A por el oro

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

 

Zoe, una chica explosiva y temperamental, doble campeona olímpica, es el rostro publicitario de una conocida marca de agua mineral. Vive en un lujoso piso en Manchester y tiene muchos amantes ocasionales.

Kate es más sensata y tranquila. Está casada con Jack, un campeón de ciclismo, y está volcada en su hija Sophie que padece leucemia. Por esa razón Kate no ha podido competir en los dos últimos juegos olímpicos, y Londres 2012 es su última oportunidad.

Cuando Tom, su común entrenador, recibe la noticia de la Federación Inglesa de Ciclismo de que solo podrá enviar a una participante. Elegir entre Kate o Zoe es una decisión particularmente difícil, porque Tom conoce la historia de ambas. Pero tiene que ser imparcial y organiza una carrera entre ellas para nombrar la vencedora. Sin embargo, justo el día de la competición, el estado de salud de Sophie empeora gravemente?

La investigación que el autor ha hecho sobre la vida día a día, técnicas y sentimientos de los deportistas de ciclismo en pista, es completa.

Chris Cleave

A por el oro

ePUB v1.0

Dirdam
20.07.12

Título Original:
Gold

Chris Cleave, 2011

Traductor: Álvaro Abella

Edita: Ediciones Maeva, S.A.

Colección: Éxitos Literarios

ISBN: 9788415120957

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

Para Cecily

Jueves 24 de agosto de 2004
Vestuarios del velódromo olímpico de Atenas.
Final por el oro en la categoría de velocidad femenina

Justo al otro lado de una puerta metálica sin pintar, cinco mil hombres, mujeres y niños coreaban su nombre. A Zoe Castle no le ilusionaba tanto como se había imaginado. Tenía veinticuatro años y estaba sentada donde su entrenador le había dicho, a su lado, en un estrecho banco de color blanco al que aún no habían quitado el plástico protector azul.

—No toques la puerta —le dijo su entrenador—. Tiene un sistema de alarma.

Se encontraban los dos a solas en aquel diminuto vestuario subterráneo. Las paredes estaban recién enlucidas, y sobre el suelo de cemento había grumos endurecidos del material que había caído de la llana. Zoe le dio una patada a uno, que se separó de los demás y rodó hasta rebotar contra la puerta metálica.

—¿Qué pasa? —le preguntó su entrenador.

—Nada —respondió, encogiéndose de hombros.

Cuando se había imaginado el éxito —cuando se había atrevido a soñar con llegar tan lejos—, los suelos y las paredes de todos los edificios de Atenas eran superficies platónicas, extraídas de un material olímpico que emitía una resplandeciente luz propia; el ambiente no olía a cemento secándose y en el suelo no estaba esa carpeta de plástico blanco con la guía de instalación del fabricante del aire acondicionado que, a medio instalar, ocupaba un rincón de la habitación.

El entrenador captó su expresión y sonrió.

—Estás preparada. Eso es lo importante.

Zoe intentó devolverle la sonrisa, que brotó cual potrillo recién nacido, cuyas patas se doblan al instante.

Por encima de sus cabezas, el público pataleaba al unísono. La salida de la carrera se estaba retrasando. Las bocinas atronaban. La habitación tembló —sonaba tan alto que sentía la vibración en sus muelas—. El ruido de la multitud estaba licuando sus tripas. Pensó en escapar del velódromo por la puerta trasera, coger un taxi al aeropuerto y tomar el primer avión a casa. Se preguntó si sería la primera deportista olímpica en hacer esa cosa tan sencilla y comprensible: escabullirse en el silencio del Olimpo. Ya encontraría algo que hacer con su vida de civil. Las revistas la adoraban. La ropa le quedaba bien. Era guapa, con su brillante cabello negro cortito y sus grandes ojos verdes en el rostro blanquecino y atormentado de una antigua santa europea. Había un ligero toque de crueldad en la línea de sus labios; una pizca de acero en la firmeza de su rostro que atraía las miradas. Quizá debería sacar provecho de aquello. Podría dar entrevistas y luego, después del programa, se reiría cuando el periodista le preguntase fuera de cámara si sabía que se parecía bastante a aquella chica inglesa que se escapó corriendo de unos Juegos Olímpicos… ¿Cómo se llamaba? «¡Qué gracia! —diría ella—. ¡Siempre me hacen esa pregunta! Por cierto, ¿qué fue de esa deportista?»

La respiración de su entrenador era lenta y regular.

—Bueno, tú pareces tranquilo —dijo Zoe.

—¿Por qué no iba a estarlo?

—Esto es solo un día más de curro, ¿no?

—Eso es —asintió Tom—. Solo estamos fichando para entrar a nuestro trabajo. A ver, ¿qué esperas a cambio? ¿Que te den una medalla?

Cuando el entrenador vio la mirada que ella le dirigía, alzó las manos al tiempo que se disculpaba:

—Lo siento, es una vieja broma de entrenadores.

Zoe puso mala cara. Estaba mosqueada con Tom. No la ayudaba en nada su despreocupación, su forma de fingir que aquello no era gran cosa. Solía ser mucho mejor entrenador, pero estaba empezando a dejarse vencer por los nervios justo cuando ella más necesitaba que fuese fuerte. Igual tendría que cambiar de preparador en cuanto regresara a Inglaterra. Pensó en decírselo en ese momento, solo para borrarle la falsa sonrisa de listillo de la cara.

Lo peor de todo era que estaba temblando sin control, a pesar del sofocante aire sin acondicionar del vestuario. Aquello le resultaba humillante, y no podía pararlo. Ya estaba vestida para competir, había hecho el precalentamiento y entregado una muestra de orina y ocho centímetros cúbicos de sangre que en su mayor parte serían adrenalina. Había grabado un espacio corto y tenso ante las cámaras para sus patrocinadores, firmado los formularios oficiales de participación en la carrera y adherido su dorsal en la espalda de su sudadera. Lo colocó al revés. Tuvo que arrancarlo y volver a pegarlo, esta vez del derecho. No le quedaba nada por hacer para pasar aquellos terribles minutos de espera.

La muchedumbre añadió una marcha más a su frenético fervor.

Dio un fuerte golpe con las palmas de las manos en el banco.

—¡Quiero salir ya! ¿Por qué nos tienen aquí encerrados?

Tom bostezó y restó importancia a la pregunta con un gesto.

—Es por precaución. Nos dejarán subir en cuanto los de seguridad hayan comprobado los pasillos.

Zoe hundió la cabeza entre las manos y empezó a mecerse en el banco. Era una tortura estar atrapada en aquel cuartito, esperando a que los jueces de la carrera los soltaran. Su cuerpo no cesaba de temblar y no podía apartar los ojos de la puerta metálica, que temblaba sobre sus bisagras debido al estruendo de la multitud. Era una puerta sólida, diseñada para resistir los embates de los cazadores de autógrafos por un tiempo indefinido o al fuego durante media hora, pero el miedo la atravesaba sin problemas.

—Dios… —suspiró.

—¿Asustada?

—Me estoy cagando encima. En serio, Tom, ¿tú no? —le preguntó, alzando la cabeza para mirarlo.

El entrenador negó con un gesto y se reclinó en el banco.

—A mi edad, estos grandes acontecimientos ya no te dan miedo.

—Entonces, ¿a ti qué te asusta?

Se encogió de hombros.

—Oh, ya sabes. La acuciante sensación de que, al perseguir mis propios fines y mis exigentes objetivos, puede que no haya sido tan generoso como debería haberlo sido con las necesidades y los sueños de las personas que más me han importado, o de quienes he sido responsable emocional.

Hizo un globo con el chicle que estaba mascando y se miró las uñas. Zoe estaba que ardía.

Desde las gradas, por encima de ellos, una nueva ovación sacudió el edificio. El comentarista azuzaba al público, que rugía el nombre de Zoe y pataleaba con más fuerza. En el vestuario, el tubo fluorescente que hacía las veces de luz temporal se apagó por un momento y regresó a la vida con parpadeos prolongados. De repente, un chorro de polvo cayó de una grieta sin rematar en el techo de placas de yeso.

—¿Piensas que este edificio aguantará? —preguntó Tom.

Zoe estalló.

—Cállate, ¿quieres? ¡Cállate, cállate, cállate!

Tom sonrió.

—Oh, vamos… Si solo es una carrera más. Es pan comido.

—Esas cinco mil personas no están gritando tu nombre.

Tom se acercó a ella y la cogió del brazo.

—¿Sabes de qué tendrías que estar asustada? Del día en que no griten tu nombre. Entonces, serás como yo. Serás el polvo que se acumula en las rendijas que hay entre los tablones de la pista; serás la saliva secándose en el chicle pegado bajo los asientos; serás el sonido de las escobas al barrer después de que el público se haya largado… ¿Preferirías ser todo eso, Zoe? ¿Te gustaría?

Ella denegó con la cabeza, enfurruñada.

—¿Qué dices? —insistió Tom, llevándose una mano a la oreja para oír mejor—. No te oigo del ruido que produce tanto amor. ¿Preferirías ser la chica de la que nadie se acuerda?

—¡No, joder, no!

Tom sonrió.

—De acuerdo. Entonces, ¡Saca tu culo ahí fuera y gana!

Los dos miraron hacia la puerta metálica, que seguía cerrada, luego al suelo, y finalmente el uno al otro. Hubo un instante de silencio.

Tom suspiró.

—Bueno, ha sido un buen discurso, ¿no? Aunque quizá he llegado al clímax demasiado pronto.

Zoe lo miró fijamente y sintió deseos de escupir.

Por encima de sus cabezas, el pataleo del público era incesante. Ahora, el polvillo de la escayola caía sin tregua.

—¿Por qué no vienen ya? —preguntó Zoe, clavando los ojos en la puerta—. Llevamos una eternidad aquí abajo.

—Quizá esto sea nuestro infierno personal. Igual no vienen nunca a abrirnos, y el público sigue gritando cada vez más, y nos dejan aquí a solas a comernos el coco por toda la eternidad.

—No se te ocurra bromear, ¿vale? Ya me siento bastante culpable.

Tom la miró detenidamente.

—¿Por lo de Kate?

A Zoe le sorprendió el alivio que sintió cuando Tom pronunció el nombre de Kate. Enfrascada en los detalles finales de su preparación —ajustar los tacos de las zapatillas, limpiar la visera del casco—, no había sido consciente de cuánto le había estado reconcomiendo aquello.

—Kate tendría que estar aquí —dijo—. Esta final debería ser entre ella y yo.

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