegalidad constitucional. Por el contrario y en sentido propio, en la operación del 23-F convergieron una serie de fuerzas, grupos, partidos e instituciones dispares para un mismo fin. Con independencia de que unos u otros lo supieran o fueran conscientes de su alcance o papel.

La actividad de algunos partidos y de sus mentores pareció recordar actuaciones rancias de épocas pasadas, felizmente superadas, que tan ricas fueron para la historia de los pronunciamientos y del golpismo nacional. Al conmemorase los XXV años de la coronación de don Juan Carlos, Sabino Fernández Campo señalaría en un artículo el viejo regusto de ciertos políticos por incitar a los militares. «Y tal vez, me atrevo a imaginar —escribía Sabino— ejercicios peligrosos de civiles a quienes, siguiendo la tradición de los “pronunciamientos” en la Historia de España, les gusta jugar con fuego para impulsar la actuación militar y conseguir “cambios de timón”, aunque luego la marcha de las cosas tome un rumbo imprevisto y no puedan aprovecharse los beneficios pretendidos.»
[62]
El ex jefe de la Casa del Rey sabía bien de lo que hablaba. Él también había tenido su parte de protagonismo. Y no pequeño, por cierto.

Tras el fracaso del 23-F, la clase política en general se dedicó a realizar un notable ejercicio de ocultación. El líder de la izquierda socialista, Pablo Castellano, sería testigo de cómo en el PSOE «se hizo el silencio muy rápidamente» cuando circulaban intensos rumores de que miembros de la ejecutiva del partido habían ido mucho más allá de un simple «coqueteo o galanteo con alguno de los marciales ofertantes de soluciones «constitucionales». Castellano lo dejaría escrito así: «Muchos años después, no sé si atando bien cabos o deslindando redes, sigo teniendo la convicción de que, además de la llamada trama civil integrista y de la trama militar golpista, hubo una trama de conspiradores de “salón de sesiones”, unos sentados en sus escaños y otros con cara de póquer, mirando a la pared en alguna saleta aledaña.»
[63]

Efectivamente, luego del 23-F, muchos de los ilustres políticos que se habían contaminado con la operación, giraron la cabeza hacia otro lado y se pusieron a silbar. Después, y en un buen ejercicio de disimulo y de notable hipocresía, se lanzaron a la calle en apoyo de la democracia detrás de una pancarta. Con más valor, pudieron haber intentado explicar que aquel golpe blando era una cirugía necesaria —si es que con esa convicción se habían embarcado— en defensa del sistema de libertades, la Constitución, la democracia y la corona. Aunque a algunos de los protagonistas visibles de la asonada el cuerpo les pidiera otra cosa, tal y como ocurriría después.

Precisamente ésa fue la magia que hicieron posible los Calderón y los Cortina, al hacer confluir mundos absolutamente antagónicos en un mismo objetivo. Consiguieron sumar instituciones del Estado y significados demócratas responsables de los partidos parlamentarios de raíz conservadora, liberal, progresista y de izquierda, con elementos antidemócratas, y militares leales a la corona y fieles en el recuerdo a Franco. Todos en un mismo paquete para satisfacer las exigencias de cada cual. Desde quienes en el Ejército estimaban la vía de un golpe, hasta los que llegaron a aceptar como última solución una salida forzada traumática, pero asumible, pasando por los partidarios de dar una «lección» a la época de desgobierno de Suárez y, en lo militar, a Mellado. Y a la vez, proscribir de los usos políticos alocadas aventuras de futuro incierto y peligroso. Un efecto vacuna. Únicamente un servicio de inteligencia, una institución del Estado que extiende su influencia sobre todas las demás y en el conjunto de la sociedad, dotado de las soberbias y astutas mentes de aquel equipo directivo, pudo hacer viable tan compleja conjura.

XII.
EL MOMENTO DECISIVO DEL REY

¿Cuál fue el momento decisivo del rey en la jornada del 23 de febrero de 1981? Porque hubo un momento decisivo para don Juan Carlos aquella tarde-noche. Pero, ¿cuál fue? El 23-F, el monarca vivió muchos instantes intensos, llenos de zozobra, inquietud, angustia, duda y temor. Todo ello se dio en la figura real. A un tiempo o prolongadamente. Y quizá el rey quisiera liberar gran parte de aquella presión cuando salió al jardín de Zarzuela, ya cayendo la noche, para romper a llorar y soltar tensiones. «¡Dios mío, qué fuerzas he desatado!», se dijo posiblemente con amargura. Porque es verdad que si alguien tuvo el peso de España sobre sus espaldas aquel día, ése fue el rey. Sí, esa frase la pronunciaría Tejero durante el juicio de Campamento. Pero no fue más que una
boutade
del teniente coronel. El problema es que llegó a creérselo o se lo hicieron creer personajes excéntricos del tipo García Carrés. Y por eso se salió del papel que tenía asignado para terminar rebelándose contra los dos jefes a los que había aceptado como tales en la operación. Aunque no estuvieran en su escala de mando natural. No, el 23-F fue el rey la persona que llevó ese peso todo el tiempo. Al menos, desde el inicio de la operación hasta su resolución y fracaso.

Hay quien ha escrito (y parece que se lo ha creído) que el rey dio el contragolpe a los 15 minutos de la entrada de Tejero en el Congreso. Y establece ese tiempo —15 minutos— para aseverar que fue lo que duró el triunfo del golpe. No más. Medidos así, con toda precisión.

Porque después de tan efímeros minutos de «gloria», a las 18.45 (minuto arriba minuto abajo, concedamos eso) el monarca neutralizó a los golpistas. Y la fiesta se acabó. ¿De verdad fue así? ¿O se trata de otra
boutade
más? Ya lo hemos analizado en la introducción y en el capítulo segundo. Pero si alguien se cree seriamente eso, ¿podría aportar un dato, un solo dato, que lo corrobore y contraste? Sólo un hecho, no más, para sostener con rigor tal afirmación.

Claro, quienes a estas alturas estén pensando todavía en el 23-F como un pulso sostenido entre involución y democracia, están perdidos o siguen igual de perdidos que lo han estado tantos intoxicados por la propaganda oficial u oficiosa, y políticamente «conveniente», luego de fracasado el 23-F. Y seguramente necesitan ajustar esos comportamientos como sea para que puedan calzar y explicar de mala manera unos hechos que, dentro de tales análisis, serán siempre inexplicables. Por mucho que lo intenten. Pero el 23-F no fue nada de eso o yo estoy convencido de que no fue nada de eso. Al menos, eso es lo que estoy tratando de aclarar en esta obra.

No, yo no creo que don Juan Carlos diera el contragolpe a los 15 minutos de iniciarse la operación. En absoluto. ¿Cómo iba a dar el contragolpe a una operación que había demandado que se la dieran hecha, a una acción que le venía exigiendo la práctica totalidad de la clase política, se diga lo que se diga, para corregir los desatinos de un alocado y suicida proceso reformista? No sólo carece de sentido, sino que no es cierto. Por el contrario, el rey esperó a que Armada culminara con éxito el objetivo final de la operación diseñada bajo el nombre de Operación De Gaulle. ¿O es que acaso no fue ése el objetivo último de la operación, de acuerdo con el guión trazado? ¿Y se llevó a cabo? Sí; entonces, ¿dónde estuvo el contragolpe real?

Quizá debamos insistir algo más en ello. Dentro de la tesis del golpe «involucionista», se me podría contraargumentar que naturalmente el rey sí que dio el contragolpe e hizo fracasar el 23-F por tres decisiones: al impedir que Armada fuera a Zarzuela, objetivo fundamental de los golpistas; al neutralizar la salida de la Acorazada y obligar a las pocas unidades que ya lo habían hecho a regresar a sus bases, quedando éstas acuarteladas, y al frenar en seco los ánimos de los militares progolpistas y díscolos. Desde mi punto de vista, no dejaran de ser intentos extravagantes de explicar lo inexplicable. En definitiva, coartadas insostenibles a la luz de los hechos, que siempre serán inmutables, por mucho que se les siga retorciendo.

Si bien es cierto que Armada no fue a Zarzuela, pese a que la primera llamada del rey, nada más asaltar Tejero el Congreso, fue a él para pedirle que se desplazara a palacio, porque así ambos lo habían convenido previamente, y porque ésa era también la opinión de todos los colaboradores y ayudantes que había en aquel instante junto al monarca. De todos, salvo la de Sabino, que sería la que finalmente se impondría. Pero no porque sospechara de Armada. En absoluto. ¿Cómo Sabino iba a sospechar de alguien de quien ya sabía con antelación que ese día sería investido presidente de gobierno? Demasiadas rastas para rizar el rizo.

Vuelvo a insistir en lo que ya he dicho en el capítulo II. El secretario del rey quiso extender un manto de protección sobre el monarca al saber por Juste que los nombres de don Juan Carlos y de Armada circulaban con profusión, juntos y unidos, en la operación desencadenada. Y Sabino entendió que era conveniente preservar al rey del contacto directo con Armada en ese momento. Por eso, y porque al secretario le molestaba que la llegada de Armada a Zarzuela le anulase en sus funciones. Lo que seguramente así habría ocurrido de haber estado Armada en palacio. Aquello no fue más que una intuición del secretario, que el rey le echaría en cara instantes antes de recibir a los líderes políticos, la tarde del veinticuatro de febrero: «¡Y mira que si te has equivocado!»

También es cierto que las pequeñas unidades de la Acorazada que habían llegado a tomar la radio y la televisión, se retirarían una hora después, así como que el resto de regimientos que ya habían salido, regresaron a sus bases, y que todos los efectivos de la unidad más potente del ejército quedaron acuartelados. ¿Esto hizo o contribuyó al fracaso de la operación? En absoluto. ¿Por qué se hizo entonces? La primera y principal razón fue que su presencia en las calles no era necesaria. La exhibición de las armas ya se había hecho con el asalto de Tejero al Parlamento, y con el bando y la salida de las unidades en Valencia. Y Milans del Bosch era el encargado de sostener la acción de Tejero hasta la resolución de la operación en su segunda fase. Además, no se debía traspasar al Ejército el protagonismo del SAM, el acto de la rebelión. Ése era el papel otorgado a Tejero y a sus capitanes de la Guardia Civil.

Una pequeña exposición de fuerza sí, pero luego todos obedeciendo órdenes disciplinadamente. Hasta el gobierno Armada. Después, todas las acciones del Ejército se explicarían perfectamente bajo la disciplina y el acatamiento del orden constitucional. Incluido el bando y la actitud de Milans del Bosch, que, no se olvide, se cursó ante el «vacío de poder en Madrid» y a la «espera de las órdenes del rey». Y eso fue lo que hizo en todo momento el capitán general de la III Región Militar. Permanecer y estar a las órdenes del monarca. Y respecto de la toma de la televisión, sería el propio Armada quien a petición de Mondéjar, solicitaría a los escasos efectivos que habían alcanzado la televisión, que se retirasen, porque ni a Mondéjar ni a nadie de Zarzuela les estaban haciendo caso los jefes del regimiento Villaviciosa 14. Y ni que decir al capitán general de Madrid. El jefe de la Casa del Rey le pidió a Armada que consiguiera que salieran de aquellas instalaciones porque quería que unos equipos de cámaras se desplazaran a Zarzuela para grabar el mensaje del rey. Y así lo hizo Armada.

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