—¿Podemos levantarte? —intervino Kate.
—Catherine, querida, peso sesenta y cinco kilos. Podríais levantarme con una mano.
Kate se rio.
—¿Quieres ponerte algo de ropa primero?
—Quizá. Si entrenáis duro…
Kate hizo amago de darle un puñetazo.
—Eres un capullo, ¿sabes? Pensaba que te había dado un ataque al corazón o algo así. Estaba preocupada.
—Niñas, os preocupáis por cualquier cosa. Cuando yo tenía vuestra edad, esto estaba por inventar.
—Estás helado —dijo Zoe, frotándole la mano.
Lo miró, y Tom se sorprendió al darse cuenta de que realmente se preocupaba por él. Sintió la picazón de las lágrimas y se esforzó por contenerlas.
Tosió y apartó la mirada.
—Ponedme en pie de una maldita vez, ¿os parece?
Lo incorporaron, y descargó casi todo el peso en sus piernas mientras lo ayudaban a llegar al salón y lo sentaban en una silla junto a la chimenea eléctrica. Zoe fue en busca del edredón de su cama, se lo echó por encima y encendió el simulador de fuego.
—Oh, maldito glamour —murmuró Tom.
Comenzó a temblar con más intensidad. Había cogido más frío del que creía. Kate le trajo un té y Tom lo sujetó con ambas manos, tratando de no derramar el contenido de la taza.
Tenía que tomar las riendas de la situación.
—De acuerdo, vosotras dos. Voy a soltaros un discurso distinto del que tenía pensado. Nos quedan dieciocho semanas y un día antes de las primeras eliminatorias en Londres. Cada minuto cuenta, y miradme. Soy el entrenador más viejo en esto, y estos serán los últimos Juegos para las dos. Como vuestro preparador, tengo que aconsejaros que quizá debáis pensar en trabajar con alguien que tenga rodillas.
Observó sus rostros para ver cómo reaccionaban, pero ambas apartaron la mirada de él y se contemplaron mutuamente. Zoe y Kate mantuvieron algún tipo de intercambio silencioso y luego se giraron para mirarlo, con la decisión tomada.
—No —anunció Kate—. Eres nuestro entrenador. ¿Quién más iba a aguantarnos?
Zoe asintió, manifestando serenidad en su rostro.
—Y no vuelvas a sacar ese tema, por favor.
Tom tragó saliva.
—Sois un par de idiotas —concluyó.
Caminó entre dolores hasta la cocina e hizo algo que no había hecho desde México 68. Permitió que dos lágrimas, ni una más ni una menos, rodaran por sus mejillas. Luego tosió, se secó la cara y regresó al salón.
—Pero os voy a llevar a las dos a esos Juegos —añadió—. Os lo prometo.
—Sí, sí —se burló Zoe—. Pero dinos, ¿qué les pasó a tus dientes?
—Atrévete a preguntarlo otra vez y tendrás que recoger los tuyos del suelo.
Kate se rio.
—¿En serio?
—En serio. Una chica buena como tú no necesita saber cómo perdí los dientes.
Una vez en la calle, Kate dijo:
—Yo creo que fue en una caída.
Zoe meneó la cabeza.
—Seguramente se los quitó para poder chuparla mejor.
Kate hizo un gesto de asco.
—Tía, estás enferma. Necesitas un médico.
Zoe le enseñó su dedo corazón.
—Y tú necesitas más velocidad en la recta de meta.
—Soy más rápida que tú.
—No lo eres.
—Soy bastante más rápida —insistió Kate—. Cuando a veces te dejo ganar en los entrenamientos, solo lo hago para jugar contigo.
Zoe le dirigió una mirada siniestra.
—Cuando a veces te dejo jugar conmigo en los entrenamientos, solo lo hago para ganarte después.
Sus bicicletas de carreras estaban encadenadas a una valla ante el piso de Tom. Estaba oscuro y la llovizna era fría. Soltaron las máquinas, secaron la lluvia de los sillines y encendieron las luces intermitentes delanteras y traseras. Kate se puso un casco y se abrochó un chaleco reflectante amarillo; a Zoe no le iban esas precauciones.
En el rostro de Zoe había un gesto pícaro cuando Kate la miró.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
—Una carrera hasta mi casa nueva.
—¿Hasta tu palacio en las alturas? ¿Tu Xanadú del rascacielos?
—Tú sigue cachondeándote, pero si tuvieras estos pómulos, estarías viviendo allí arriba.
—No soy como tú. No necesito tanta exaltación del ego.
—¡Dios! —dijo Zoe—. Si no fueras ciclista, serías unos de esos columnistas gordos y extrañamente críticos.
—Pues tú, si no fueras ciclista, te dedicarías a solucionar tus problemas de autoestima en películas porno, dejando que tíos con las pantorrillas tatuadas te la metieran por todas partes.
Zoe echó hacia atrás la cabeza y soltó una de esas risas burlonas y despreocupadas que solo usaba cuando una broma la asustaba, pero cuando volvió a mirar a Kate había recuperado la compostura.
—Cierto, pero somos ciclistas, así que vamos a echar una carrera.
Kate no encontró el modo de negarse. Se había pasado, y ahora tenía que hacer algo a cambio.
—De acuerdo —asintió—. Si eso es lo que necesitas…
—¡Ooooh! —exclamó Zoe, arrugando los dedos de los pies de emoción y dándose con las manos en los costados como una gallina intentando volar.
Kate sintió que se liberaba la tensión y solo podía reírse. A Zoe le encantaba competir. El asunto del que no podían hablar se estaba volviendo cada día más insoportable. Al menos, podían retarse con las bicis. Era más peligroso que pelear pero más seguro que conversar.
—Adelante —invitó Kate.
—Conoces el camino, ¿verdad?
—Sí, sí. ¿Me das la llave de tu casa?
—¿Por qué?
—Bueno, voy a llegar antes que tú, ¿no? Puedo ir subiendo, encender la tetera y tomarme un té mientras te espero.
—Ahorra energías para la bici.
Las dos mujeres se calaron los pedales y salieron corriendo entre la fría y oscura llovizna, dejando a su paso los destellos rojos de sus luces traseras. Por acuerdo tácito, los dos primeros minutos se lo tomaron con calma, rodando sin separarse mientras zigzagueaban entre el lento tráfico en dirección al centro de la ciudad. Luego, al pasar frente al estadio Ciudad de Manchester, se miraron, asintieron ambas y aumentaron el ritmo. Corrían con ese estilo suelto y constante de los ciclistas que no distinguen entre su sistema óseo y el esqueleto de sus bicicletas. Aferraron con más fuerza el manillar y aceleraron hasta velocidad de carrera.
Durante un kilómetro y medio tenían ante sí el recorrido despejado, en dirección oeste por Ashton New Road hacia el centro, y aunque solo había un carril en cada sentido, una gruesa franja de líneas blancas separaba ambos carriles. Circulaban por la mediana, dándose relevos. Una se quedaba a la estela de la otra, y luego aceleraba para ponerse a tirar en cabeza. Un par de veces tuvieron que invadir los carriles de circulación para esquivar motos que venían de frente, y entraron en dirección contraria por la línea divisoria. Zoe golpeó un retrovisor lateral, sonó un claxon y ella gritó de emoción.
Nada hacía más feliz a Zoe que una carrera callejera. Era una competición sucia y rápida, todo lo que se veía era un peligro en potencia. Los conductores estaban adormilados y despistados, o alerta y tensos, y ambas circunstancias podían hacer que de repente se cruzaran y te golpeasen. Las líneas blancas sobre las que pedaleabas patinaban bajo la lluvia y estaban resbaladizas por la gasolina derramada, y había fragmentos de cristales esparcidos que podían pincharte las ruedas y lanzarte en medio del tráfico. Si te caías, solo podías dar vueltas como una gimnasta y esperar chocar con el bordillo antes que con un coche. La lluvia se te metía en los ojos y convertía los faros que se acercaban en una mancha de velocidad y destellos, y en medio de ese caos estabas disputando una carrera con otro ser humano que era la mejor en su disciplina, por eso tu ritmo cardíaco estaba a tope y la adrenalina bombardeaba tus sentidos.
Aceleraron. Zoe sonrió, con el viento en el rostro. Esto era competición pura, por la que no había premio, ni gloria, ni nadie sabía quién eras. No había reconocimiento ni fama. Podías llegar a un punto más allá de ti misma. Aquello era lo que le gustaba. Cuando echas esas carreras, no piensas en tu vida. Estás concentrada en no cometer el más mínimo error. Podías ir tan rápido que la velocidad se alimentaba sola y las ruedas empezaban a rugir en la oscuridad, y tu corazón latía con tanta fuerza que creías que una sola pulsación más por minuto podría matarte, y entonces, de pronto, oías una moto, volvías la cabeza y veías la luz blanca detrás de ti, y sin saber cómo, corrías más. Las luces pasaban como ráfagas de láser. Hundías la cabeza entre los hombros, dabas un par de bandazos y acelerabas. Las carreras callejeras constituían la única parte de la vida de Zoe sobre la que sentía que tenía el control. Era el único momento en que podía pasar junto a un anuncio luminoso de seis metros de alto en el que salía su cara y solo fijarse en la valiosa iluminación que proyectaba sobre la superficie del asfalto.
Kate y Zoe pugnaban por ganar la posición en la franja central que se iba estrechando, primero una en cabeza, luego la otra. Se daban relevos a la perfección. Durante casi kilómetro y medio, con los pulmones a punto de estallar, ninguna fue capaz de dejar atrás a la otra. La banda que hacía las veces de mediana se estaba volviendo demasiado estrecha para poder circular una junto a la otra con seguridad, y un par de veces sus hombros se rozaron y les costó mantener la línea recta de avance y no salir despedidas hacia los coches.
Doscientos metros más adelante, un semáforo señalaba el cruce en que su ruta giraba a la izquierda por Great Ancoats. Estaba en verde.
Kate miró la calzada, calculando el punto a partir del cual podía seguir pedaleando si el semáforo cambiaba a ámbar. Sin manifestarlo con ningún gesto de su cuerpo, de repente apretó el ritmo y abrió un hueco de cinco largos con Zoe. Era una maniobra de ataque típica de las carreras callejeras: pedaleabas a fondo durante unos segundos, más allá de tu límite aeróbico, consciente de que si abrías un hueco con tu rival tenías la posibilidad de que se viera atrapada en el semáforo después de que tú pasaras. El riesgo era que el semáforo podía no cambiar, en cuyo caso tu rival te adelantaría mientras tú, asfixiada, recuperabas oxígeno.
Kate decidió correr el riesgo, torciendo el gesto ante el dolor que comenzaba a punzar su cuerpo. Estaba como loca por ganar. Derrotar a Zoe ahora, aunque fuera en un juego como ese, supondría introducir una asociación negativa en la mente de Zoe para la próxima vez que se situaran juntas en una línea de salida de verdad. Pedaleó más fuerte. A esa intensidad, un simple segundo resultaba insoportable, y veinte, algo inimaginable. Con un esfuerzo de voluntad, trajo la imagen de Sophie a su cabeza. Así era como aguantaba el sufrimiento. Pensaba: «Si gano esta carrera, Sophie se pondrá mejor». No tenía ninguna lógica, pero con el cerebro a más de ciento sesenta pulsaciones por minuto, la lógica no servía de nada. Mientras aceleraba en la oscuridad, visualizaba a Sophie delante de ella, y la imagen la impulsaba hacia delante.
Zoe se conocía la trampa del semáforo de memoria y esperaba que Kate lanzara un ataque. Se armó de valor y aumentó su cadencia de pedalada, dispuesta a no dejar que su rival abriera mucho hueco. Miró la carretera, calculando el punto a partir del cual la luz ámbar no la detendría. Sus músculos agonizaban, pero su mente no acusaba el dolor. Sus ruedas patinaban y derrapaban de la fuerza que imprimía al impulsar la bici, con tanta potencia que el cuadro emitía crujidos.
Kate iba al límite. Justo cuando el dolor en sus músculos y sus pulmones alcanzó un punto insoportable, el semáforo cambió a ámbar. Todavía estaba a quince metros del punto que se había marcado como el límite absoluto sin retorno. Sintió un fogonazo de alivio: ya podía frenar. Se arriesgó a lanzar una rápida ojeada a sus espaldas para comprobar que su rival había pensado lo mismo. Pero Zoe estaba dispuesta a ir a por todas. Con los ojos vidriosos, dando bandazos en un esfuerzo supremo, Kate pensó que su oponente ni se había dado cuenta de que se había girado para mirarla.
Kate titubeó. ¿Estaría siendo demasiado precavida? Ahora estaba solo a cinco metros del punto calculado, el semáforo seguía en ámbar y había bastantes posibilidades de poder hacer a toda pastilla el giro a la izquierda justo mientras el semáforo cambiaba a rojo. Lanzó una mirada a la derecha, al cruce en el que los coches aguardaban en los últimos segundos de su luz roja. Era una vía de dos carriles por sentido. Había un Volvo negro y un BMW azul en primera fila. La moto de un mensajero se situó a la derecha de ambos. Kate observó los coches teñidos de naranja por la luz que destellaba desde arriba el semáforo del cruce. Parecían normales. Ninguno asomaba el morro como un potencial asesino al volante. Lo más probable era que no saliesen disparados como coches de carreras en cuanto cambiara el semáforo.
Kate dio otro par de fuertes pedaladas, y luego volvió a dudar. Pensó en Sophie. De repente, la zona en la que viajaba parecía tan crudamente marcada como sugería la línea de stop del cruce. Era la madre de una chiquilla. ¿Estaba teniendo en cuenta el riesgo que suponía lanzarse a toda velocidad hacia un cruce que estaba a punto de llenarse de tráfico? Se imaginó el rostro de Sophie, y los ojos de su hija conectaron con tanta fuerza con sus tendones y la musculatura de su brazo que, sin tan siquiera pensarlo, frenó con tanto ímpetu que casi se le clavan las ruedas.
Cuando el semáforo se puso en ámbar, Zoe se percató de las dudas de Kate e incrementó el ritmo instintivamente. Estaba a treinta metros del punto que había decidido, pero ya no pensaba en eso. Pensaba en Adam. Aquí, al límite de su fuerza física, sentía que su difunto hermano la observaba con la misma mirada curiosa y descarada que Sophie le había lanzado ese mismo día, un poco antes. Otra vez esa onda en el tiempo, expandiéndose desde su punto común de origen, sin despegarse de ella por muy rápido que intentara dejarla atrás.
Mientras Kate frenaba, Zoe se hizo a un lado y la adelantó como un rayo. Pasó por encima de la línea blanca de stop, se saltó el semáforo en rojo a cuarenta kilómetros por hora y entró en el giro perpendicular inclinada a la izquierda, con las ruedas chirriando sobre el asfalto mojado, al límite de su adherencia.
El conductor del BMW azul le dijo al agente que no pudo hacer otra cosa. Había completado ya tres cuartas partes del giro e iba más o menos a veinticinco kilómetros por hora cuando Zoe apareció en su carril, apenas a una rueda de distancia de su parachoques. Dispuso de menos de un segundo para reaccionar. A su izquierda estaba el Volvo negro; a su derecha, la moto. Consiguió pisar el freno, pero aun así golpeó la rueda trasera de Zoe. Notó que sus neumáticos pasaban por encima de algo y se asustó porque pensó que había sido sobre la chica.