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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

A barlovento (7 page)

Pensó de nuevo en su rostro, en su voz, en aquellos últimos momentos.
Vive por mí,
le había pedido y hecho prometer. ¿Cómo iban a saber que sería una promesa que ella nunca podría mantener y que él viviría para seguir recordando?

La voz de Huyler lo interrumpió.

~
¿Ha pensado en algo, comandante?

~ Sí, señor. ¿Ha captado algo?

~ No.
Solo aspectos fisiológicos. Parece que seguimos teniendo cierto grado de privacidad. Ah; la máquina dice que ya ha terminado.

Quilan miró al dron, que había llegado al otro extremo del suelo de la nave.

~ ¿Qué es lo que...? Huyler, ¿puedo hablar directamente con esa cosa?

~
Creo que puedo arreglarlo, ahora que ha terminado. Pero yo podré oír de todas formas.

~ No me importa. Yo sólo...

~
Aquí. Prueba.

~ ¿Máquina? ¿Dron?

~
Sí, comandante Quilan.

~
¿Hay otras personalidades aquí, en algún lugar del casco de la nave?

~ No. Solo la que me encargaron rescatar antes, que ahora comparte coordenadas con usted, la del almirante general Huyler.

~ ¿Seguro? –preguntó Quilan, intentando disimular cualquier atisbo de esperanza y desesperación que pudiera teñir sus palabras.

–Sí.

~ ¿Y en el material del propio casco?

~ Eso no es relevante.

~ ¿Lo has escaneado?

~ No puedo. No está abierto a mis sensores.

La máquina era meramente inteligente, pero no sensible. Con toda probabilidad, no habría podido reconocer las emociones latentes tras las palabras de Quilan, aunque estas se hubieran hecho notar.

~ ¿Estás absolutamente seguro? ¿Lo has escaneado todo?

~ Estoy seguro, sí. Las únicas tres personalidades presentes en el casco de la nave, en cualquier forma apreciable para mis sentidos, son usted, la personalidad a través de la cual me comunico con usted, y la mía propia.

Quilan miró hacia el suelo que yacía bajo sus pies. Estaba claro que no había esperanza.

~ De acuerdo –dijo–. Gracias.

~ No hay de qué.

Al final, se había marchado definitivamente y para siempre. Había desaparecido de una forma nueva, sin lo reconfortante de la ignorancia, y sin apelación. Antes, creíamos que el alma podía salvarse. Ahora, nuestra tecnología, nuestra comprensión ampliada del universo y nuestra vanguardia en el más allá nos han robado nuestras irreales esperanzas y las han remplazado con sus propias normas y leyes, con su propia álgebra de salvación y continuidad. Nos han proporcionado un ápice de cielo, y han intensificado la realidad de nuestra desesperación cuando sabemos que existe realmente y que no encontraremos allí a aquellos a quienes amamos.

Quilan encendió su comunicador. Había un mensaje. «Están aquí», rezaban las letras en la pequeña pantalla del traje. Era de hacía once minutos. Había transcurrido más tiempo del que había calculado.

~
Parece que ha llegado nuestro transporte.

~ Sí. Les haré saber que estamos listos.

~
De acuerdo, comandante.

–Aquí el comandante Quilan –transmitió–. Comprendo que nuestros invitados han llegado.

–Comandante. –Era la voz del coronel Ustremi, dirigente principal de la misión–. ¿Todo bien?

–Todo bien, señor. –Quilan miró a través del suelo vidriado y echó un rápido vistazo a su alrededor–. Todo bien.

–¿Encontraste lo que estabas buscando, Quil?

–No, señor.

–Lo siento, Quil.

–Gracias, señor. Podemos abrir de nuevo la escotilla. La máquina ya ha terminado su trabajo. A ver si los técnicos pueden encontrar algo excavando.

–De acuerdo. Procedemos a la apertura. Uno de nuestros invitados quiere entrar a saludar.

–¿Aquí? –preguntó Quilan, observando cómo se desplazaba el minúsculo cono en la proa de la nave.

–Sí. ¿Hay algún problema?

–No, supongo que no. –Quil miró de nuevo al dron, que flotaba en el aire, en el punto en el que había concluido su búsqueda–. Dígale a su máquina que se desconecte primero, ¿de acuerdo?

–Dron.

El dron militar se posó sobre el suelo.

–De acuerdo. Ya pueden entrar.

La silueta apareció entre la oscuridad de la escotilla abierta. Parecía humana, pero podía no serlo; un hombre no habría sobrevivido mejor que él en aquel desastre sin un traje adecuado.

Quilan subió el aumento del visor, enfocando a la criatura mientras esta empezaba a descender la rampa hacia el interior del casco de la nave. El bípedo parecía tener la piel negra como la tinta, y vestía de color gris plateado. Tenía aspecto de estar muy delgado, pero entonces, todos lo estaban. Sus pies tocaron la superficie plana que Quilan pisaba y empezaron a acercarse a él. Balanceaba los brazos al caminar.

~
Parecerían presas si tuvieran más carne.

Quilan no respondió. La ventana ampliada de su visor mantuvo a la criatura con el mismo aumento hasta que la diferencia entre dicha ventana y el resto de la vista desapareció. Su rostro era estrecho y afilado, con una nariz delgada y puntiaguda, y los ojos pequeños y de un color azul intenso, rodeados de blanco, que destacaban en aquella cara oscura como la noche.

~
Mierda. Así, de cerca, ya no parece tan apetitoso.

–¿Comandante Quilan? –dijo la criatura. La piel que rodeaba sus ojos se movió al pronunciar aquellas palabras, pero su boca permaneció estática.

–Sí –respondió.

–Encantado de verlo. Soy el avatar de la Unidad de Ofensiva Rápida
Valor de incordio.
Es un placer conocerlo. He venido para llevarlo en la primera etapa de su viaje al orbital de Masaq.

–Muy bien.

~
Sugerencia rápida: pregúntele cómo debe dirigirse a él.

–¿Tiene algún nombre, o algún rango? ¿Cómo debo llamarlo?

–Yo soy la nave –respondió la criatura, levantando y dejando caer sus escuálidos hombros–. Llámeme Incordio, si quiere. O Avatar. O, simplemente, Nave. –Su boca se torció levemente a los lados.

~
O abominación, ya puestos.

–Muy bien, Nave.

–De acuerdo. –Levantó las manos–. Solo quería saludarle personalmente. Estaremos esperando. Háganoslo saber cuando esté listo para marchar. –Sus ojos recorrieron el lugar–. Dijeron que no había problema con que viniese aquí. Espero no haber interrumpido nada.

–Ya había terminado. Estaba buscando algo, pero no lo he encontrado.

–Lo siento.

~
Más te vale, puto espárrago.

–Gracias. ¿Nos vamos?

Quilan emprendió el camino hacia el círculo nocturno que se abría en la proa de la nave. El avatar caminó junto a él, y miró al suelo durante un segundo.

–¿Qué es lo que le ha ocurrido a este buque?

–No lo sabemos con exactitud –repuso Quilan–. Perdió una batalla. Algo lo atacó y lo destrozó. El casco perduró, pero todo lo que había en el interior quedó destruido.

–Estado de fusión compactada –asintió el avatar–. ¿Y la tripulación?

–Estamos caminando sobre ella.

–Lo siento. –Inmediatamente, la criatura se elevó a medio metro del suelo. Dejó de efectuar el movimiento de caminar y adoptó una posición sentada. Cruzó brazos y piernas–. Esto sucedió en la guerra, imagino.

Llegaron a la rampa y empezaron a subir. Quilan siguió caminando y se volvió un momento hacia la criatura.

–Efectivamente, Nave –le dijo–. Sucedió durante vuestra guerra.

III. Infraurora

III

Infraurora

-P
ero podrías morir.

–Ahí está el tema.

–Ya veo.

–No, me parece que no, ¿no crees?

–No.

La mujer se echó a reír y continuó ajustando el arnés de vuelo. En torno a ellos, el paisaje era del color de la sangre seca.

Kabe estaba de pie sobre una maltrecha pero elegante plataforma de madera y piedra, suspendida en el borde de un gran barranco. Estaba hablando con Feli Vitrouv, una mujer de salvajes cabellos negros y piel oscura, con una musculatura bien desarrollada. Llevaba un traje azul ajustado con una pequeña riñonera, y se encontraba en pleno proceso de atarse un arnés alado, un complicado dispositivo lleno de listones de aletas comprimidas que cubrían la mayor parte de las superficies posteriores, desde los tobillos hasta la nuca, y que se extendían a lo largo de los brazos. Había unas sesenta personas más distribuidas sobre la plataforma, la mitad de ellas también ataviadas con los arneses. A su alrededor, un gran bosque de árboles dirigibles.

La aurora acababa de empezar a romper en dirección contraria al giro galáctico, lanzando rayos inclinados a través del nuboso cielo índigo. Las luces de las estrellas más débiles ya se habían visto sumergidas hacía rato en la luminosa bóveda celeste; solo unas pocas seguían resplandeciendo. Los únicos objetos visibles en el cielo eran Dorteseli, uno de los dos grandes planetas gaseosos del sistema, rodeado por un anillo, y la temblorosa nova de Portisia.

Kabe miró la plataforma. La luz solar era tan roja que casi parecía marrón.  Brillaba desde las lejanísimas atmósferas que cubrían el orbital, por encima del acantilado sobre el que se hallaban y a través del oscuro valle, con sus pálidas islas de niebla, y se sumergía hacia el frente sobre las colinas bajas y las distantes llanuras del lado más alejado. Los gritos de los animales nocturnos del bosque se habían esfumado lentamente a lo largo de los últimos veinte minutos, y la llamada de los pájaros empezaba a llenar el aire helado del amanecer entre las ramas.

Los árboles dirigibles eran bóvedas oscuras esparcidas entre los árboles mayores que nacían del suelo. A Kabe le parecían amenazadores, especialmente bajo aquella rubicunda luz. Las gigantescas bolsas de gas se cernían sobre ellos, se arrugaban y se desinflaban, pero no dejaban de ser impresionantemente imponentes, sobre la henchida masa del depósito, con las estranguladoras raíces enrolladas en el suelo en torno a ellos, como tentáculos gigantes, marcando su territorio y manteniendo a raya a los árboles convencionales. Una brisa agitaba suavemente las ramas de estos últimos, cuyas hojas emitían un agradable susurro. Al principio, los dirigibles no parecieron afectados por el viento, pero luego empezaron a moverse lentamente entre crujidos y crepitaciones, aumentando así el efecto de monstruosidad del ambiente.

Los rayos solares carmesí ya comenzaban a posarse sobre las copas de los árboles dirigibles más lejanos, a cientos de metros del lado menos profundo del precipicio; un grupo de voladores ya había desaparecido y aterrizado en zonas apenas discernibles del bosque. Al otro lado de la plataforma, el paisaje se dividía entre barrancos, pedregales y árboles, que se fundían en las sombras del gran valle donde los serpenteantes giros y codos del río Tulume aparecían difuminados a través de los bancos de niebla.

–Kabe.

–Ah, Ziller.

Ziller llevaba un traje oscuro y ajustado, que solo dejaba al descubierto su cabeza, sus manos y sus pies. La zona donde el material de su vestimenta cubría su extremidad media estaba acolchada con un refuerzo de piel. En realidad, fue el chelgriano quien quiso salir a ver a los voladores. Kabe ya conocía aquel deporte desde hacía varios años, poco después de su llegada a Masaq. Su primer contacto, por aquel entonces, tuvo lugar en una gran barcaza articulada que descendía por el río Tulume hacia los lagos Enlazados, el Gran Río y la ciudad de Aquime. Desde cubierta, observó los lejanos puntos que formaban los voladores en el cielo.

Aquel era el primer encuentro entre Kabe y Ziller desde la reunión en la barcaza
Soliton,
cinco días antes. Kabe había terminado y presentado varios artículos y proyectos en los que había estado trabajando, y acababa de empezar a estudiar el material sobre Chel y los chelgrianos que el dron de Contacto E. H. Tersono le había enviado. Esperaba que Ziller no intentase contactar con él, con lo que se sorprendió al recibir un mensaje de este, convocándole en la plataforma de los voladores al amanecer.

–Ah, compositor Ziller –dijo Feli Vitrouv mientras el chelgriano se acercó trotando y se acomodó entre ella y Kabe. La mujer levantó rápidamente un brazo. Un ala membranosa se desplegó unos metros; era traslúcida con un leve matiz de azul grisáceo. Enseguida, se volvió a plegar. La mujer adoptó una expresión de visible satisfacción.

–Aún no le hemos convencido a usted de que lo intente, ¿no? –preguntó.

–No. ¿Y a Kabe?

–Yo peso demasiado –repuso este.

–Eso me temo –dijo Feli–. Demasiado peso como para arriesgarse. Podría ponerse un arnés de flotación, supongo, pero eso sería hacer trampas.

–Pensaba que la gracia de esta práctica era precisamente esa.

La mujer levantó la mirada desde su posición, ajustándose una cinta de sujeción en torno al muslo. Sonrió al chelgriano.

–¿Eso creía?

–Hacerle trampas a la muerte.

–Ah, eso. Bueno, es una forma de definirlo.

–¿Solo es eso?

–Hacer trampas en el sentido de... impedir. No en el sentido técnico de aceptar el cumplimiento de ciertas reglas y luego no hacerlo en secreto, como todo el mundo.

El chelgriano guardó silencio durante un momento, y luego repuso:

–Aja.

La mujer se incorporó, sin dejar de sonreír.

–¿Cuándo estará de acuerdo con una aseveración mía, compositor Ziller?

–No estoy muy seguro. –Ziller echó un vistazo por la plataforma, donde los voladores que aún no habían salido seguían completando su preparación, y el resto recogía las cestas de desayuno y las transfería a las pequeñas naves que flotaban junto a ellos–. ¿No forma parte de las trampas?

Feli intercambió varios gritos de buena suerte con otros compañeros, así como algunos consejos de última hora. A continuación, miró a Kabe y a Ziller, y asintió hacia una de las naves.

–Vamos. Haremos trampas y tomaremos el camino fácil.

La nave era poco más que una astilla con forma de flecha, con una gran cabina abierta. A Kabe le parecía más una lancha a motor que un artefacto volador. Calculó que su tamaño era suficiente como para transportar a unos ocho humanos. Él pesaba lo mismo que tres de aquellos bípedos, y Ziller, probablemente, tendría la masa de otros dos, con lo que viajarían por debajo del máximo de su capacidad, aunque Kabe no lo veía excesivamente claro. La nave se tambaleó ligeramente cuando subió a bordo. Los asientos mórficos se reajustaron para acomodar a las dos siluetas no humanas. Feli Vitrouv se sentó en la butaca principal. Las aletas dobladas emitieron un pequeño
clack
cuando las apartó de en medio al acomodarse. Tiró de una palanca del tablero de la cabina de pilotaje y dijo:

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