23-F, El Rey y su secreto (22 page)

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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

El buenismo, la osadía, la ignorancia y la creencia de ser el máximo seductor de la escena, lanzaron a Suárez al abismo de la desvertebración y la deconstrucción nacional. Y no tanto porque restituyera los conciertos económicos forales a Vizcaya y Guipúzcoa, y la Generalidad a Cataluña. Quizás aquello fuese algo que había que hacer, pero sellándolo previamente con la garantía de un pacto previo de lealtad y de compromiso muy serio con el Estado. Así como que se pudiera llegar a conceder con el tiempo cierto tipo de preautonomía administrativa, jamás política, a ambas regiones. Cuando el presidente recibió a la llamada «comisión de los nueve» para exponerles cuál sería el marco de actuación y el desarrollo democrático, Jordi Pujol venía con la idea de que autonomía y nacionalismo no tocaba, y por eso les comentaría a sus colegas antes de entrar: «Bueno, de nacionalismo ni hablamos, ¿verdad?» Y para su sorpresa y la de los demás, Suárez se tiraría con todos, y él el primero, por el tobogán del abismo.

Las gravísimas iniciativas de Suárez no sólo estuvieron en la concesión de las preautonomías para Cataluña y el País Vasco, sino en lanzarse decreto en mano a crear otros tantos entes preautonómicos en Galicia, Aragón, Canarias, País Valenciano, Andalucía, Baleares, Extremadura, Castilla-León, Asturias, Murcia y Castilla-La Mancha, sin saber siquiera cuál sería el ámbito territorial de cada uno, ni de si Navarra quedaría absorbida en el País Vasco o cuál sería el encaje de Madrid. Ello lastraría gravemente el texto constitucional, induciendo a implantar el Estado de las autonomías, con lo que, a juicio del catedrático García de Enterría, «España se jugaba literalmente su propia subsistencia sobre la opción autonomista de la Constitución».

A la vez que se desmontaba con urgencia el aparato administrativo del Estado, el café para todos autonómico fue demostrándose suicida para la cohesión nacional. Lejos de frenar las ansias nacionalistas de catalanes, vascos y algunos reducidos grupos gallegos, despertaría el recelo y el personalismo en todas las demás regiones. De pronto, emergió el culto por los hechos diferenciales, y volvió a resurgir el caciquismo institucional que había quedado arrumbado en el arcano del olvido hacía mucho tiempo. El concepto España pasaba a ser inexistente. En octubre de 1979 se aprobaron los referendums de los estatutos de Guernica y Sau. La proporción del censo electoral que acudió a votar fue del 53 por ciento en el País Vasco y del 52 por ciento en Cataluña. Y en diciembre de 1980 se aprobaría el Estatuto para Galicia con una participación del 26 por ciento del censo electoral. Lo que índica el «entusiasmo» social que despertaba en España el proceso autonómico.

Suárez, inmerso en su fiebre autonomista, ni siquiera tuvo la preocupación de poner un techo legal. La Constitución de la República exigía el voto afirmativo de los dos tercios del censo electoral. Ninguna precaución al respecto se tomó. El gobierno cedió a las presiones de los nacionalistas vascos y catalanes, intentando absurdamente equilibrarlo con un proceso abierto y generalizado para todas las demás, en tanto que al mismo tiempo deseaba frenarlas y ralentizarlas. Pero Andalucía, tan nacionalista de toda la vida, quería ser igual, y un pintoresco ministro, Clavero Arévalo, tan nacionalista andaluz, pondría el grito en el cielo de la discrepancia en el seno del propio gobierno. Su comunidad tendría que estar dentro de la primera velocidad.

Por su lado, el nacionalismo vasco deseaba que Navarra quedara incorporada al Estatuto de Guernica, y forzó al gobierno a ello. Suárez quiso convencer a sus propios diputados navarros para que transigieran en su incorporación a Euskadi. También los socialistas vascos, partidarios entonces de la autodeterminación, querían igualmente arrastrar a Navarra hacia la nueva Euskadi política Sus líderes amenazaban con movilizaciones populares. Sólo la firmeza de los diputados centristas navarros evitaría que desde el primer momento el viejo reino se incorporase a Guernica. Suárez entregó al País Vasco un Estatuto muy superior al de 1936, sin lograr siquiera que los nacionalistas acatasen el ordenamiento constitucional. Lo que no impediría que Javier Arzalluz llorara de emoción, al tiempo que expresaba su compromiso así: «Quisiéramos aportar a los demás nuestro trabajo en la consecución de una democracia política y económica y llegar a ser, no un factor de desestabilización sino un factor de estabilidad».

La velocidad con la que se imprimía ritmo a la acción política era tan vertiginosa que los estatutos vasco y catalán se promulgaron antes de constituirse el tribunal de garantías constitucionales —el Tribunal Constitucional—, soslayando así la posibilidad de presentar un recurso previo de inconstitucionalidad, lo que de todas formas suprimiría el gobierno socialista años después. A juicio de diversos constitucionalistas, la vía libre para ambos estatutos pasó pisando la misma normativa constitucional, y sin que estuviera desarrollada la ley orgánica que debía fijar el marco de los referendums, y la regulación de las competencias financieras de las comunidades autónomas. Las opiniones de aquellos expertos constitucionalistas y administrativistas, que aseguraban que los citados estatutos eran inconstitucionales, no serían tenidas en cuenta en forma alguna. Y cuando el general Armada le hizo llegar al rey un informe elaborado por López Rodó sobre la inconstitucionalidad de los estatutos, fue después de que don Juan Carlos hubiera modificado su sintonía con Suárez.

El proceso autonómico de las nacionalidades fue creando también una preocupación creciente en las fuerzas armadas, cuyos mandos y cuya oficialidad se vieron muy sorprendidos por unas decisiones políticas que creían que en el futuro más inmediato tendrían unos efectos muy peligrosos para la cohesión nacional. Mellado realizó un considerable esfuerzo, haciendo pedagogía por todos los acuartelamientos para tratar de calmar unos ánimos cada vez más encrespados. Pero lejos de apaciguarlos, logró que el tono de malestar se elevara al de bronca militar, con enfrentamientos personales e insultos graves. El ejército percibía que el nuevo invento de la estructura nacional abría una grieta en la vertebración de España y en su cohesión social. Pero aquella irritación personalizada en Gutiérrez Mellado jamás llevó al ejército a la conspiración militar. Ni siquiera en grado de preparación o de inicio para la conspiración.

Desde el otoño de 1979, don Juan Carlos modificaría sustancialmente su actitud comprensiva y de apoyo inicial al desarrollo constitucional en lo tocante al término nacionalidades y autonomías. El proceso autonómico era un viaje muy peligroso. La audacia y osadía de Suárez improvisando tan aventurada travesía, sólo podía explicarse por su desconocimiento de la historia. Aunque no es menos cierto que se veía acosado por la izquierda socialista y comunista, que avalaba el derecho a la autodeterminación en una España plurinacional, por las reivindicaciones de los nacionalistas gallegos, vascos y catalanes, y por la línea editorial de varios medios de comunicación. Pero él, como presidente, debió ser más prudente. El rey, lejos ya de pedir aquella comprensión inicial a sus soldados, dejaría él mismo de mostrársela a la acción de gobierno en esta materia, y no cejaría de expresar su malestar. Así, no perdonaría el optimismo del presidente, quien siempre aseguraba que «todo iba bien» y llegaría a calificar la política autonómica de Suárez de «suicida», como ya se ha expresado.

Desenvolviéndose en el mar de la confusión, Suárez llegó a darse cuenta de que había que parar —racionalizar fue el término utilizado— el desarrollo autonómico, pero tampoco tendría ya fuerza para resistir las presiones que siguió recibiendo. Resueltas por la vía rápida las autonomías de las comunidades llamadas históricas, el gobierno decidió ralentizar el camino de las demás. La comunidad gallega aceptó retrasar un año su proceso. Sin embargo, voces andaluzas, apegadas al romanticismo de Blas Infante, el «padre de la patria andaluza», afirmaban su derecho histórico a la primera velocidad. Entre aquellas voces y de forma determinante sobresalía la del ministro Clavero Arévalo, uno de los grandes animadores del «café para todos», que conseguiría arrancarle a un Suárez vacilante la convocatoria de un referéndum para la autonomía andaluza, para dimitir al instante. El gobierno tomaría la insólita decisión de postular la abstención en el mismo, por lo que pagaría un alto precio político.

Entre las voces contrarias al proceso autonómico estaba la del político catalán Josep Tarradellas, sin duda alguna la más destacada por su personalidad y por su historia. Tarradellas había sido uno de los fundadores de la Esquerra Republicana de Catalunya. Agitador revolucionario, participó en la rebelión de la Generalidad de octubre del 34 contra la República, por lo que fue encarcelado. Tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero del 36, fue designado consejero de la Generalidad, desde donde trató de impulsar un plan de colectivizaciones al inicio de la Guerra Civil. Con la derrota absoluta del Frente Popular se exilió en Francia, donde fue nombrado presidente del inexistente gobierno catalán en 1954. Suárez lo rehabilitaría, nombrándolo presidente del gobierno preautonómico de Cataluña a su regreso del exilio en octubre de 1977. Su frase, pronunciada desde el balcón del palacio de la Generalidad ——«¡Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!»—, pasaría al registro de las frases más célebres de la transición.

Tarradellas regresó a España con un pensamiento muy maduro y muy diferente al de aquel joven revolucionario obligado al exilio por la derrota de las armas. Para él, Cataluña debía hacer una profunda autocrítica para entenderse e integrarse plenamente con el resto de España. Sin reservas, recelos ni victimismos inventados. Fue uno de los primeros en dar la voz de alarma del disparatado proceso autonómico global emprendido, porque España se estaba deslizando por una pendiente muy negativa y peligrosa. Para él se hacía necesario dar cuanto antes un «golpe de timón», expresión que repetiría con insistencia, y de la que Cortina sería un activo propagador. Afirmaba Tarradellas que igualar el proceso autonómico había sido un grave error de concepción histórica, que podía conducir a la catástrofe y a repetir dramáticas confrontaciones civiles. Señalaba que existía un alto riesgo de que la nación se desmembrase o el Estado se hiciera ingobernable. Para ello, era urgente que, sin fantasías peligrosas ni locas quimeras, se fijara un techo razonable a todas las comunidades; especialmente a la vasca y catalana, y éstas se comprometiesen en una unidad nacional indispensable. Para Tarradellas, «el federalismo en España sería un error». Suárez había llevado al país a tal grado de deterioro, aseguraba, que la situación ya no se podía arreglar más que con el uso del bisturí. O eso, o el progreso espectacular de las últimas décadas se arrojarían al cubo de la basura. Por eso estaba convencido de que «es inevitable una intervención militar».

IX.
ETA SECUESTRA LA DEMOCRACIA
Y EL GOBIERNO ESCONDE A LOS MUERTOS

Durante años, los actos de terrorismo, matanzas y asesinatos del nacionalismo vasco más fanático, fueron celebrados por igual por el PNV, PSOE y PCE. Para ellos, los etarras eran héroes y patriotas que luchaban contra la dictadura franquista y socavaban sus cimientos y fortaleza. En la transición, el Partido Nacionalista Vasco sería el beneficiario directo de las acciones terroristas de ETA, del terror y de los muertos. De aquel intenso horror también se nutriría la ideología nacionalista en general. En todos los lugares. De hecho, el terrorismo de ETA pasó a secuestrar el proceso democrático en la transición, condicionándolo de forma determinante. Secuestro que aún hoy día no ha terminado de resolverse, si bien es cierto que la situación ha ido cambiando sustancialmente. Su mayor logro durante el franquismo fue el asesinato del almirante Carrero Blanco. Cuando el 20 de diciembre de 1973, el coche del presidente voló por los aires, el futuro del régimen cambió de dirección. Desde ese día, el tránsito hacia la democracia, que también se hubiera alcanzado con Carrero, aunque por otras vías bien diferentes, se deslizaría por los caminos de la confusión, la improvisación y el aventurerismo ya analizados.

Como ya he comentado, la izquierda socialista y comunista regresó del exilio clamando por el derecho a la autodeterminación de los pueblos de España. Era la consecuencia de una enfermedad generada en la clandestinidad por contagio del nacionalismo. Nunca antes la izquierda revolucionaria socialista, ni la comunista sovietizada, habían tenido tal ósmosis de identidad con ideologías nacionalistas de extracción burguesa, reaccionaria y clerical. Desde el País Vasco, los herederos de aquella burguesía nacionalista presionaba para que el gobierno restituyera los conciertos económicos forales a Vizcaya y Guipúzcoa, suprimidos por el bando nacional durante la Guerra Civil. Dicha restitución vendría salpicada con el asesinato del presidente de la Diputación de Guipúzcoa, José María Araluce, sobre cuyo cadáver los terroristas escupieron enfatizando que habían «ejecutado a uno de los miembros más caracterizados de la línea dura de la dictadura». Tiempo después, sería asesinado también Augusto Unceta, presidente de la Diputación de Vizcaya.

El objetivo de Suárez era llegar a las primeras elecciones sin atentados. Para ello, miembros del Servicio Central de Documentación (SECED), el servicio de inteligencia creado por Carrero, venían manteniendo diversos contactos con las dos ramas de ETA, militar y político-militar, para alcanzar un acuerdo de «alto el fuego» circunstancial. Sobre la mesa de negociación, el gobierno ofrecía una tregua a la carta: tantos presos indultados por tantos días sin bombas ni asesinatos. Aquéllas fueron las operaciones Aitor I y Aitor II. La primera, llevada por oficiales de inteligencia del Ejército y comisarios de policía, y la segunda, a través de la mediación de un periodista vasco, José María Portell, director del periódico
la Hoja del Lunes de San Sebastián
, considerado simpatizante de ETA, y a quien la banda terrorista asesinaría en junio de 1978.

El escollo difícil e insalvable estaba en entenderse con las dos ramas terroristas. ETA político-militar se inclinaba por negociar. Para ella, lo primordial era conseguir sacar a sus más de setecientos presos de las cárceles y participar en el proceso político de la «democracia burguesa». Durante las conversaciones, se planteó la amnistía general por delitos políticos. El gobierno estaba dispuesto a tramitarla, pero resultó más conveniente retrasar ésta hasta después de las elecciones, ya en el marco de un nuevo parlamento democrático. No obstante, desde el primer decreto de amnistía del verano del 76, el gabinete centrista fue añadiendo paulatinamente medidas de gracia con nuevos indultos y con medidas de extrañamiento hacia un país extranjero, para aquellos a quienes se les había conmutado la pena de muerte, todavía vigente.

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