23-F, El Rey y su secreto (20 page)

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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

Y algún cargo de conciencia debió de arrastrar cuando en los años noventa le confesaría a su biógrafo que «siempre hay fallos». Pero que para él «lo importante era detener esa alocada marcha de varios centenares de miles de personas dispuestas a todo para recuperar un territorio ocupado por fuerzas extranjeras». ¿Miles de personas dispuestas a recuperar un territorio ocupado por fuerzas extranjeras? ¿De dónde sale eso? ¿Quién ha llevado al pensamiento de don Juan Carlos semejante disparate? La presencia e influencia de España en el Sáhara databa de varios cientos de años. Presencia consolidada y ratificada por los tratados internacionales suscritos por España a principios del siglo XX, cuando Marruecos pasó a ser protectorado y la presencia del sultanato marroquí en el Sáhara occidental era simplemente inexistente.

A Marruecos tan sólo se le reconocieron ciertos lazos que lo vinculaban con algunas tribus nómadas. El fallo de la Corte de La Haya así lo confirmaría. Contundentemente. ¿Fuerzas extranjeras? ¿A cuáles se refiere el rey? ¿Al Ejército de España? Aquellas fuerzas españolas estaban legalmente en un territorio, suyo hasta aquel momento, amparadas por los tratados internacionales. Y desde finales de los años sesenta, como potencia administradora de la población saharaui por mandato de las Naciones Unidas. ¿Recuperar un territorio? El enemigo que tenía enfrente España no eran los saharauis a los que estaba protegiendo, sino el ejército regular marroquí. Ésas sí que eran las verdaderas tropas extranjeras que pretendían no recuperar, porque no se puede recuperar algo que jamás se ha poseído anteriormente, sino anexionarse aquel territorio mediante la invasión y la fuerza.

El rey también se cuestionaba ante su biógrafo por lo que hubiera hecho Franco en su lugar. Y reconoce que por su naturaleza «africanista» el Caudillo «hubiese jugado fuerte pero sin empecinarse en una guerra colonial que nos habría costado la condena general». Es más que posible que tenga razón don Juan Carlos. Franco no se hubiera empecinado nunca en una guerra colonial, porque ésta jamás se hubiera dado en el pleno ejercicio de sus capacidades y su mando en el poder. Como así fue. Lo que ya es más discutible es la aseveración de que, de haberse abierto las hostilidades, «nos habría costado la condena general». ¿Se refiere el rey quizás a la de las Naciones Unidas, que había otorgado a España el mandato de potencia administradora y ordenado la celebración de una consulta de autodeterminación a la población saharaui sobre el destino del territorio?

Prosigue el monarca asegurando que «no se trataba en absoluto de abandonar nuestras posiciones precipitadamente», pero que no se podía disparar sobre gente que venía con las manos desnudas, y que «por lo tanto íbamos a negociar una retirada en condiciones perfectamente honorables». La realidad de los hechos dice absolutamente todo lo contrario: se abandonó precipitadamente el Sáhara, aquellos «voluntarios» no invadían con las manos desnudas, sino flanqueados por fuerzas regulares marroquíes, y para nada se negoció una retirada en condiciones perfectamente honorables, sino perfectamente humillantes.

Por último, ya sobre este pasaje del Sáhara, asegura el rey que después de su visita de ida y vuelta a El Aaiún, Hassan «suspendió definitivamente la Marcha Verde». En absoluto. No fue así. El viaje del príncipe fue el 2 de noviembre, y la invasión del Sáhara prosiguió hasta el 8 de noviembre, cuando el monarca alauita dio orden de pararla tras arrancarle a Carro la ignominiosa carta ya comentada. Nunca antes. Pero mal sabor de boca debió de dejarle a don Juan Carlos el asunto del Sáhara, pues además de querer autoconvencerse de que «en el plano militar El Aaiún fue un éxito» —palabras que debería explicar, o matizar en qué sentido lo fue—, arroja lastre en el aspecto político al afirmar que «en el plano político es evidente que se hubieran podido hacer mejor las cosas. Pero los que se ocupan de la política son los políticos, no yo».

Es claro que los reyes nunca cometen errores, pues para asumir éstos siempre hay otros que penen con ellos. Caso de Armada o de Milans del Bosch, por ejemplo. Pero el rey debería recordar que como príncipe había asumido la Jefatura del Estado en funciones con todos los poderes de Franco, que eran absolutos, y que por lo tanto en aquel tiempo tenía capacidad legal para gobernar, legislar y dictar leyes. Y eso es lo que hizo durante unos años. Formalmente, el rey gobernó y ejerció la política como motor del cambio hasta el año 78. Posteriormente, y a raíz del pacto constitucional, diluiría aquellos máximos poderes en la Constitución, para quedarse con las confusas figuras del poder moderador y arbitral, además de ser jefe de las fuerzas armadas —en la realidad más simbólico que real— y con la representación de la Jefatura del Estado, por ser rey.

En el conflicto del Sáhara, está muy claro por qué intereses apostó Hassan. Por los suyos. Igualmente fueron muy visibles los intereses que defendió la administración norteamericana: su influencia en la zona y el decidido apoyo a su más firme aliado en el Magreb. Pero, ¿cuáles fueron los intereses que protegió España? ¿Los de los saharauis que tenía por mandato de la ONU? ¿Los suyos propios para apuntalar su influencia en la zona? ¿Preservar mejor las Canarias? ¿Blindar las ciudades de Ceuta y Melilla de la depredación marroquí? ¿Defender sus inversiones y la explotación de los fosfatos? ¿Asegurarse una permanencia digna y justa en el banco pesquero sahariano? ¿Hacerse respetar por Marruecos, su adversario histórico y natural? ¿Fueron ésos los intereses que abanderó España? ¿O al final sirvió a los intereses de Marruecos, Estados Unidos y Francia, por tan magnífica debilidad?

La muerte de Franco, luego de una espantosa agonía, dio paso al retorno de la monarquía. El 22 de noviembre de 1975 volvía a instalarse en la Jefatura del Estado una cabeza coronada. Había transcurrido un paréntesis de cuarenta y cuatro años desde la caída de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931. Don Juan Carlos fue ungido de los mismos poderes del dictador. Jamás antes en la historia, ni reyes ni validos ni gobernantes dispusieron de semejantes poderes personales. El colapso de la República, la terrible y dramática Guerra Civil, las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, junto a la excepcionalidad de la dictadura franquista, lo hicieron posible.

El primer y más sólido apoyo que recibió el rey fue el de las fuerzas armadas, cumpliendo la última orden hológrafa del testamento —así la entendieron— de quien hasta entonces había sido su Capitán General. El propio don Juan Carlos reconocería posteriormente sin reserva alguna que «si después de la muerte de Franco el ejército no hubiera estado de mi parte… otro gallo hubiera cantado». Al rey le preocupaba profundamente el haber jurado por dos veces los Principios Fundamentales del régimen. Y parecía que eso le ataba, cuando su deseo era soltar amarras y desembarcar en la orilla democrática. Pero no sabía cómo hacerlo. Y el problema añadido es que casi nadie en el sistema parecía saberlo tampoco; excepto su antiguo preceptor y nuevo presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, y el liberal de gestos autoritarios Fraga Iribarne.

La primera cuestión que se planteó el rey fue la formación de su primer gobierno. ¿Qué debía hacer? ¿Ratificar al que había o formar uno nuevo? Su primer impulso le pedía cambiar de presidente. Con Arias no sólo no se entendía, rechinaba. Algunos asesores, que esperaban su momento, le animaban al cambio, pero otros muchos le decíanque los primeros pasos debían ser muy prudentes. Ése era también el criterio de la mayoría de jefes de Estado y de gobierno que acudieron a arroparle tras su coronación. El presidente de Francia, Giscard d’Estaing, le aconsejaría delante de Armada que «ahora vayan con cuidado. La evolución, muy despacio,
doucement
. Es difícil luego dar marcha atrás». Y especialmente Kissinger, el gran protector, le recomendaría que ratificara a Arias, de quien pensaba que era «un hombre bastante decente» y «probablemente muy bueno para la etapa de la transición». Lo fundamental ahora, decía el secretario de Estado es que «mantengan la fortaleza y la autoridad del Estado por encima de todo.»

Don Juan Carlos ratificó a Arias pese a que el cuerpo le pedía lo contrario. En el nuevo gobierno, además de Areilza, Fraga y De Santiago como núcleo duro, figuraba de tapado el joven seductor Adolfo Suárez. Todo era ya cuestión de tiempo, de ver cuál sería la duración de aquel gabinete. Arias era un personaje taciturno, de arranques coléricos, atado a sus lealtades pasadas y aturdido en la forma y manera de ir abriendo el régimen hacia nuevas formas de participación política. Tenía voluntad de acometer reformas. Entendía, como casi todos, que la continuación del franquismo sin Franco era un imposible metafísico. Pero su «espíritu del doce de febrero» se había evaporado en el tiempo, y sus nuevas propuestas eran boicoteadas incluso desde Zarzuela.

Lo peor de todo estaba en que don Juan Carlos no quería entenderse con él. Ni intentarlo siquiera. Su malestar venía desde aquel momento en que, siendo príncipe, Arias se había dirigido a él llamándole «niñato». Con Franco moribundo, le presentó la dimisión, dándole una palmaditas en las rodillas e instándole a que formara una dictadura militar. Aquel día, don Juan Carlos lloraría de rabia rogándole que no dimitiera. Y ya como rey, Arias le dijo con dureza durante una discusión que él era republicano. Alfonso Armada me habló un día de aquellos hechos:

El rey estaba decidido a no seguir manteniendo a Arias. Un día le dijo que él era republicano. Eso le había molestado muchísimo. Siempre me pregunté qué necesidad tuvo Arias de decir aquello. Tampoco había olvidado la dimisión extemporánea que Arias le había presentado cuando supo que había enviado a Díez Alegría a París. Franco se estaba muriendo y el príncipe era jefe de Estado en funciones. El príncipe se enteró a través de Luis Gaitanes que su padre estaba preparando un manifiesto en París para hacerlo público tan pronto como muriese Franco. En él iba a reclamar sus derechos al trono y apelar al Ejército para que lo coronasen a él. Había que parar el manifiesto. Don Juan Carlos habló con los ministros militares y todos de acuerdo comisionaron al general Díez Alegría, que había sido jefe del Estado Mayor, a que transmitiera a don Juan un mensaje del príncipe: «Vete a París y habla con mi padre para que no saque el manifiesto. Convéncelo de que el Ejército apoya mi sucesión. Que no lance el manifiesto.» Arias se enfadó mucho cuando se enteró y le presentó al príncipe la dimisión dándole unas palmaditas fuertes en la rodilla. Aquel día el príncipe lloró y tuvo que rogarle que no dimitiera. Don Juan Carlos nos lo contó después a Mondéjar y a mí. Luego, todos estuvimos tratando de convencer a Carlos Arias de que no debía dimitir. El príncipe, la princesa, Torcuato, Mondéjar y yo.
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El rey estaba quemado con Arias. No le interesaba nada saber si el viaje juntos era hacia alguna parte. No lo quería hacer con él. Y preparó el camino para forzar su dimisión o cesarlo. En la primavera de 1976, encargó a Manolo Prado que le publicaran unas declaraciones en
Newsweek
. La andanada contra el presidente era directa: «Arias es un desastre sin paliativos». El hecho de que don Juan Carlos se desmarcara diciendo que debía haber sido una interpretación del periodista, y que se prohibiera la distribución de la revista, no impidió que tuviera un gran impacto entre la nomenclatura del régimen.

El último escollo a salvar estaba precisamente en Kissinger. El rey ya tenía decidida la designación de Suárez y quería tener la complacencia —el nihil obstat— de la administración norteamericana. En junio voló a Washington con la excusa de la firma del Tratado de Amistad. Kissinger seguía pensando que Arias lo estaba haciendo bien, que era el hombre necesario para aquel momento, al tiempo que tenía muy poca opinión de Suárez y ésta era más bien mediocre, pero por encima de todo estaba la solidaridad con el rey de España. Y la salvaguarda de los intereses norteamericanos. En un informe a Ford le expresaba que «nuestro propósito con esta visita es demostrar nuestro pleno apoyo al rey como la mejor esperanza para la evolución democrática con estabilidad que protegerá nuestros intereses en España». En el informe, también reconocía que «uno de los propósitos del viaje era reforzar la autoconfianza del rey y acrecentar su determinación».
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No era necesario que Kissinger fuera más explícito: el rey había obtenido el placet para los cambios que se proponía.

El 3 de julio de 1976, Adolfo Suárez asumió la presidencia del gobierno. Instantes antes, Torcuato, que también era presidente del Consejo del Reino, declaraba: «estoy en condiciones de ofrecer al rey lo que me ha pedido». Así comenzaría un tiempo de perfecta sintonía entre don Juan Carlos y Suárez. La relación se había iniciado una década antes, cuando un joven y ambicioso gobernador civil de Segovia había tenido la oportunidad de entregar un ramo de flores a los príncipes en una visita privada a la ciudad. Después, Suárez se dedicaría por entero a labrar la mejor imagen de los príncipes desde la dirección de la televisión. Era el tiempo en el que le decía a Armada: «¡Tú eres un cochino liberal!» Entonces, aquel político, avispado y listo, teñido aún de azul, apostaba de lejos por el futuro; mejor dicho, por su futuro. Y trabajándolo, supo ganarse la complicidad del futuro rey.

Entre Suárez y el monarca surgirían de inmediato unas puras sinergias de identidad, sincronía y compromiso, caracterizadas por un similar espíritu aventurero y un notable desconocimiento de la pequeña y de la gran política nacional e internacional, que los lanzaría en línea recta y con el acelerador a fondo hacia un proceso de cambios y de reformas, aunque ninguno de los dos supiera con certeza cuál sería el camino a seguir y, menos aún, si el objetivo a alcanzar —establecimiento de la democracia— se conseguiría con un Estado fuerte y consolidado o, por el contrario, muy debilitado. En adelante, Suárez demostraría con desparpajo que su deambular por la política podía pasar por todas las ideologías; desde la pseudofalangista con ribetes opusdeísticos y la democracia cristiana más castiza, hasta querer disputarle el territorio a la izquierda socialista. Con todo merecimiento, se venía arriba reafirmando su autoestima diciendo de sí mismo: «Yo soy un chusquero de la política». Aquella asociación se mantendría férreamente unida hasta el otoño de 1979. Después empezarían a anidar las dudas en don Juan Carlos, hasta intuir serios riesgos y peligros para la estabilidad del sistema democrático y de la corona; es decir, de su propia persona.

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