Escuchó los pasos de Jack; subía las escaleras. Se detuvo en la puerta del baño y la miró interrogante. Kate hizo un gesto de meterse dos dedos en la garganta e indicó con la cabeza hacia Sophie y el retrete.
Él se dio una palmada en la frente.
Kate preguntó, moviendo los labios sin producir sonido: «¿Qué pasa?».
—Le di una barrita de Mars. Solo media. Pensé que no pasaría nada.
Kate experimentó tal alivio que no fue capaz de enfadarse. Activó el manos libres para oír al dietista. Jack lo escuchó por un momento, y luego sonrió y representó con mímica que le brotaban del culo unas palabras que giraban en remolinos y se extendían por la estancia dejando un olor que le resultaba desagradable. Sophie y Kate soltaron unas risitas, lo cual hizo que el dietista se detuviera en el acto.
—¿Va todo bien, mamá?
—Sí, lo siento, todo va bien. Mire, es que ha pasado algo… Lo siento, le llamo luego.
Cortó la llamada y miró a Jack.
—Serás imbécil… —se limitó a decir.
Jack imitó la voz del dietista:
—Oh, por Dios, mamá, es usted muy cerrada. Tenga en cuenta todas las comidas que existen en este enorme planeta nuestro. ¿Ha probado el aceite de tractor y la leche de tigre? ¿Ha probado los huevos de chipirón? ¿Y el acónito? ¿No? Le ruego encarecidamente que lo haga ahora mismo, antes de volver a llamar para molestarme contándome que su hija ha vomitado una barra de Mars.
Aquello hizo reír a Kate, y también a Sophie. Jack se arrodilló y las atrajo hacia él, y los tres se abrazaron en el suelo del cuarto de baño de su pequeña casa, y todos concordaron en que un momento como aquel justificaba el ingente trabajo de ignorar los pequeños detalles que podrían estropearlo.
Aquel día, antes de los entrenamientos en el velódromo, el entrenador de Jack le informó del cambio en el reglamento de los Juegos Olímpicos. Jack escuchó sin cambiar su expresión. Luego asintió y dijo: «Vale». Se abrochó el casco aerodinámico, se caló los pedales y entrenó con tanta fuerza que casi se desmaya en la pista.
Enfrió un rato tras la sesión de bicicleta y luego bajó al gimnasio. En su fuero interno solo tenía energía, rabia. Se liberó un poco con trabajo de abdominales, y a continuación empezó a hacer pesas: se dedicó a levantar ochenta kilos, a agarrar la barra e izarla por encima de su cabeza. Algunos miembros del equipo británico de ciclismo estaban realizando ejercicios en el gimnasio. Todos ellos eran deportistas de proyección nacional, y observaban a Jack como si fuera un fenómeno.
Con el cabreo que tenía, podría haber levantado más peso. Quería desgastarse a fondo, pero no pudo. Sintió que las fibras de sus músculos estaban a punto de desgarrarse y se obligó a parar antes de cagarla. Todavía había demasiada energía furiosa en su interior. Se duchó, se quedó con una toalla arrollada a la cintura y se miró en el espejo del lavabo del vestuario. Clavó la mirada en sus propios ojos, los observó fijamente durante un segundo y luego se apartó para no acabar dándole un puñetazo al espejo.
Eran las dos de la tarde. Fue a casa a la carrera para recoger a Kate y Sophie y llevarlas después en coche hasta el velódromo para la sesión de entrenamiento de su esposa. Durante el trayecto practicó cómo darle a Kate la noticia del cambio en el reglamento. Ralentizó poco a poco el ritmo a medida que se acercaba a casa, hasta que solo caminaba. Iba cada vez más lento, a paso de tortuga. Cuando por fin metió el llavín en la cerradura, vio que ella lo esperaba en el recibidor, impaciente. Su enfado se convirtió en preocupación en cuanto le vio la cara.
—¿Qué pasa?
A Jack le abandonó el coraje. Se esforzó en que su rostro pareciera tranquilo.
—Nada. Siento llegar tarde.
Kate había preparado una mochila con todas las cosas de Sophie y las suyas, de manera que lo único que debía hacer Jack era conducir. Le dolían las piernas, del trabajo en la pista, y los hombros, de las pesas. A duras penas lograba cerrar los dedos alrededor del volante. En aquel momento, su postura ideal habría sido la de estar echado en horizontal, recuperándose, con las piernas un poco levantadas y una bolsa de hielo en los deltoides. Al nivel de élite, el entrenamiento no era lo que marcaba las diferencias, pues todos los chicos entrenaban al límite de la destrucción. La victoria dependía de cómo manejaras la fase de recuperación.
—Por favor, no des pataditas en mi asiento.
Las pataditas cesaron. Miró por el retrovisor. Sophie estaba encogida en su silla con los brazos cruzados. Miraba por la ventanilla el tráfico, con sus enormes ojos bajo la gorra de béisbol.
—¿Por qué has llegado tarde? —quiso saber Kate.
—Lo siento, ¿vale? —respondió, encogiéndose de hombros—. Dave no me ha permitido salir antes.
—Es tu entrenador, Jack, no tu jefe.
—No me agobies, por favor.
—Pues tú no llegues tarde, por favor. Todo esto me perjudica.
—Veinte minutos tarde. No es el fin del mundo…
—Veinticinco.
—No seas tiquismiquis. Tú no eres así.
Kate le dedicó una mirada que decía: «No, pero tú eres un imbécil».
Jack condujo en medio de un tráfico lento que cada vez avanzaba más despacio. Pensaba en la recuperación. Se daba por sentado que necesitabas dedicarte un tiempo para ordenar tus ideas mientras tu cuerpo se encargaba de reponer la energía y los fluidos perdidos durante el entrenamiento y activaba de nuevo la síntesis de proteínas. No se suponía que tuvieras que estar activo las veinticuatro horas del día, haciendo malabarismos entre el deporte y una enfermedad.
Lo cierto era que, con las finales olímpicas a apenas cuatro meses vista, Kate y él se encontraban cada día más cansados. Y ahora venía este cambio del reglamento, y de pronto la presión sobre ambos se duplicaba. Otro fuerte golpe que encajar. El año anterior, el COI había anunciado que la persecución individual dejaría de ser disciplina olímpica. Fue muy duro para todos, pues tenían una oportunidad menos para obtener medallas, pero para Kate había sido aún peor, porque la persecución individual era su especialidad. Se lo tomó con resignación y adaptó su cuerpo a una nueva configuración para centrarse en la velocidad. Y ahora esto… Jack intentaba encontrar las palabras para darle la noticia, pero a él mismo le costaba pensar en ello con coherencia.
En el asiento del copiloto, a su lado, su mujer chasqueaba los dedos impaciente. Zoe ya llevaría media hora calentando. Lo más probable era que Kate estuviera pensando que aquel era su mayor problema en ese preciso momento. Lanzó un sonoro suspiro.
—¿Puedo hacer algo para ayudarte?
Kate señaló un hueco en el tráfico que acababa de cerrarse ante ellos.
—Podrías haberte colado por ahí.
—Sí, tal vez.
—Tal vez, no. Seguro.
Jack dio un golpe en el volante con la palma de la mano y desvió la mirada. Kate estaba echándole en cara la lentitud del tráfico, como si él tuviese la culpa de que todo el mundo en Manchester hubiera elegido ese momento exacto para meterse en el coche e ir a comprar geranios, cambiar el tóner de la impresora o lo que fuera a que dedicase el tiempo la gente que no tenía que preparar unos Juegos Olímpicos.
Sophie empezó a dar patadas de nuevo en el respaldo de su asiento; Kate seguía chasqueando los dedos. Jack pensó: Claro, esta es mi principal obligación, hacer de chófer para las dos. Comprendía que aquel era un pensamiento ruin, pero resultaba difícil no sentir rencor. Su competición no estaba tan reñida como la de Kate, pero aun así… Solo había una plaza disponible para la prueba de velocidad masculina de Londres, y demasiados julios de energía en su cuerpo. Sus rivales estarían enfriando ahora mismo, recuperándose. Habían sido lo bastante inteligentes como para elegir esposas sin carreras deportivas y niños sin cáncer.
Se maldijo por haber tenido aquel pensamiento. Observó el tráfico, que avanzaba con lentitud, y aferró de nuevo con fuerza el volante. Con precaución, cambió de carril para situar una furgoneta de gran volumen entre su coche y uno de los anuncios de Zoe.
—Este carril va más lento todavía —recriminó Kate.
—Me he equivocado, ¿qué pasa?
Ella lo miró molesta.
—¿Estás bien? Te estás comportando como un idiota.
—¿Yo? ¿Yo me estoy comportando como un idiota?
—Sí.
—Estoy normal —replicó, con la vista fija en la calzada.
—¿Te ha ido bien en el entrenamiento?
—Sí, he pedaleado a tope.
—Pues no se te ve muy sonriente.
—Estoy reventado, Catherine, ¿vale?
—¿Catherine?
Jack levantó los brazos del volante.
—Lo siento.
Kate suspiró.
—Sí, yo también.
—Estoy machacado, Kate, esa es la verdad.
—¿También esos musculitos de tu cara?
Kate, con expresión pícara, le pellizcó la mejilla con fuerza hasta que finalmente Jack sonrió.
—Así está mejor.
Y era cierto que lo estaba.
El malhumor de Jack se desvaneció. Conectó los intermitentes de emergencia, detuvo el coche en el carril derecho y se acercó a ella para besarla. Se besaron mientras los indignados conductores de los demás vehículos accionaban la bocina y los esquivaban. Los motoristas les hacían el gesto de que estaban locos, dirigiéndose el índice a la sien. Sophie se puso nerviosa.
—¡Vamos! —urgió—. ¡Sigue adelante!
Jack sintió lástima por ella, pero no tenía prisa. Ahora que su irritación había desaparecido, sintió el subidón posentrenamiento, una agradable burbuja analgésica en la cual resultaba difícil priorizar las necesidades del mundo impaciente sobre las propias. A regañadientes, interrumpió el beso. En momentos así, una vieja ansiedad le asaltaba con renovada sorpresa: no podía comprender por qué Kate lo eligió, ni por qué se mantuvo a su lado con todo lo que había pasado, ni por qué seguía con él. A veces se sentía como un animal con zarpas al que hubieran dado una rosa. Tenía la capacidad de reconocer que era hermosa, pero no sabía cómo cuidarla.
La mujer estaba a punto de romper a llorar, y Jack le secó las lágrimas con sus pulgares. Tras ellos, Sophie estaba ya casi fuera de quicio. En el exterior, los pitidos de los coches se unían en un barullo de indignación. Los motoristas comenzaban a hacer el otro gesto, el del dedo corazón extendido, con su implicación de que había algún recto o alguna vagina en la que podría ser útil insertar algo —probablemente el dedo que se mostraba, o quizá algún otro objeto del que el dedo era un representante, significante o sustituto—, como si eso pudiera acelerar el recorrido del gesticulante hacia la megatienda de muebles o la reunión de marketing multiplataforma que constituyeran su destino inmediato. Como hacía tan poco tiempo que había estado levantando pesas, a Jack le resultaba difícil tomarse a la gente o los gestos de sus manos muy en serio.
—Será mejor que arranques —decidió Kate, y eso hizo.
—¡Por fin! —exclamó su hija, con una voz tan remilgada que los tres soltaron la carcajada.
Parecía que el tráfico estaba algo más fluido.
Intentando que su voz sonara indiferente, Jack preguntó:
—Ese mensaje que te envió Tom esta mañana… ¿te decía de qué quería hablar contigo?
Kate negó con un gesto.
—Solo que me quedara un rato después de entrenar. Seguro que no es nada.
Él siguió con la mirada fija en la calzada.
Cuando Dave le informó por la mañana, su primer pensamiento fue cómo iba a asegurar su plaza para Londres. Pensó que tendría que entrenar más duro. No le importaba si debía hacer que el mundo girara al revés sobre su eje. Ese puesto para Londres tenía que ser suyo.
Ahora, el entrar en el aparcamiento del velódromo, cayó en la cuenta de lo típico que era en él no haber pensado en lo que la noticia supondría para Kate hasta más tarde, en los vestuarios. Cuando estaba inmerso en el fragor de la competición, podía fácilmente olvidarse de la existencia de los demás —incluso de sus seres queridos— hasta pasadas varias horas. Las personas salían y entraban de su conciencia en destellos, como figuras en un cuarto oscuro cuando alguna mano espontánea encendía y apagaba la luz en momentos que él no escogía. En cuanto las recordaba, quería hacer lo correcto. Eso era todo lo que se podía decir en su defensa, suponía.
Aparcó y bajó para ayudar a Sophie a salir de su sillita. La cogió en brazos y cerró la puerta trasera de un codazo. Sus ojos se cruzaron con los de Kate por encima del techo del coche. Estaba dando saltitos, expectante ante la inminencia del entrenamiento. La mochila colgaba de su hombro y su cabello revoloteaba agitado por el viento que azotaba la cúpula gris del velódromo. Ese era el momento, si se decidía a hacerlo. Debería contarle el cambio del reglamento, y darle al menos la pequeña ventaja psicológica de enterarse antes que Zoe.
Pero ahí estaba ella, feliz, y ahí estaba Sophie, en sus brazos, emocionada por salir de casa por una vez, excitada por el hecho de que le permitieran ver entrenar a mamá. Jack supo que no iba a decir nada. La próxima hora, el próximo minuto, incluso los próximos diez segundos de felicidad eran lo más lejano en lo que quería pensar su mente. Mientras haya risas en cuartos de baño, besos compartidos pese al tránsito y sonrisas en aparcamientos azotados por el viento, dejemos que duren. Jack se aferraba al momento y a la mano pequeña y cálida de su mujer mientras recorrían la corta distancia que mediaba entre el automóvil y la entrada del velódromo.
Kate corrió a cambiarse y Jack llevó a Sophie en brazos a sentarla junto a la pista. La dejó con cuidado en una silla de plástico junto a la zona técnica y la abrigó con una manta de lana negra.
—¿Estás cómoda?
—Sí.
Sophie se echó una esquina de la manta por encima de la cabeza para hacer una capucha de Jedi. Su mirada estaba fija en Zoe, que calentaba con vueltas suaves a ritmo fluido sobre la pista. Se fijó en que en las empinadas curvas de cada extremo, ascendía hasta el punto más alto del peralte, permanecía por unos instantes suspendida entre la energía y la gravedad y luego se dejaba caer hasta la línea negra mientras sus ruedas emitían una nota ascendente. Llevaba un mono blanco y un casco del mismo color con un visor de cristales oscuros que resplandecían al reflejar las líneas de la pista.
Sophie estaba como en trance. Alzó las manos hacia Zoe, con los dedos un poco doblados.