A por el oro (24 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

—No me puedo creer que no estés en los Nacionales —comentó ella cuando contestó.

—Bueno, aún estoy recuperando fuerzas.

—Eso me ha contado Kate. Acabo de ganarla en la final. ¡Soy la jodida campeona nacional! Todavía estoy sin aliento.

—¿Qué hiciste? ¿Aflojar los radios de sus ruedas?

—No, solo dejarla atrás. Ha sido fácil. Está demasiado ocupada follando contigo en vez de entrenar.

—Eso es un golpe bajo.

—Pero es la verdad. Os estáis debilitando el uno al otro. Te está arrastrando a su nivel.

—¿Has llamado para regodearte?

—He llamado porque te echo de menos.

Zoe estaba recuperando el aliento, y su voz sonaba suave y apremiante. De fondo, se oía el público de un velódromo que gritaba. Jack sintió un repentino y frío subidón de adrenalina.

Apartó de sí el teléfono por un momento y contempló el valle. En los huecos que se abrían en las sombras de las nubes, empujadas por la brisa, franjas doradas de luz solar recorrían las colinas y ascendían por los flancos de las altas montañas. Los cuervos graznaban al abrigo de los robles y le llegaron los balidos de los rebaños de ovejas que pastaban por encima de la línea de helechos.

—A Kate y a mí nos va bien —dijo.

—Deberías estar ya compitiendo. La compañía de Kate no te hace ningún bien.

—Lo que no me hizo ningún bien, Zoe, fue romperme la espalda.

Zoe se rio.

—¡Menuda bobada! Hasta tu voz suena a bobo. Te estás domesticando.

Jack también se rio.

—Se te va la pinza. Amo a Kate, ¿vale?

—Amo, amo, amo… Sueltas esa palabra como si fuera aceite lubricante para bicis.

Jack no podía seguir fingiendo que aquello le divertía.

—Yo sé lo que siento.

—¿Así que con Kate? A ver, a mí también me cae bien, y desde luego no es fea, pero tiene la mala costumbre de llegar segunda. ¿No te has dado cuenta?

Jack dio la llamada por finalizada, furioso, y de nuevo se asomó al día que Zoe acababa de echar a perder. Las colinas continuaban siendo hermosas, la luz seguía siendo tenue y suave, pero ahora todo parecía estar lejos de donde sucedía la acción. Guardó el teléfono en el bolsillo, se montó en la bicicleta y realizó el resto de su ruta pedaleando con una intensidad rabiosa. Le ardían los pulmones y le dolían los músculos, pero el sufrimiento volvía a sentarle bien. Conectaba de nuevo con la energía que habitaba en su interior, y el hecho de que hubiera sido Zoe quien había vuelto a meterlo de cabeza en el juego solo conseguía aumentar la furia con que atacaba las cuestas. Cuando regresó al piso estaba agotado, pero sentía en su interior una energía que el esfuerzo no había conseguido disipar. Se metió en la ducha y pensó en Zoe.

Trece años más tarde, Zoe aún podía meterse dentro de su cabeza solo con mirarlo. Jack abrazó a Sophie con más fuerza e intentó concentrarse en su hija mientras Tom daba por terminado el calentamiento de las chicas y las preparaba para una carrera mano a mano. El entrenador colocó a Kate en la línea interior y a Zoe en la exterior. Ajustaron sus ruedas delanteras a la línea de salida y se miraron una a la otra.

Tom sopló su silbato.

—Ahora, observa —le susurró Jack a la niña.

Comenzaron muy despacio. En pie sobre los pedales, vigilándose, con los ojos inescrutables tras los cristales tintados de sus visores. Se medían y esperaban. Kate avanzaba poco a poco, y Zoe se movía para marcarla. Con un equilibrio exquisito, sutiles movimientos del manillar y pequeños cambios de presión sobre los pedales, maniobraban para conseguir ventajas de posición infinitesimales. Kate, en la línea interior, podía ser directa. La línea exterior era más sutil, y larga, pero permitía a Zoe subir más alto en la pendiente de modo que todo ataque que lanzase contaría con la ayuda de la gravedad. Ambas fueron aumentando la velocidad a intervalos imperceptibles. Kate, en cabeza, todavía pedaleaba con lentitud, girando el cuello a menudo para observar cualquier respuesta. Zoe se mantenía detrás, esperando dar la estocada en cuanto la atención de Kate flaqueara en un simple pestañeo.

Jack sabía que eso no ocurriría. Él tampoco pestañeaba. No se podía ver una carrera mejor que aquella. Llevaban haciendo lo mismo desde los diecinueve años, y las dos conocían a fondo el estilo de su rival. Cada una sabía leer a la perfección a la otra, y no se concedían la menor ventaja. Kate y Zoe ralentizaron de nuevo el ritmo, convergieron y se rozaron hombro con hombro. Frenaron hasta casi quedar detenidas y permanecieron inmóviles, pues ninguna estaba dispuesta a dar la mínima ventaja de posición corporal al girar la cabeza para mirar a su rival. En su lugar, observaban cualquier alteración en el amenazante contorno de sus sombras, que proyectaban los focos y se mezclaban sobre los tablones de arce de la pista. Mantenían juntas el equilibrio, atentas a percibir cualquier alteración reveladora en la respiración de su contrincante.

Apoyadas la una en la otra para no caerse, en ese momento no parecían rivales ni compañeras de equipo sino, en la intimidad de su dependencia mutua, amantes.

—Se han parado… —dijo Sophie.

—No; están empezando —rectificó Jack acariciándole el brazo.

Cuando sucedió, fue rapidísimo. Sin previo aviso, Kate se movió y lanzó un ataque. Zoe respondió, para llevar al instante al máximo la fuerza de sus piernas. Ahora, ambas ciclistas tomaban las decisiones sin pensarlas, eligiendo la ruta por instinto, como respuesta inmediata e irrevocable a lo que hacía la otra. Daban bandazos a izquierda o derecha y ya no había posible vuelta atrás. En cuestión de segundos, el aire empezó a aullar mientras lo hendían en dos. En la segunda vuelta, Zoe recortó la distancia y se puso a rebufo de Kate. Las dos rivales pedaleaban de un modo explosivo, al límite de la fuerza humana. En la tercera y última vuelta, Zoe se colocó a la altura de Kate en la recta final. Se podía ver su cráneo bajo la piel cuando sus mandíbulas se abrían buscando aire. Las dos cruzaron la línea de meta a toda velocidad, con los pulmones ardiendo, impulsando sus máquinas hacia delante, mirándose de reojo para ver quién sacaba un centímetro de ventaja. Siempre acababan así, ya fuera ante un público de tres personas o una audiencia de tres mil millones. Kate y Zoe no miraban la línea de la pista, ni las banderas de los árbitros, ni las pancartas de la muchedumbre; se miraban la una a la otra.

Al frenar, el eco de sus ruedas resonó en el amplio espacio.

—¿Quién ha ganado? —preguntó la pequeña.

Jack miró al entrenador, transmitiéndole la pregunta con los ojos.

Tom meneó la cabeza.

—Tío —dijo—, demasiado ajustado para atreverme a decirlo.

Vestuarios del Centro Nacional de Ciclismo, Stuart Street, Manchester

Después de entrenar, Kate se sentía cansada pero bien. El entrenamiento mano a mano siempre era un campo de batalla, pero supo defenderse. Puso en el empeño por lo menos la misma intensidad que Zoe, sin caer en ninguna trampa psicológica. Y lo del principio, con Sophie en la cesta de la bicicleta de reparto, había sido divertido. Zoe ya no parecía la amenaza que una vez fue.

Entró a todo correr en la ducha antes de que se le enfriaran los músculos, se tomó su tiempo para vestirse, y luego se sentó frente al espejo para arreglarse el pelo.

Zoe ya se había cambiado. Le arrebató el peine de las manos y se puso detrás de ella para desenmarañarle los nudos del cabello. Kate la dejó hacer, no sin estremecerse ante la brutalidad con que su rival trataba los enredos que se le habían formado.

—Tienes el pelo hecho una pena —gruñó Zoe.

Kate bostezó.

—Nada que no se pueda arreglar.

La otra captó la ironía de su tono.

—¿Quieres decir que mi vida no se puede arreglar?

—Solo digo que deberías pasar más tiempo en casa.

—Imposible.

—¿Por…?

—Porque los periódicos entran en imprenta a las nueve. Solo dispongo de tres o cuatro horas para hacer algo, ¿sabes? Mi agente dice que tengo que ofrecerles una foto hoy mismo. Algo apto para un público familiar, ya sabes…

—¿Qué piensas hacer? ¿Acostarte con un Teletubby?

Zoe se rio. Por el momento, estaban manteniendo una charla bastante ligera. Para Kate, las conversaciones con Zoe normalmente eran como andar sobre una capa de hielo agarrada al número justo de globos de helio para contrarrestar tu peso. Posabas con precaución el pie sobre la superficie. Este era el tipo de ligereza que sentían en aquel momento. No era algo raro, suponía Kate. En eso consistía la amistad: en la fe para creer que podías conseguir más globos a medida que se acrecentaba el equipaje que llevabas contigo. Una se acostumbraba, claro que sí.

—Bueno, ¿qué piensas hacer? —insistió Kate.

—Me voy a tatuar los anillos olímpicos. Aquí. Para la foto.

Zoe indicó el sitio pasando el peine por su antebrazo, y luego volvió a revolver con el pelo de Kate.

—¿Esta tarde?

—¿Por qué no? A la vuelta de la esquina hay un sitio donde tatúan. ¿Quieres acompañarme y hacerte uno también?

—Zoe, no digas tonterías. Soy yo…

—¿Y qué? Sé tú con un tatú.

—Ese podría ser su eslogan.

—No necesitan un eslogan. Tienen agujas, tinta y tíos calvos con coleta y guantes de látex y… ¡Dios, es tan sexy, Catherine! ¡Dime que vendrás conmigo!

Zoe la abrazó por el cuello, se agachó y puso su cara a la altura de la de ella, haciendo pucheros en el espejo.

—¿Y qué hay de la reunión con Tom? —preguntó Kate, soltándose de su abrazo.

Zoe se enderezó de nuevo.

—No hay tiempo. Nos escaparemos por la puerta de atrás. A ver, ¿qué va a hacer el viejo? ¿Echar a correr detrás de nosotras?

Kate hizo un ademán de escepticismo.

—En serio. En cuanto a la prensa… ¿No deberías pasar un tiempo lejos de las cámaras, Zoe? Quiero decir, yo lo haría.

Kate sintió que el peine dejaba de moverse por un momento, y alzó la mirada para pillar desprevenida a Zoe y captar en el espejo su expresión. Su rostro decía: «Sí, pero tú eres tú, ¿no?».

Su gesto expresaba que Kate no tenía la cara, no tenía la imaginación, no tenía el carisma para pensar más allá. Observó cómo Zoe intentaba contener esa mirada, en un intento de convertirla en menos crítica, pero ya no tenía remedio.

Kate procuró no darle importancia. No es que no fuera consciente de que, en comparación con Zoe, ella resultaba menos misteriosa, menos atractiva y menos interesante. Pero una se acostumbra a esas realidades y era fácil relacionar cada una de ellas con una virtud igual y opuesta. Por ejemplo, ella era una gran madre, de verdad, atenta y paciente con Jack y Sophie. Y también era bastante inteligente, y había aprendido un montón sobre trastornos de la sangre y la nutrición en el período del desarrollo. Comprendía los sentimientos de los demás.

Intentó devolver a Zoe una mirada que no demostrara que se sentía intimidada, pero que tampoco resultase todo lo contrario, o sea, agresiva. Le salió un gesto más bien algo bovino. ¡Dios, resultaba tan difícil a veces saber cómo comportarse en presencia de su amiga! Algo en ella siempre hacía que Kate se sintiera una buena persona y una cobarde, ambas cosas a la vez. Cuando pensaba en las relaciones de Zoe, en ocasiones lo hacía con la serena sensación de que, gracias a Dios, ella no era así, pero con mayor frecuencia sentía también una especie de trasnochada fascinación —no porque su amiga fuera insaciable, sino porque ella misma se conformaba con muy poco—. Durante mucho tiempo, fue feliz simplemente porque Jack era feliz con ella. Ahí estaba el límite de su ambición.

Cuando se enteró de que Zoe lo había estado llamando, justo cuando empezaron su relación, no fue tan solo que se sintiera amenazada. Estaba segura de que Jack no quería a Zoe, y la prueba era que la cosa había quedado en meras llamadas telefónicas. Estaba convencida de que Zoe tampoco amaba a Jack, y de que solo iba detrás de él para desestabilizarla. Lo que la desanimaba era ser consciente de que Zoe consideraba que todo formaba parte de la competición. Aquello fue antes de que fueran amigas, aún no existía una buena historia entre ambas para compensar el daño.

Era el principio del parón invernal. Ya habían dejado atrás los Campeonatos Nacionales, y Tom les ordenó que se tomaran un mes de descanso, sin entrenar, para dejar que los cuerpos de una y otra se recuperasen de un verano de competición. Kate trató de descansar, pero resultaba aburrido, encerrada en el piso que habían alquilado en Manchester Este. A Jack también le habían dicho que se relajara, así que se pasaba horas tirado en el sofá con las piernas en alto y los auriculares puestos, con los ojos vidriosos de la inactividad forzada, moviendo la cabeza al ritmo de gigas, danzas populares y rock
indie
escocés. Kate intentó olvidar las llamadas de Zoe, pero cada vez que sonaba el teléfono de Jack —su madre lo llamaba constantemente, y también su preparador, para cerciorarse de que no estaba entrenando—, se imaginaba que era Zoe, lo cual, pensaba, a buen seguro era justo lo que ella, Zoe, andaba buscando. Leía novelas a desgana, o las dejaba a medias, arrojándolas contra la pared, molesta porque los protagonistas nunca parecían saber cómo solucionar su vida. Raras veces había algo en la existencia de los personajes que Tom no hubiera sido capaz de resolver, con la táctica de fraccionar el problema en partes solucionables, o aplicando poco a poco su psicología, o en ocasiones, sin más que inculcarles que fueran fuertes. Sentía lástima por Anna Karenina, por Clarissa Dalloway y por Holly Golightly, porque no podían llamar a su entrenador. Se alegraba de saber que ella nunca se vería tan enredada en los nudos de la vida.

No sucedía nada, un día tras otro. El cielo era de un gris plomizo y las calles estaban ennegrecidas por la lluvia. La radio, con una banda sonora de campanitas navideñas, ya te ofrecía la posibilidad de agrupar todas las deudas de tus tarjetas de crédito en un único pago mensual fácil de asumir.

Kate, sentada frente a la ventana, meditaba, contemplaba cómo los coches se arrastraban entre el aguanieve de noviembre. El parón invernal venía a ser como un presentimiento de la muerte. No había actividad en la pista, y la prensa deportiva perdía por completo el interés por ti. La desconexión era tan repentina y total como si hubieran apretado un interruptor. Todo el verano andaban a la greña por conseguir sacarte fotos, cotilleos y entrevistas, y luego se quedaban tranquilos, y hasta la primavera vivías inmersa en una oscuridad tan absoluta que solo tú sabías que seguías con vida. Habitabas la ciudad como un fantasma, vagando sin ningún objetivo concreto. A lo largo de la temporada habías estado tan ocupada con los entrenamientos, la competición y en dar entrevistas, que no tenías amigos en la vida real con quienes salir, y por otra parte, no te apetecía lo más mínimo ver a tus colegas del deporte. A veces había encuentros de fuera de temporada, pero eran muermos aburridos en que los deportistas se dedicaban a contar chistes sobre ciclismo que solo ellos entendían. Eran como esas cenas de empresa en las que todo el picoteo está optimizado para conseguir el mejor aporte proteínico y nadie se emborracha ni se dedica a fotocopiarse el trasero.

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