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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

23-F, El Rey y su secreto (16 page)

La tutela que Estados Unidos ejercía implícitamente sobre el proceso de la transición española también haría que la administración Ford se pronunciara al respecto. El secretario de Estado Kissinger no era nada partidario de que los comunistas entraran en el proceso democrático inmediatamente. Había que darles largas o, incluso, no legalizarlos nunca, como en la República Federal de Alemania y ni que decir en la propia Norteamérica. A su juicio, la presencia de los comunistas «podría no ser compatible con la tranquilidad de España». Así se manifestaba ante sus colegas europeos y de la Alianza Atlántica, en cuyo seno se alzaban algunas voces partidarias de incluirlos cuanto antes, porque pensaban que para la credibilidad del establecimiento de la democracia en España era una condición sine qua non. De ahí que en junio de 1976 Kissinger le dijera con toda franqueza a José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores en el gobierno Arias, que «no vamos a decir nada si ustedes se empeñan en legalizar el Partido Comunista, pero tampoco les vamos a poner mala cara si lo dejan ustedes sin legalizar unos años más».

En diciembre del 76, el rey envío a Washington a Manolo Prado y Colón de Carvajal, quien entre sus poliédricas misiones no se encargaba sólo de llevar felizmente las finanzas reales. Prado fue con el encargo personal del rey de obtener igualmente el «placet» para la legalización del Partido Comunista. Kissinger volvería a mostrar sus conocidas reservas y reticencias. Pero no impondría su negativa, dejándolo en manos de la última decisión del rey Juan Carlos y del presidente Suárez. «Como secretario de Estado —le insistiría a Prado— debo decirle que desde nuestro punto de vista la situación legal del Partido Comunista es un asunto español. No somos nosotros quienes debemos decidirlo, ni podemos manifestarnos al respecto. Pero hablando como politólogo, en mi opinión, cuanto más pueda desarrollarse el sistema internamente antes de introducir ciertos cambios, mejor estarán. Dejen que el sistema se estabilice por sí solo. No creo que necesiten al Partido Comunista para hacerlo. Si yo fuese el rey, no lo haría. Demostrarían su fortaleza al no hacerlo. Tendrán un espectro político y de opinión totalmente normal sin ellos. La izquierda chillará, pero chillará de todas formas.»
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La llegada de Jimmy Carter a la Casa Blanca en enero de 1977 iba a modificar la postura de la administración norteamericana al respecto. Los nuevos aires de la administración demócrata sostenían ahora que Kissinger había exagerado interesadamente la amenaza comunista en la Europa Occidental. El nuevo secretario de Estado, Cyrus Vance, no veía tan amenazadora la presencia eurocomunista en España. Su posición, más abierta y pragmática, daría vía libre a la legalización de los comunistas.

A finales de febrero de 1977, Suárez ya había tomado la firme decisión de entrevistarse personalmente con Carrillo. Hasta ese momento había ido dando instrucciones al abogado José Mario Armero, quien se había entrevistado en varias ocasiones con Carrillo y alguno de sus colaboradores más cercanos. Pero ahora pensaba que la situación exigía que él tomase directamente las riendas del asunto en sus manos. Para ello, había despachado la cuestión con el rey, que naturalmente estaba de acuerdo. Y confidencialmente había puesto sobre aviso a algunos ministros y altas personalidades del Estado. Su vicepresidente civil Osorio sería uno de los más reticentes, aconsejando a Suárez que no pactara unilateralmente la legalización del PCE.

Previamente, debía conseguir que Carrillo aceptara la resolución del Tribunal Supremo. Suárez, en principio, se mostraría conforme. Fernández Miranda, su mentor ya por poco tiempo, se sobrecogería sobremanera. Estaba convencido de que el presidente iba a cometer un disparate. Si ese encuentro trascendiera, sus consecuencias serían gravísimas para el gobierno y para la corona. El momento era de una relativa tranquilidad después de la matanza de Atocha, y de que dos semanas atrás hubieran sido liberados de los GRAPO, en una brillante operación policial, el general Emilio Villaescusa y Antonio María de Oriol. Esta fracción comunista-terrorista de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre, había secuestrado a Antonio María de Oriol, presidente del Consejo de Estado y miembro del Consejo del Reino, a mediados de diciembre de 1976, y al teniente general Emilio Villaescusa Quilis, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, a finales de enero de aquel año de 1977.

El domingo 27 de febrero, Carrillo y Suárez se fundieron en un cordial abrazo en Villa Ana, la residencia del abogado Armero, situada en la localidad madrileña de Aravaca. Armero había recogido en su coche al presidente en el complejo de la Moncloa, en tanto que Ana, su mujer, había hecho lo propio con el dirigente comunista. A lo largo de seis horas, cena incluida, Suárez y Carrillo hablaron sin reservas de todas las grandes cuestiones políticas. El propósito del presidente era convocar elecciones generales hacia la mitad de junio. Serían las primeras democráticas después de 41 años. Y su propósito era conseguir que el Partido Comunista participase también en el proceso electoral. El momento oportuno para legalizar el partido lo escogería él. A cambio, el PCE tenía que declarar públicamente que aceptaba la monarquía, la unidad de España y la bandera.

Carrillo le dijo que sí a todo, obteniendo permiso gubernamental para celebrar en los siguientes días una cumbre euromediterránea en Madrid, a la que asistirían Georges Marchais y Enrico Berlinguer, líderes de los partidos comunistas de Francia e Italia, respectivamente. Así de fácil fue aquel encuentro entre Suárez y Carrillo, quienes luego se entenderían a la perfección, hasta incluso llegar al compromiso de hacer un gobierno de coalición en los peores momentos de la descomposición de UCD y del nirvana autista del presidente. De hecho, aquel encuentro pondría también el sello a la ruptura pactada. El 1 de abril, fecha conmemorativa del triunfo absoluto de las armas de Franco en la Guerra Civil, el Consejo de Ministros aprobó por decreto ley la desaparición de la Secretaría General del Movimiento, la cáscara ya vacía de la estructura política del franquismo, que, sin embargo, serviría a Suárez para organizar territorialmente el collage de la naciente UCD.

La inhibición del Tribunal Supremo respecto de la inscripción del Partido Comunista, devolvería al gobierno esa patata caliente para que fuera él quien tomase la decisión de su legalización. El lunes 4 de abril de 1977, se inició la Semana Santa con la salida de millones de españoles hacia los lugares de descanso escogidos. Ese día, Suárez planteó a parte de su equipo de colaboradores más estrechos la inmediata legalización del Partido Comunista. Estaban presentes Martín Villa, Landelino Lavilla, Alfonso Osorio, el general Gutiérrez Mellado e Ignacio García, que seguía siendo el ministro del Movimiento ya sin movimiento. Al vicepresidente Alfonso Osorio le preocupaba profundamente la reacción que pudieran tener los militares ante la medida: «Cuidado, no nos juguemos la corona». Oír eso no le gustaba nada al presidente. Gutiérrez Mellado trataba de tranquilizar a todos asegurándoles que no se debían de preocupar tanto por el Ejército. Ése erasu ámbito y podían estar tranquilos. Él sabría como manejarlo. Por la noche, Suárez telefoneó a Osorio para informarle que Mellado ya había hablado con los jefes de Estado Mayor. Todos comprendían la decisión política, aseguraba.

Al día siguiente, el presidente volvería a insistirle en que Mellado había informado a los ministros militares y de nuevo a los jefes de Estado Mayor. La decisión no les gustaba, aunque la aceptarían por inevitable. El Sábado Santo, 9 de abril, Suárez tenía en su despacho un dictamen favorable de la junta de fiscales del Tribunal Supremo. Y sin pérdida de tiempo le ordenó a Martín Villa, ministro del Interior, que inscribiera al Partido Comunista en el registro de partidos. La televisión y las emisoras de radio informaron de inmediato. Los periódicos lo harían a toda plana al día siguiente, domingo. La sorpresa fue general. Y Suárez siguió asegurando a Osorio y a los demás, incluido el rey, de que el «Ejército va a estar tranquilo».

Aquel deseo de tranquilidad se tornaría de hecho en una situación explosiva. Las fuerzas armadas estallaron, llenas de indignación, desatando unos durísimos ataques contra Adolfo Suárez y Gutiérrez Mellado. La cadena de mando militar no había sido advertida, ni avisada, ni prevenida, ni informada ni, mucho menos, consultada con antelación. Y no se trataba de los sectores castrenses más ultras, como se ha venido manteniendo, sino de todo el colectivo castrense. El rey, por su testimonio a su biógrafo Vilallonga, asegura que le dijo a Suárez: «Tenemos que obrar sin herir la susceptibilidad de los militares. No tenemos que darles la impresión de que maniobramos a sus espaldas».
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Suárez le reafirmó por tres veces a Osorio que Mellado había hablado con los ministros militares y con los jefes de Estado Mayor. Y éste pontificó que la parcela militar era asunto suyo y que ya estaba arreglado.

Después Mellado insistiría en diversas declaraciones, sobre todo tras el 23-F, en que había hablado con los militares informándoles de que el presidente estaría en su despacho para aclararles los motivos. No era cierto. Los ministros de uniforme y los altos mandos desmentirían uno a uno haber sido informados o avisados. La milicia se enteró por la radio y la televisión. ¿Por qué se hizo así? Seguramente porque Suárez prefirió asumir el riesgo de enfrentarse con la irritación militar —tras la reunión de septiembre del 76, enfatizaba que los tenía en el bote—, a verse engatillado entre dos fuegos si éstos se negaban en firme. Con ello, nunca estuvo más cerca la transición de una asonada militar. El engaño los llenó de cólera y el rey tuvo que actuar de apagafuegos para serenarlos. Y prácticamente sin hacer nada. Únicamente porque Franco le había puesto en el trono y había pedido a aquellos soldados que cerraran filas en torno a don Juan Carlos. Por nada más. Tenía toda la razón Santiago Carrillo cuando le afirmó a Tom Burns Marañón que «la autoridad que tenía el rey sobre los militares que podían sublevarse no se la daba al rey el hecho de ser constitucional, sino el hecho de haber sido puesto por Franco».
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Los tres ministros militares regresaron a Madrid de inmediato y tomaron la decisión de salir del gobierno, de presentar su dimisión. El rey decidió atajar la delicadísima situación que se avecinaba, citando a despacho a los tres ministros. El general Franco Iribarnegaray, titular del ministerio del Aire, fue convocado a Zarzuela a una audiencia urgente el lunes 11 por la mañana. El rey conseguiría convencerle de que no presentara la dimisión para no abrir una grave crisis institucional. El ministro acataría disciplinadamente la petición real y no convocaría siquiera el Consejo Superior Aeronaútico. El ministro de Tierra, Álvarez-Arenas, también despacharía con el rey a continuación. Pero en esta ocasión, la reunión sería tensa y emocional. No obstante, don Juan Carlos conseguiría que no presentara su dimisión, pero no pudo frenar la convocatoria para el día siguiente del Consejo Superior del Ejército, aunque sí que el ministro se pusiera inesperada y oportunamente «enfermo» para no asistir al consejo, no fuera que los generales en bloque le forzaran a que dimitiera en aquel acto.

El almirante Gabriel Pita da Veiga, ministro de Marina, sería el único que se mantendría firme. El rey no consiguió que se retractara. En la memoria de los marinos se mantenía vivo el asesinato de la mayor parte de los jefes y oficiales al inicio de la Guerra Civil. Pita da Veiga, arropado por todos los mandos de la Armada, escribiría una durísima carta a Suárez presentándole su dimisión irrevocable y anunciándole que la repulsa era tan general, que ningún jefe en activo de marina se prestaría voluntariamente a sustituirlo. Curiosamente, el almirante Pita tenía un perfil liberal en los ambientes políticos y periodísticos. Suárez y Mellado comprobaron que lo afirmado por Pita era cierto: nadie en la Armada se prestaba a sustituirlo. Pero al cabo de numerosas consultas, conseguirían que el almirante Pascual Pery Junquera, que estaba en la reserva, se prestara a sustituir a Pita. Hacía algunos años que Pery y Pita estaban enfrentados.

En la reunión del Consejo Superior del Ejército del martes, día 12, se oyeron más que palabras de indignación. Ante la «oportuna» afección del ministro Álvarez-Arenas, presidió el consejo el general Vega. Todos los capitanes generales arremetieron sin recato contra Suárez y Mellado en intervenciones incendiarias. Hasta el insulto. La familia militar se sentía traicionada. Vega, que pasaba por ser de lo más liberal, tampoco se quedaría atrás. La quiebra de las relaciones entre el ejército y el gobierno era una realidad. Al día siguiente, el ministro, ya restablecido, también «oportunamente», tenía sobre la mesa de su despacho la minuta completa de lo tratado. Había que hacer una nota suavizando algo los términos para enviarla a toda la cadena de mando. El teniente coronel Federico Quintero, entonces en la secretaría militar, dictaría en presencia del ministro la nota oficial. En el momento en el que se estaba refiriendo a la reacción que el consejo superior deseaba que tuviera el gobierno, el general Vega Rodríguez, jefe del Estado Mayor, le interrumpiría para pedir que se cambiara la palabra «espera» por «exige». Concluida la redacción de la nota y con el visto bueno del ministro, se distribuirían más de 50.000 copias a todas las capitanías a través de una sección que se llamaba «acción psicológica». La nota original estaba expresada en los siguientes términos:

El Ministro del Ejército a todos los Generales, Jefes, Oficiales y Suboficiales:

En la tarde del pasado día 12 de abril, el Consejo Superior del Ejército, por convocatoria del Ministro del Departamento, y bajo la presidencia del Teniente General Jefe del Estado Mayor del Ejército, por enfermedad de aquél, se reunió a efectos de considerar la legalización del Partido Comunista de España y el procedimiento administrativo seguido al efecto por el Ministerio de la Gobernación, según el cual se mantuvo sin información y marginado al Ministro del Ejército.

El Consejo Superior consideró que la legalización del Partido Comunista de España es un hecho consumado que admite disciplinadamente, pero consciente de su responsabilidad y sujeto al mandato de las leyes expresa la profunda y unánime repulsa del Ejército ante dicha legalización y acto administrativo llevado a efecto unilateralmente, dada la gran trascendencia política de tal decisión.

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