Read A barlovento Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

A barlovento (5 page)

La Mente que era el Centro del orbital de Masaq tenía sus razones para querer conmemorar la batalla de las Dos Novas, y había solicitado tolerancia por parte de sus habitantes, anunciando que, durante el intervalo que transcurriera entre la primera nova y la segunda, llevaría a cabo su propia forma de luto, aunque sin que ello afectase al cumplimiento de sus obligaciones. Había dado a entender que habría un evento conmemorativo para definir el fin de aquel periodo, aunque aún no se había revelado la forma exacta que tomaría.

Kabe sospechaba que, a aquellas alturas, ya lo sabía. Se encontró mirando involuntariamente hacia la dirección que Ziller había tomado, cuando su presencia se había esfumado momentos antes, tras preguntarle quién le había encargado cualquiera que fuese la composición en la que estaba trabajando.

Todo a su debido tiempo, pensó Kabe. Aquellas habían sido las palabras de Ziller.

Para aquella noche, el Centro solo había deseado que la gente mirase al cielo y viese la repentina y silenciosa luz, y pensase; tal vez que contemplase el acontecimiento durante un rato. Kabe tenía cierta esperanza de que los habitantes del orbital no le diesen el suficiente valor y prosiguiesen con sus ocupadas vidas individuales, pero, aparentemente, y allí por lo menos, el deseo del Centro se había cumplido.

–Todo muy lamentable –dijo el dron E. H. Tersono a Kabe, emitiendo el sonido de un suspiro. A Kabe le sonó casi sincero.

–Cuando menos, revulsivo para todos nosotros –coincidió Kabe. Sus propios ancestros habían sido mentores de los idiranos, junto a quienes lucharon en las primeras batallas de aquella antigua guerra. El homomdano sentía el peso de sus propias responsabilidades con la misma intensidad con que la Cultura sentía el suyo.

–Intentamos aprender –dijo Tersono–, pero seguimos cometiendo errores.

Kabe sabía que ahora hablaba de Chel, de los chelgrianos y de la guerra de Castas. Se volvió y miró de frente a la máquina mientras la gente seguía marchándose bajo aquella fantasmagórica y homogénea luz.

–Siempre se puede no hacer nada, Tersono –repuso–. Aunque tales trayectorias siempre conllevan sus propios lamentos.

A veces soy demasiado simplista
–pensó Kabe–,
les digo con demasiada exactitud lo que quieren escuchar.

El dron se inclinó hacia atrás, para hacer patente que estaba mirando al homomdano. Pero no medió palabra.

II. Tormenta de Nieve

II

Tormenta de Nieve

E
l casco de los restos de la nave se inclinaba en todas direcciones, torciéndose hacia un lado, luego hacia el otro, y arqueándose hacia arriba. Había luces empotradas en el centro de lo que se había transformado en el techo, justo encima del peculiar suelo vidriado; los reflejos centelleaban desde la cristalina y arremolinada superficie distorsionada, y desde los muñones de equipamiento inidentificable que sobresalían por encima.

Quilan intentó encontrar un lugar donde mantenerse en pie, donde le pareciera que distinguiría sobre qué se mantenía en pie y, a continuación, desconectó el campo antigravitatorio de su traje y posó los pies sobre la superficie. Resultaba difícil de determinar por culpa de las botas, pero parecía que el tacto del suelo era lo que aparentaba ser: cristal. La rotación del armazón había producido lo que parecía un cuarto de gravedad. Quilan palpó las cintas de sujeción de su abultada mochila.

Miró a su alrededor y levantó la vista. La superficie interior del armazón parecía muy deteriorada. Había varias hendiduras y una serie de orificios dispersos, algunos circulares y otros elípticos, pero todos bastante simétricos y pulidos, como parte del diseño; ninguno atravesaba por completo el material y ninguno era desigual. La única abertura que conducía al exterior estaba justo en el morro de la nave, a setenta metros de su posición, aproximadamente en el centro de la masa de suelo en forma de cuchara. El armazón había sido perforado semanas antes para facilitar el acceso una vez que el casco se había situado y asegurado. De esa forma fue como consiguió entrar.

Quilan vio varias secciones desteñidas en la superficie del armazón que no tenían buen aspecto, así como varios tubos y cables colgando, cerca que las luces recién emplazadas. Una parte de él se preguntó para qué se habrían molestado con aquello. El interior de la nave había sido evacuado, abierto al espacio; nadie habría llegado hasta allí sin un traje completo, con su concomitante equipamiento sensorial que hacía que las lámparas resultasen totalmente innecesarias. Quilan miró al suelo. Tal vez los técnicos eran supersticiosos, o simplemente, sensibles. La iluminación convertía a aquel lugar en algo menos intimidatorio, menos hechizado.

Podía entender que deambular por allí con la única compañía de las radiaciones ambientales, que afectaban a los sentidos magnificados, podía provocar terror a cualquiera que tuviese una naturaleza sensible. Habían encontrado la mayor parte de lo que esperaban hallar, suficiente como para salvar a dos mil almas más. Pero, claramente, no era lo bastante como para satisfacer sus propias esperanzas. Echó otro vistazo. Parecía que habían retirado todo el equipamiento sensorial y de monitorización que habían empleado para inspeccionar los restos de la nave privada
Tormenta de nieve.

A través de sus botas, Quilan sintió una sacudida. Miró hacia un lado, justo en el momento en que la proa de la nave se recolocaba en su lugar. Encerrado en aquel buque de la muerte. Por fin.

~
Aislamiento establecido, dice
–dijo una voz en su cabeza. La máquina de su mochila produjo una leve vibración.

~
Dice que la proximidad de los sistemas del traje interfiere con sus instrumentos. Tendrás que desconectar tu comunicador. Ahora dice: por favor, retire la mochila de su espalda.

~ ¿Podremos seguir hablando?

~
Tú y yo podremos seguir hablando entre nosotros, y la nave podrá seguir hablando conmigo.

~ De acuerdo –respondió Quilan, descolgándose la mochila–. ¿Las luces están bien?

~
Son solo luces, nada más.

~ ¿Dónde puedo poner...? –empezó a decir, pero la mochila empezó a tornarse ligera en sus manos y a apartarse de él.

~
Quiere saber si tiene su propia fuerza motriz
–le informó la voz de su cabeza.

~ Por supuesto que sí. Dile que vaya rápido, ¿de acuerdo? Dile que tenemos presión temporal porque hay un buque de guerra de la Cultura que se dirige hacia nuestra posición, para...

~
¿Crees que eso supondrá alguna diferencia, comandante?

~
No lo sé. Dile también que tenga precaución.

~
Quilan, creo que se limitará a hacerlo que deba hacer, pero si realmente quieres que...

~
No. No; lo siento. No lo hagas.

~
Sé que esto es muy duro para ti, Quil. Te dejaré a solas un rato, ¿de acuerdo?

~ Bien. Gracias.

La voz de Huyler se desconectó. Daba la impresión que un mínimo zumbido en la frontera del oído hubiera desaparecido de pronto.

Quilan miró al dron militar durante un momento. La máquina era de color gris argentado y de aspecto bastante anodino, como la mochila de un traje espacial antiguo. Flotaba en silencio, aproximadamente a un metro del suelo, en dirección al extremo más cercano de la nave para iniciar el patrón de búsqueda.

Quilan pensó que sería pedir demasiado. Las posibilidades eran demasiado remotas. Ya era un pequeño milagro el haber descubierto algo en aquel desalentador entorno y el poder rescatar a aquellas almas de semejante destrucción una segunda vez. Pedir más... probablemente no tenía sentido, pero era natural.

¿Qué criatura inteligente dotada de juicio y sentimiento iba a actuar de otro modo? Siempre se quiere más. Siempre se dan por sentado los éxitos pasados y se asume que marcan el camino hacia futuros triunfos. Pero el universo no tiene en cuenta los intereses de las distintas civilizaciones, y pretender que así sea sería cometer el más calamitoso y craso de todos los errores.

Tener la esperanza que albergaba Quilan, una esperanza contra toda probabilidad y estadística, y en aquel contexto, también contra el propio universo, era algo lógico, pero también vano. El animal que había en él ansiaba algo que su cerebro superior sabía que no ocurriría. Y aquel era el punto central en el que se encontraba, el frente en el que sufría: la lucha de las simplicidades químicas del cerebro inferior, con su deseo en contra de la fulminante realidad, refugiada en la conciencia. Ninguno de los dos bandos podía rendirse ni ganar terreno. El fragor de la batalla le ardía en la mente.

Se preguntó si, pese a lo que habían dicho, Huyler podía escuchar algún indicio de todo aquello.

~ Todas las pruebas confirman que la interfaz se ha recuperado completamente. Se han completado todas las comprobaciones de errores. Ahora está lista para la interacción y la descarga –anunció la hermana técnica. Parecía que pretendía sonar más a máquina que las propias máquinas.

Quilan abrió los ojos y parpadeó. Miró hacia la luz durante un segundo. Los auriculares que llevaba solo eran visibles desde el rabillo de los ojos. La butaca reclinada sobre la que descansaba era firme, pero confortable. Se encontraba en las instalaciones médicas de la nave templo
Piedad,
de las Hermanas Mendicantes. A través de los relucientes e impecables estantes de productos y equipamientos médicos, cerca de un lado de algo sucio y abollado del tamaño de una cabina de refrigeración doméstica, la hermana técnica que le hablaba era una jovencita de expresión grave en el rostro, cubierta de pelo marrón oscuro y con la cabeza parcialmente afeitada.

~ Voy a descargarlo ahora mismo –continuó–. ¿Quiere interactuar inmediatamente?

~ Sí, quiero.

~ Un momento, por favor.

~ Espere. ¿Qué es lo que va a... experimentar?

~ Conciencia. Visión, alimentada a través de su cámara. –La hermana palpó una minúscula vara que sobresalía de sus auriculares–. Oído, en forma de la voz que usted emite. ¿Continúo?

~ Sí.

Se oyó la mínima expresión de un siseo, y luego una profunda voz masculina que dijo, en tono adormilado:

~ ...
siete, ocho... nueve... ¿Hola? ¿Qué? ¿Qué sitio es este? ¿Qué es esto? ¿Dónde...? ¿Qué ha pasado?

Era una voz que pasó de una farfullada somnolencia a una atemorizada confusión, y, a continuación, a un determinado grado de control, en tan solo unas cuantas palabras. Sonaba más joven de lo que Quilan esperaba. Imaginó que tampoco era necesario que sonase mayor.

~ Sholan Hadesh Huyler –respondió pausadamente–. Bienvenido de nuevo.

~
¿Quién es? No puedo moverme.
–Aún quedaba un rastro de incertidumbre y ansiedad en la voz–.
Esto no es... el más allá, ¿verdad?

~ Mi nombre es comandante Quilan IV de Itirewein Llamado-a-Armas-de-Entregados. Siento que no pueda moverse, pero no se preocupe. Su interfaz de personalidad todavía se encuentra en el sustrato original en el que fue almacenado, en el Instituto de Tecnología Militar de Cravynir, en Aorme. En estos momentos, está en un sustrato de a bordo de la nave templo
Piedad,
que órbita en torno a una luna del planeta Reshref Cuatro, en la constelación del Arco, junto con los restos del transbordador estelar
Tormenta de nieve.

~
Aja. Bien. Y dice que es usted comandante. Yo era almirante general. Lo supero en jerarquía.

Ahora la voz se controlaba a la perfección. Mantenía el tono profundo, pero era tajante. La voz de alguien acostumbrado a dar órdenes.

~ Su rango era superior al mío al morir, sin duda, señor.

La hermana técnica ajustó algo en la consola que tenía delante.

~
¿De quién son esas manos? Parecen femeninas.

~ Pertenecen a la hermana técnica que cuida de nosotros. La perspectiva de usted nace de unos auriculares que lleva puestos.

~
¿Puede oírme?

~ No.

~
Pídale que se los quite y me muestre su aspecto.

~ ¿Está...?

~ Por favor, comandante.

Quilan se oyó suspirar. Pidió a la hermana técnica lo que Huyler le había solicitado. Ella lo hizo, pero con expresión de preocupación.

~
Tiene un aspecto agrio, francamente. Podía no haberme empeñado en verla, la verdad. Bien, entonces, ¿qué ha ocurrido, comandante? ¿Qué estoy haciendo aquí?

~
Han sucedido muchas cosas. Tendrá un informe histórico completo a su debido tiempo.

~
¿Fecha?

~ Nueve de primavera de 3455.

~
¿Sólo han pasado ochenta y seis años? Pues me esperaba más. Dígame, ¿por qué me han resucitado?

~
Francamente, no lo tengo muy claro.

~
Entonces, francamente, creo que debería ponerme en contacto rápidamente con alguien que realmente lo sepa.

~ Ha habido una guerra, señor.

~
¿Una guerra? ¿Contra quién?

~ Contra nosotros mismos. Una guerra civil.

~
¿Relacionada con las castas?

~
Sí, señor.

~
Supongo que era de esperar. Entonces, ¿he sido reclutado? ¿Los muertos se utilizan como reservas?

~ No, señor. La guerra ha terminado. Actualmente, estamos viviendo un periodo de paz, pero habrá cambios. Hubo una tentativa de rescatarlo a usted y a las otras personalidades almacenadas en el sustrato del Instituto Militar durante la guerra, en el que yo también participé, pero que solo tuvo éxito de forma parcial. De hecho, hasta hace unos días, pensábamos que había sido un fracaso absoluto.

~
Entonces, ¿me han devuelto a la vida para apreciarlas glorias manifiestas del nuevo orden? ¿Para reeducarme? ¿Para reparar incorrecciones pasadas? ¿O qué?

~ Nuestros superiores creen que puede ayudar en una misión a la que ambos nos enfrentamos.

~
¿Ambos? Aja. Exactamente, ¿de qué misión se trata, comandante?

~ Por el momento, no puedo avanzar nada, señor.

~
Parece preocupantemente ignorante para ser el que maneja los hilos aquí.

~
Lo siento. Creo que mi actual falta de conocimiento podría deberse a un procedimiento de seguridad. Pero me parece que su experiencia y habilidad con respecto a la Cultura podrían resultar de gran ayuda.

~
Mis ideas sobre la Cultura eran políticamente impopulares incluso cuando estaba vivo. Precisamente, esa fue una de las razones por las que me ofrecieron almacenarme en Aorme en lugar de morir e ir al cielo, o darme cabezazos contra alguna pared de la sede de las Fuerzas Combinadas de Inteligencia. ¿Me está diciendo que los jefazos han cambiado de idea respecto a mí?

Other books

Not the End of the World by Christopher Brookmyre
I Never Had It Made by Jackie Robinson
A Rare Benedictine by Ellis Peters
A Cast of Stones by Patrick W. Carr
Cut and Run by Lara Adrian
Song of Solomon by Toni Morrison