Tom Voss recordaba aún cómo se había sentido, en México 68, cuando perdió un bronce olímpico por una décima de segundo. Todavía hoy era capaz de revivir aquella angustia, dura e implacable, en su pecho. Cuarenta y cuatro años después, notaba todavía el afilado paso de cada décima de segundo. Las inflexiones del tiempo eran como los dientes de una sierra que lo cortara en dos. El resto de la gente no experimentaba el paso del tiempo de ese modo. Apenas percibían sus dientes entre el amasijo de movimiento, y un día, de repente, se despertaban sorprendidos al descubrir que estaban partidos por la mitad, como los ayudantes de un mago poco habilidoso. Pero Tom era consciente de cómo se producía el corte.
Respondió a una llamada de la agente de Zoe mientras estaba a remojo en la bañera, tratando de convencer a sus rodillas para que se desbloquearan.
—Ha estado otra vez llevándose tíos a la cama —dijo la agente—. Está por todo Facebook.
—¿Facebook?
—Es una red social, Thomas. La gente lo utiliza para intercambiar información con amigos. Un amigo es alguien que…
—Ja, ja —se burló Tom—. Ya sé lo que es Facebook. Zoe tiene un montón de admiradores en esa cosa, ¿me equivoco?
—Noventa mil, la última vez que entré.
Sostuvo el teléfono entre el pabellón auricular y el hombro mientras se masajeaba las rodillas. Sus ligamentos inflamados no respondían a la aplicación de crema de Ibuprofeno. En realidad, sabía que solo responderían a la aplicación en sus propias carnes de la experiencia ganada en varias décadas de entrenamiento con deportistas de alto nivel. Igual había llegado la hora de reconocer que un hombre de sesenta y seis años no debería andar haciendo levantamiento de pesas en dos tiempos. Pero hay contables que se ahogan en un vaso de agua con sus declaraciones de Hacienda; hay médicos que fuman Marlboro; ¿por qué iba a ser él el primer viejo que fuera consecuente? Era un entrenador deportivo, no una especie de maldito precursor.
—El caso —prosiguió la agente— es que Zoe se acuesta con un tío, que al parecer se despierta y se da cuenta de quién es ella, así que va y lo cuelga todo en Internet. Donde, en este preciso momento, están leyendo los detalles morbosos todas las personas de la Tierra con excepción de los chinos, porque allí está prohibido Facebook, y de ti, porque eres un viejo reaccionario a quien no interesan las historias picantes. ¿Quieres que te lea las guarradas que ha colgado ese fulano?
—Pues no, la verdad.
—Voy a leértelas —repuso ella, como si Tom no hubiera hablado.
Tom la escuchó, pero ignoraba lo que se suponía que debía hacer con la información.
—Soy el entrenador de Zoe en la pista —dijo por último—. No es de mi incumbencia con quién se acuesta.
—De acuerdo —aceptó la agente—. Solo lo hago para que estés en la onda, y para sugerirte que…
Tom gruñó. ¿Qué tenía que ver una onda con todo esto? ¿Por qué no podía la gente decir simplemente: «Solo lo hago para que lo sepas»?
—¿Va todo bien? —quiso saber la agente.
—Mira, esa es una gran cuestión filosófica.
—Has hecho una especie de… ruido.
—Sí; más concretamente, un gruñido. Es algo típico de los australianos. Supongo que funciona, porque has dejado de hablar.
—Oye, solo intento ayudar, ¿vale?
—Lo que intentas hacer, bonita, es proteger tu quince por ciento.
—Zoe es el rostro de Perrier, Tom. Merece la pena protegerlo.
—Escucha, si el agua con gas quiere una cara, es su problema. Yo me dedico a ayudar a Zoe para que gane el oro en velocidad en pista en los Juegos de Londres dentro de ciento veintisiete días.
—Sí, y lo que yo te digo es que estamos en el mismo bando. Seguramente no le ayudará demasiado a concentrarse saber que todo Facebook está hablando así de ella.
—No te digo que no, pero, ¿qué quieres que haga? ¿Cerrar Facebook? Se lo comentaré a mi contable, pero estoy casi seguro de que no soy el propietario de esa cosa.
—¿No podrías hablar con Zoe? Ella te respeta.
Tom sonrió y su tono de voz se calmó un poco.
—Haciendo la pelota se llega a cualquier sitio, cariño, pero no te engañes. Llevo intentando que Zoe siente la cabeza desde que tenía diecinueve años. Si pudiese, la tendría sedada siempre que no estuviera entrenando o compitiendo. Le dispararía uno de esos dardos tranquilizantes con una cerbatana, como hacen con los tigres en la selva. Pero ¿qué puedo hacer? Soy un entrenador. Lo único que nos proporcionan es un silbato y un cronómetro.
La mujer murmuró, comprensiva.
—Bueno, espero que puedas hacer algo, porque esto saldrá en todos los periódicos mañana y estas cosas suelen convertirse en una espiral. Por lo menos, deberías aconsejarle que no les dé más munición.
Tom suspiró.
—Le echaré la soga y veré qué puedo hacer. Es lo único que puedo decirte.
—Gracias, Tom. Te debo una.
—Sí; bueno, quizá puedas convertirme en la cara de alguna marca.
La agente se rio. Al teléfono, sonaba como un ganso graznando con la cabeza metida en una lata de sirope Lyle’s.
—¿Y de qué serías la cara?
—No lo sé. ¿Del Nurofen? Tomo un montón.
—Creo que buscan a alguien joven y que no sufra dolores.
—Qué irónico, ¿no?
—Pues sí, pero así es el mundo del espectáculo.
Tom colgó. Se quedó un minuto pensativo, y luego envió un mensaje a Zoe pidiéndole que lo fuese a ver a su apartamento dentro de una hora. Si iba a ejercer cierta autoridad sobre ella, mejor que fuera en su terreno. Regla número uno del domador de tigres: asegúrate de que la fiera sepa que está entrando en tu territorio.
Zoe respondió al instante a su mensaje: «OK, jefe».
Buena chica. Seguro que sabía de qué se trataba. Se presentaría, él le echaría la bronca y luego prepararía una taza de té Earl Grey y la mandaría de vuelta a su casa.
Tuvo un ataque de preocupación por Zoe. Había intentado con todas sus fuerzas hacer las cosas bien con ella. Fue un padre desastroso, pero a veces sentía que Zoe y Kate eran su segunda oportunidad. Se preocupaba más de lo que seguramente debiera, habida cuenta de lo que cobraba, por esas dos mujeres a quienes llevaba entrenando desde que tenían diecinueve años.
Se permitió fantasear sobre lo que le haría al tipo que había calumniado a Zoe por toda la red. Eran bastante buenas, esas venganzas imaginarias. Con unas rodillas en condiciones, podías moler a patadas a cualquiera. Era una de las múltiples ventajas que las quimeras tenían sobre la realidad.
Aun así, estaba preocupado por Zoe. Era una muchacha de lectura difícil, y tal vez por eso le gustase tanto. Por lo que él sabía, creía de verdad en esos fanfarrones guaperas de los cuales se enamoraba. A menudo intentaba hablar con ella del asunto, pero Zoe siempre se burlaba, como si llegar a sus sesiones de entrenamiento a primera hora de la mañana con el corazón hecho pedacitos fuera un contratiempo cotidiano que soportar, como perder un pendiente, o no encontrar asiento en el autobús. Se ponía a la defensiva, y en ocasiones lo manifestaba por medio del sarcasmo. Y tenía razón —¿qué iba a saber él sobre la búsqueda del amor de una mujer joven?—. Con todo, si Tom tuviera que definirla, diría que era más vulnerable que temeraria.
Puso más agua caliente en la bañera. El problema era que él podía ver cosas en los hombres que Zoe jamás captaría. Sabía cómo eran esos asquerosos bastardos.
—Exceptuando lo presente —dijo en voz alta.
Nubecitas de vapor se elevaban sobre el agua. No podía culpar a Zoe por estar desesperada. Cada día había menos probabilidades de que encontrase el amor. Cada vez era más conocida, y los hombres, cada vez peores. El planeta se estaba llenando de jovencitos guaperas y mundanos, construidos a base de contradicciones antagónicas y con quienes —desde su perspectiva masculina— no saldría a tomar una copa por nada del mundo. Esta nueva especie de hombres combinaba los zapatos urbanos con las barbas de leñador. Tocaban en grupos de rock pero trabajaban en oficinas. Odiaban a los ricos pero compraban lotería. Se reían con comedias sobre vidas desgraciadas basadas casi a posta en la suya propia. Y lo peor de todo, eran infinita y jodidamente chismosos. Sentían el impulso irrefrenable de colgar en Internet todo lo que hacían, desde estrenar un teléfono móvil hasta acostarse con una deportista famosa, para ver qué opinaban los demás. Sus vidas eran un rugiente aspirador que se tragaba la atención del resto de la humanidad. No veía cómo iba a encontrar Zoe el amor con esa nueva hornada de hombres con alma ciclónica que aspiraban como un Dysons y no era preciso cambiarles la bolsa para que siguieran tragando sin parar.
Soltó un juramento y apartó aquello de su mente. La agente tenía razón: era un viejo. Además, seguramente pensaba demasiado en Zoe.
Se suponía que no podía tener una favorita, y lo cierto es que no la tenía. Kate era la ciclista más dotada por naturaleza, y Zoe nivelaba la balanza a base de pura entrega. A él le gustaban ambas por igual.
Comprobó la hora en su reloj. Quedaban cuarenta minutos hasta que llegase Zoe. Tenía un Casio sumergible, y solo servía para una cosa, que era dar la maldita hora. Esta era otra diferencia entre él y los tíos de estos tiempos. Todos llevaban relojes de James Bond con esferas de cronómetro diferenciadas, resistentes hasta los mil metros de profundidad. ¿Qué demonios pensaban que les iba a pasar? ¿Que de repente los iban a arrojar al mar desde las tiendas de moda en que trabajaban y se iban a hundir en el fondo de la Fosa de las Marianas, de donde solo conseguirían salir gracias a su capacidad para cronometrar las cosas con una precisión de décimas de segundo? Esos tipos no reconocerían una fracción de segundo aunque se les presentara de repente para negarles una medalla olímpica. No conocían el concepto de lo que se podía ganar y perder en un instante. Esta nueva cosecha de hombres hacía un mal uso del tiempo, pues eran capaces de pasarse una noche entera con una mujer y luego colgarlo en Internet en menos de un minuto.
Suspiró. Sabía que no estaba siendo justo. Fuera cual fuese el problema de Zoe, se trataba de algo más que ese último hombre. Fuera del velódromo, su capacidad de juicio era nula. No había más que ver su nuevo piso. Tiene un golpe de suerte con ese contrato de publicidad —esos anuncios de Perrier, debido a su aspecto—, y va y se mete en una hipoteca más grande de lo que jamás se podría pagar con una carrera deportiva de ciclismo en pista. Como entrenador, su deber era bajarla literalmente de las nubes. Sacarla de ese apartamento y volver a posarla en tierra, donde los deportistas buscan el oro solo por la gloria. Para ser sinceros, le ponía enfermo el modo en que la agente le había comido el tarro a Zoe. Pero sabía cómo eran las cosas: cuando vives solo pierdes toda perspectiva humana. No tienes a nadie para decirte: tío, estás haciendo el idiota con esto.
Se ocupó en conseguir que se flexionaran sus rodillas, como un preámbulo a ponerse en pie en la bañera y secarse con la toalla. Se masajeó las rótulas de nuevo para suavizar los ligamentos, soltando maldiciones al compás de su respiración. Por último, de pura frustración, golpeó con los puños en la parte posterior de la articulación. El dolor estalló y sus rodillas se negaron rotundamente a obedecer. Se burlaban de él, sordas e inarticuladas.
El agua de la bañera se estaba enfriando. Estiró una pierna rígida y tiesa intentando alcanzar el grifo del agua caliente con el dedo gordo del pie. El dedo rozó la cadenita de la tapa del desagüe, en la que cada diminuto eslabón cromado reflejaba durante una trigésima parte de segundo su piel empapada. Consiguió hacer girar el grifo, pero ya no quedaba más agua caliente. Empezó a sentir frío. Sus rodillas estaban adoptando la postura del ataúd. Les gruñó: «No os acostumbréis, vagas de tomo y lomo. Os pienso incinerar».
Cuanto más permanecía ahí atrapado, peor se ponían las cosas. Apenas un latido de corazón antes, a la edad de veintidós, había sido el campeón nacional de Australia en ciclismo de persecución y el número dos de su país en velocidad en pista. Después, hacía tan poco tiempo que aún podía oír el «
Dios salve a la Reina
» resonando en sus oídos, ganó dos medallas de plata en los Juegos de la Commonwealth. Desde entonces, había experimentado cada mínimo incremento temporal durante las siguientes cuatro décadas, y aun así ahí estaba, sorprendido de ser de repente un viejo tullido. Resulta que a la soga no le importa si te has fijado en cada margarita de camino a la horca.
Intentó salir de la bañera, y para ello colocó las palmas de las manos sobre el borde y alzó su cuerpo nervudo hasta un punto en el que pudiera maniobrar con las nalgas y apoyarlas en el canto, pasar las piernas por encima del borde y caer de un modo razonablemente controlado sobre la alfombrilla azul, tomar aliento y arrastrarse por el suelo para incorporarse con la ayuda de los barrotes del radiador toallero. Manda narices, pensó, que esta sea ahora mi mejor opción: caer de esta bañera y aterrizar en el suelo de este moderno cuarto de baño en este apartamento de dos dormitorios con sus ventanas de doble cristal y su balconcito de hierro con vistas parciales al canal en este proyecto de rehabilitación de un bloque residencial a veinte mil kilómetros de donde nací.
El frío lo estaba atenazando y no tenía fuerza en los brazos para auparse por encima de la bañera. Pensó durante un buen rato en qué hacer, pero no se le ocurría ningún plan. El problema ahora no era que se hubiera quedado a una décima de segundo de subir al podio. Era que no podía salir de la bañera. Contuvo las lágrimas de frustración. No había llorado desde 1968, y no pensaba dar ese gusto al siglo veintiuno.
Cuando Sophie era una caballero Jedi era el único momento en que no se sentía agotada. Se tumbaba boca abajo en la cama en su planeta de origen, con la túnica negra de Skywalker. Tenía su espada láser a mano mientras se miraba a sí misma en su iPad. En la pantalla, le estaba explicando la situación a C-3PO, un droide de protocolo.
—Bien —le decía—, si existe un auténtico centro del universo, estás en el planeta más alejado de él.
Los labios de Sophie se movían mientras se veía a sí misma diciendo esas frases en la pantalla. Al otro lado de la pared del dormitorio, podía oír cómo su padre cantaba en el cuarto de baño. Por la ventana, le llegaba el alboroto de los niños riendo y gritando mientras hacían carreras en bicicleta por la calle. Incrustando los auriculares en sus orejas, consiguió acallar el ruido. Era un fenómeno molesto que se pudieran escuchar los sonidos de la Tierra aquí en Tatooine. Tenía que haber alguna especie de agujero espacio-temporal causado por la gravitación de los soles gemelos del planeta. Como buena Jedi, intentó desconectarse de ello. El tiempo y el espacio eran como los ruedines de apoyo de una bicicleta, estabas bastante limitada hasta que no aprendías a montar sin ellos.