A por el oro (35 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

—Menuda pregunta, ¿verdad? Creo que eso tenéis que decidirlo vosotros.

Jack volvió a gruñir, y el sonido era tan desesperado que las manos de Tom temblaron. Se preguntó si Kate estaría asimilando más deprisa la situación porque era más fuerte que su marido, o si a ella le resultaba más sencillo porque no era su hija biológica la que estaba tumbada entre ambos en la cama, muriéndose, a tenor de lo que ellos sabían. Quizá hubiera un grado más profundo de dolor vinculado a la sangre. Lo cierto era que cuando se lo contó a Zoe, recibió la noticia como el impacto de un autobús. Si asistió a la ceremonia inaugural fue porque Tom la obligó a ir. No podían arriesgarse a que los de la prensa ataran cabos entre ella y Sophie.

—¿Tú qué decidirías, basándote solo en los resultados? —preguntó Kate, mirando a su entrenador.

—¿En nada más que rendimiento deportivo?

—Sí.

Tom se llevó las manos a la cabeza y durante un rato se estuvo masajeando la nuca.

—Sabes que odio tener que hacer esto, ¿verdad?

—Sí.

—Jack es una apuesta segura por el oro, creo —aseveró, mirándola a los ojos—. Y tú estás en el mejor momento de tu vida. Si tuviese que juzgar por los resultados, pediría a Zoe que acompañara a Sophie a casa.

Observó con atención cómo la sorpresa se apoderaba del rostro de Kate. La muchacha se acercó a Sophie y la abrazó instintivamente.

—No —negó en un susurro.

Tom tensó un poco más la cuerda.

—Entonces, enviemos a Jack a casa con Sophie, y corre tú. Es tu turno.

Kate meneó la cabeza y acarició el cabello de la pequeña.

—No, no puedo dejarla —insistió tragando saliva, consciente de que aquello era el final.

—Pero esta vez te toca a ti —intervino Jack, al tiempo que posaba una mano en el hombro de su mujer.

Kate miró a Sophie, le pasó los dedos por sus mejillas pálidas y arregló el cuello del vestido de su hija, que se había doblado hacia dentro.

—No puedo dejarla —repitió otra vez, simplemente.

Tom se levantó y retrocedió un paso, dejándoles un poco de espacio.

—Siendo así, lo siento, Kate. Lo mejor será que empieces a hacer la maleta.

—Vale.

Él sabía que estaba haciendo esfuerzos por no llorar. Los próximos días iban a consistir en ayudarla a dividir las horas en objetivos alcanzables: no llorar, no gritar, no desfallecer. Si conseguía realizar esas proezas a un nivel olímpico, existía la posibilidad de que pudiera superar la semana.

Jack sepultó el rostro entre las manos. Ahora que la decisión estaba tomada, nadie sabía qué decir.

El presentador de deportes de la BBC apareció en el televisor de la habitación, con expresión seria. Se encontraba en el vestíbulo del hotel, y hablaba a la cámara. Cortaron y pusieron imágenes de archivo de Jack cuando ganó el oro en Atenas, y de Kate en la puerta de su casa el día que aceptó en directo su proposición de matrimonio, con Sophie en brazos y envueltas ambas en la bandera nacional. Volvieron al reportero, que tenía una mano en el pinganillo y con la otra sujetaba el micrófono. «Por el momento, lo único que sabemos es que esto parece una situación muy, muy grave», decía.

Sophie se despertó llorando.

—Me encuentro mal —se quejó.

Jack acunó su cabeza y le susurró al oído:

—No pasa nada, mi grandullona valiente. Solo estás cansada. Vas a volver a casa con mami para descansar.

«…Lo coloca todo en una perspectiva descarnada —decía el presentador de deportes—. Nos olvidamos fácilmente, entre los fastos y el glamour de los Juegos Olímpicos, de que los deportistas son gente de carne y hueso, con familias reales, como la suya o la mía.»

Tom se fijó en Kate, que miraba a su hija. En ese momento, Sophie alzó la mirada y alargó los brazos, con ese gesto que hacen los niños de corta edad cuando quieren que los cojan en brazos. La confianza que denotaba su rostro era muy elocuente: se encontraba fatal, y sabía que eso era algo que Kate podía solucionar. No era consciente de que se trataba de algo distinto a los golpes en las rodillas, los dolores de oído y los malos sueños que mamá le había curado durante años.

Kate la cogió en brazos, y la pequeña se aferró a ella y descansó la cabeza en su hombro. Permanecieron así largo rato. Luego, Sophie estiró los bracitos hacia Jack, que la cogió y la acunó a su vez, mientras le susurraba palabras tiernas al oído.

Ella se dirigió a la ventana y observó la calle, donde se estaba reuniendo una multitud de cámaras.

Tom se situó a su lado y le dijo en voz baja:

—Yo sé mejor que nadie lo que has tenido que pasar para llegar a estos Juegos Olímpicos, y sé lo que te costará marcharte. Dentro de unas horas tomarás un avión con tu hija, y hacer eso te dolerá más que un parto. Pero, ¿sabes una cosa? Al hacerlo, sabrás que tú eres su madre.

Kate se apoyó con cariño en él.

—Gracias —murmuró, mientras las lágrimas anegaban sus ojos.

—Puedes hacerlo. Puedes conseguir que tu hija se ponga bien. Los médicos me han dicho que será un camino duro, doloroso y lento, pero que volverá a estar bien.

—Sé que puedo enfrentarme a un camino duro —reflexionó—. Sé que puedo enfrentarme a un recorrido doloroso. Pero tendrás que ayudarme con lo de lento.

203 de Barrington Street, Clayton, Manchester Este

Mientras el sol desaparecía bajo los inclinados tejados de la calle, Jack preparó el baño para Sophie y la ayudó a desvestirse. En la bañera, la pequeña estaba apática y ausente. Sentada con la espalda muy recta, se pasaba la manopla por el cuerpo con desgana mientras su padre se inventaba un cuento para ella en el que aparecían Luke Skywalker y Han Solo pilotando el
Halcón milenario
a través de un peligroso cinturón de asteroides. Recreó todas las acciones, él mismo se encargó de los efectos sonoros, y por fin, hizo que, contra todo pronóstico los dos héroes, en una acción victoriosa, superasen el ataque de una flotilla de cazas TIE. Después, al ver que nada de eso conseguía una respuesta por parte de Sophie, hizo que unos pletóricos Han y Luke se besaran apasionadamente en la plataforma de carga del Halcón. Chewbacca los sorprendió con las manos en la masa, y su enojada reacción demostró que tenía unas opiniones muy anticuadas respecto al amor humano, típicas en su especie pero impropias de un wookie tan viajado como él.

Observó el rostro de Sophie, pero la pequeña solo miraba los grifos con ojos vidriosos.

—¿Me estás escuchando, señorita?

Jack chascó los dedos.

—¡Eh! Tierra llamando a Sophie Argall. ¡Responde, Sophie!

Su hija volvió lentamente la cabeza y entrecerró los ojos. Su expresión era la de una naturalista que pensaba —aunque sin estar segura del todo— que podía haber detectado la silueta de una criatura bien camuflada entre el follaje.

—¿Qué?

—¿Estás bien, cariño?

Sophie cerró los ojos y contestó:

—Solo quiero ir a la cama, por favor.

Su voz era como un susurro apenas más alto que el zumbido del extractor del cuarto de baño.

Jack la sacó de la bañera, la secó, le puso el pijama y la sentó en sus rodillas para lavarle los dientes.

—No pasa nada, cariño. Te pondrás mejor.

—Sí.

La besó en la frente. Su piel estaba caliente, pero tal vez fuera solo por efecto del baño.

—¿Crees que tienes fiebre? —preguntó.

Sophie se encogió de hombros.

Jack encontró el termómetro digital en el armario del baño y se lo puso en la oreja. La pantallita marcaba 38,6 grados.

—Te daré un poco de Calpol. No quiero que se lo cuentes a mami, ¿vale?

—¿Por qué?

—Porque mañana tiene una carrera importante. No queremos que se preocupe por una tontería como esta, ¿verdad?

Sophie volvió a encogerse de hombros.

—Estoy bien —respondió, pero dejó que Jack le diera un par de cucharadas enteras de paracetamol líquido.

La llevó a la cama y la pequeña se acostó sin decir ni pío. Se sentía más caliente que nunca. Jack era consciente de que tendría que contárselo a Kate, pero al mismo tiempo sabía que no debía hacerlo. Permaneció un buen rato sentado en las escaleras, pensativo, antes de bajar.

Kate estaba sentada en la cocina, con los ojos cerrados y las manos apoyadas en el borde de la mesa auxiliar; ladeaba el cuerpo hacia la izquierda sobre la silla.

—¿Un té? —le preguntó Jack en voz baja.

Kate torció el gesto y, sin abrir los ojos, contestó:

—¡Chiiist! Estoy visualizando.

Jack le tocó el hombro.

—¿Visualizas una taza de té?

—Bueno, vale —aceptó, apoyando la cabeza en el brazo de su marido.

Jack empezó a trajinar con el calentador de agua y la tetera. Cuando regresó a la mesa, ella le preguntó:

—¿Cómo está Sophie?

—Bien —respondió mientras posaba la tetera—. Me he inventado un cuento y le ha encantado.

Kate se sirvió una taza y sopló el líquido que contenía.

—Te he enseñado a usar una tetera, Jack Argall. De entre todas mis victorias, ese será mi mayor logro para la posteridad.

Jack escrutó el rostro de su esposa y le preguntó:

—¿Estás bien?

—Nerviosa. Creo que puedo ganar.

—Yo también lo creo. Pero no hagas lo que hice yo en Beijing.

Kate sonrió y le cogió la mano.

—Ahora es diferente… Sophie se está recuperando.

—Por supuesto —asintió Jack con un entusiasmo forzado.

Luego, bajó la mirada a sus manos, que tenía entrelazadas sobre la mesa.

En su primera serie eliminatoria en Beijing, a Jack le tocó enfrentarse a un ciclista francés —ni siquiera se había preocupado por saber su nombre—. Le estrechó la mano en la línea de salida y practicó con él su francés, por el bien de las relaciones internacionales. «
Bonjour
, colega», le dijo. El francés sonrió, pero parecía cagado de miedo. Jack sintió lástima por él. Al pobre le había tocado Jack Argall en la primera ronda.

El velódromo de Beijing era fascinante. Estaba repleto hasta la bandera. Había veinte mil hombres, mujeres y niños en las gradas, la mitad de ellos sacando fotos. Durante la cuenta atrás previa a la salida, los
flashes
de las cámaras aumentaron como las almas de los bienaventurados, hasta dejar de ser puntos individuales para convertirse en una enorme y apremiante red de luz que brillara palpitante sobre la superficie de la multitud como las señales de una criatura de las profundidades brotando sobre la piel. El estruendo del público era algo colosal. A Jack le dio miedo. Tenía unos auriculares dentro del casco y un iPod bajo la manga de su sudadera. Escuchaba a la Banda de Gaitas Drambuie Kirkliston que tocaba a pleno volumen
La batalla de Killiekrankie
. Era un himno pensado para espantar al demonio, pero no bastaba para aplacar el griterío del público. La superficie de la pista temblaba. Podía percibir cómo el zumbido de la multitud se transmitía por los tubos de la bici, y, a través del sillín de carbono rígido, hasta su trasero, haciendo vibrar el interior de sus pulmones. Sus dientes zumbaban como si estuvieran captando una señal de radio. El ambiente se colaba por sus nervios, los liberaba de su envoltura y los arrancaba como los hilos que atan un asado.

Junto a la pista, las cámaras de televisión proliferaban por doquier. Incluso tenían una, colgada de un cable, suspendida a treinta centímetros de su cara, como una enorme avispa negra. Mostraba su rostro, de un tamaño de veinte metros, en la gigantesca pantalla que colgaba en el centro del velódromo. Llevaba el casco con el visor azul plateado que bajaba hasta su nariz y, como era de esperar, ofreció a los espectadores su cara de Juez Dredd. Aquello encantó al público, y lo aclamaron mientras pataleaban en el suelo hasta conseguir que todo el edificio retemblase.

Jack echó una mirada a los componentes del equipo británico, en el área técnica. Su entrenador le indicaba con las manos que se calmara, que se concentrara en la cuenta atrás y dejase de jugar con el público. De repente, Jack alzó las manos por encima de la cabeza y empezó a dar palmadas al ritmo de la música que sonaba en sus oídos. El griterío de la masa aumentó. Empezaron a dar palmadas con él. El ruido era increíble: veinte mil almas procedentes de todas las naciones de la Tierra dando palmas al ritmo de
La batalla de Killiekrankie
. Era posible olvidarse, aunque fuera por un momento, de que Sophie estaba a ocho mil kilómetros, en un cuartito, empezando la quimio.

Jack sonrió, divirtiéndose con el público. Se veía dando palmadas en la pantalla gigante, en la que aparecía a cámara lenta. Sus músculos se henchían tanto cada vez que sus brazos se juntaban, que parecía como si hubiera alguien bajo su piel luchando por salir. «Dios —pensó—, la verdad es que soy increíblemente fuerte.» La cámara se aproximó de nuevo a su cara y, sin pensárselo dos veces, gritó: «¡Va por ti! ¡Ponte bien pronto, Sophie!».

Miró hacia el equipo del Reino Unido. Junto a su entrenador estaba el mecánico. Dos horas antes de que Jack se presentara, el tipo estaba allí para desmontar su máquina, limpiarla, engrasarla y luego volverla a montar, según las especificaciones de una tabla que indicaba sus preferencias con una precisión de hasta medio milímetro. El hombre había apretado cada tornillo Allen hasta un 0,5 por ciento de su ajuste óptimo con una llave dinamométrica digital. A continuación examinó los neumáticos centímetro a centímetro, con una lupa, en busca de la menor señal de daño. Si encontraba algo, cambiaba la cubierta y empezaba de nuevo. Una hora antes de que Jack hubiera salido del hotel, su entrenador se encontraba ya en el velódromo, para supervisar el trabajo del mecánico y asegurarse de que había toallas limpias junto a la pista y, para enfriar después de la carrera, una bicicleta estática dispuesta y limpia. Al lado de su preparador y del mecánico estaba el asistente del entrenador, quien llegó media hora antes que Jack, portador de una bolsa isotérmica llena de bebidas energéticas e isotónicas para usar durante el calentamiento, así como bebidas de recuperación con alto contenido proteínico para tomar tras la carrera. Todos esos líquidos se mantenían a la temperatura del cuerpo, a fin de causar la mínima alteración fisiológica a su organismo. Junto al asistente se hallaba el fisioterapeuta del equipo. Se encargaba de controlar los estiramientos del ciclista previos al calentamiento y preparaba la sala de masajes para después de su ducha, tras la carrera. Al lado del fisio, el médico del equipo estaba listo para responder en menos de quince segundos en caso de que Jack sufriera una caída, un desmayo o cualquier tipo de ataque provocado como consecuencia de la combinación de adrenalina, los gritos de veinte mil ruidosos seres humanos que daban palmas a su ritmo y una canción de gaitas conmemorativa de una victoria de las tropas de Jacobo VII de Escocia sobre las de Guillermo de Orange de Inglaterra. Jack no tenía claro cuál podía ser el término médico para denominar algo así.

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