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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (6 page)

Llamó a su agente.

—Creo que podría estar metida en un problemilla —expuso con tacto.

Después, dejó el teléfono junto a ella en el sofá, y miró a su alrededor, a esa casa que se había comprado con una señal de un treinta por ciento que le había pagado su patrocinador Perrier, además de una hipoteca de un millón de libras que no tenía muchas posibilidades de seguir pagando como no ganara el oro en Londres dentro de cuatro meses y lograse cerrar otro contrato de patrocinio.

La presión añadida le ayudaba a superar el umbral de dolor en los entrenamientos. Tenías que ir a la desesperada, tan salvaje como habías sido cuando no tenías nada. Tenías que doblar tu apuesta cada vez, o contemplar cómo alguien más asustado de lo que tú estabas te dejaba a rueda.

Le divertía que aquella casa que se había comprado para meterse presión estuviera diseñada con el fin de resultar tan relajante. Las paredes, pintadas con pintura Farrow & Ball, tenían la cualidad de ni reflejar ni absorber la luz. El tono se llamaba Archive. Los ventanales de láminas de vidrio se adaptaban a la luminosidad exterior y aliviaban en las pupilas el estrés de la situación.

En una mesita de café de palo santo junto al sofá estaba el último ejemplar de
Marie Claire
con el rostro de Zoe en la portada, sonriente. La hojeó. Era «extremadamente resuelta, implacable e imparable». Se la «llevaban los demonios». Eso escribían de ella.

No se sentía nada de eso. Cerró los párpados e intentó calmar con la respiración el pánico que avanzaba desde su estómago. No había ruido de tráfico; ni el sonido de la tele del vecino; silencio. A esa altura por encima de la superficie del suelo, lo que el agente inmobiliario le había vendido como privacidad resultaba más bien soledad. A esa altura por encima de la ciudad de la que había salido trepando, el silencio parecía irrevocable.

No sabía en qué pensaba al adquirir la casa. Quizá en que podía dejar sus problemas cuarenta y seis pisos más abajo, a ras de suelo.

Intentó concentrarse en su respiración. Deseaba que Tom, su entrenador, estuviera allí. Él sabría qué decir para ayudarla a buscar una solución a lo que sentía. Desde que lo conoció, a los diecinueve años, había confiado en él para superar los momentos difíciles. El problema radicaba en que los momentos difíciles ya no eran los días de carrera. Competir en unos Juegos Olímpicos ya no la asustaba. La idea de salir entre el vocerío del público, en Londres, parecía algo sencillo, natural y agradable. Ahora lo que la asustaba eran los días corrientes —las interminables mañanas de los martes o las tardes de los miércoles de la vida real—, los días en que tenía que avanzar sin el apoyo del manillar. Cuando dejaba la bici, era como un fumador sin pitillos, nunca sabía qué hacer con las manos. En cuanto echaba pie a tierra, se suponía que su corazón tenía que llevar a cabo todas esas incomprensibles funciones secundarias —amar a alguien, sentir algo o pertenecer a un lugar—, cuando lo único para lo que estaba entrenado era para bombear sangre.

Se estremeció y descolgó el teléfono para llamar a Tom. Marcó su número, pero antes de finalizar se lo pensó dos veces. Sabía que le pediría que le expusiera el problema, e intentó pensar en qué decirle esta vez. Probablemente debería empezar con una pregunta sobre su dieta, o su régimen de Pilates, y luego dejar que él descubriese lo que en realidad iba mal. Era lo que solía hacer últimamente, cuando lo llamaba. A fin de cuentas, era una campeona, y resultaba humillante proclamar abiertamente: «Por favor, no aguanto más».

Titubeó, contemplando la niebla gris que envolvía la ciudad. Un olivo italiano subió con lentitud frente a su ventana, dando vueltas muy despacito mientras ascendía.

Barrington Street, Clayton, Manchester Este

Jack entró en la calle donde vivía la familia Argall y fue reduciendo la velocidad hasta alcanzar un paso de tortuga al acercarse a los baches, mientras miraba por el retrovisor para comprobar que no estaba sacudiendo demasiado a Sophie. La lluvia iba cesando y media docena de críos arrastraba con parsimonia sus bicis por la larga y recta calzada agrietada que separaba las filas de casas victorianas adosadas de ladrillo rojo, todas ellas iguales, cada una con su escalera propia y su murete separador entre la puerta pintada y la acera. Los niños detuvieron las bicis para hacer pompas de chicle y contemplar cómo los Argall descendían del coche ante su vivienda.

Jack abrió su portezuela, salió a la calzada con las últimas gotas de lluvia y frunció el ceño.

—¿Siempre estáis en la calle, chavales?

La más alta era una chica de ocho años con unos
leggings
rosas, zapatillas deportivas blancas y un abrigo verde con la capucha puesta. Se adelantó del grupo con su bici, apretó el freno y ladeó la cabeza. Arrugó la nariz y miró a Jack como si fuera un poco retrasado.

—No ponen ná en la tele —replicó—, solo mierda.

Jack torció el gesto.

—¿Qué pasa? —protestó la chica—. He dicho mierda, solo eso. ¿No existe esa palabra en la puta Laponia o como se llame su país, señor Argall?

Luego, giró la cabeza y escupió en la acera. Un alargado hilo de baba se quedó pegado a sus labios, y lo sorbió como si fuera un espagueti por el hueco que tenía entre los incisivos, mirando amistosa a Jack al mismo tiempo.

—Soy de Escocia —dijo él—. Lo reconocerías si saliera en la tele. ¿Gaitas? ¿Faldas? ¿Heroína?

—Pues eso… Da igual —dijo la chica—. ¿Está bien Sophie?

—Pregúntaselo tú misma, Ruby. Mi hija sabe hablar.

Kate se había bajado del coche y estaba inclinada junto a la puerta para soltar los enganches de Sophie. La chica acercó su bici hasta ellas.

—Mamá dejó una tarta para usted, señora. Está en su porche.

Kate alzó la mirada y sí allí estaban, un
tupperware
y una caja metálica de galletas en la escalera de entrada de su casa.

—Dos tartas —dijo—. ¡Qué amable!

—No, la caja es de la mamá de Kelly. Son galletas, pero yo no me las comería si fuera usted, porque la mamá de Kelly es un poco guarra.

—Ruby, cariño, no está bien decir esas cosas —reconvino Kate.

Jack le lanzó una mirada por encima de la cabeza de Ruby que quería decir: «Ya, pero…» y ella intentó mantener la seriedad en el rostro.

—Vamos a salir de aquí, Sophie —dijo, apoyando la cabeza de su hija contra el pecho mientras la cogía en brazos para sacarla del coche.

Sophie miró por encima del hombro de Kate a la chica, pestañeando entre la llovizna.

—¿Todo bien, Soph? —preguntó Ruby.

—Genial —contestó Sophie—. Hemos ido a la Estrella de la Muerte y he conocido a Darth Vader en persona; era él de verdad porque, si no, ¿por qué iba a acordarme?

Ruby entornó los ojos.

—¿Cuándo vas a volver al colegio?

—No lo sé, ¿verdad?

—Pronto, Ruby —intervino Kate—. En cuanto esté mejor.

—Ya has perdido dos meses —dijo Ruby—. Si faltas mucho más, tendrás que ir a las clases de mates para tontos con Barney y te enseñará el pito.

Sophie se encogió de hombros con toda tranquilidad.

—Ya lo he visto.

Ruby sonrió, luego alargó el brazo rápidamente y tomó la mano de Sophie. La miró a los ojos durante unos instantes y acercó su cabeza, como si estuviera tratando de dirigir energías de su interior, a través de su brazo, hacia el cuerpo de Sophie. Por último, le soltó la mano, hizo una pompa de chicle y se marchó pedaleando para unirse a los otros niños que corrían en círculos por la calle.

Sophie dejó que mamá la llevara dentro. La casa olía a tostadas y a aceite de engrasar. Las bicicletas de carretera de sus padres colgaban de ganchos en el recibidor. Cuando mamá la posó en el suelo, la pequeña se abrió paso entre el caos de zapatos, guantes desparejados y abrigos tirados por el suelo del pasillo hasta llegar al cuarto de baño que había debajo de las escaleras.

Se encerró en el baño y se sentó en el suelo, a oscuras. Apoyó la espalda en la pared y cerró los párpados. El medio minuto de conversación con Ruby había acabado con ella. Aun así, era bueno. Mamá lo había visto, y papá también. Eso valía para que pasaran una hora sin preocuparse. Después, sabía que empezaría a ver las arrugas surcando de nuevo sus rostros, y oiría otra vez aquel tono afilado en sus voces, y se fijaría en las miradas de reojo que le lanzaban mientras fingían no mirarla. De nuevo discutirían sobre cosas estúpidas como los horarios para entrenar o el arroz de grano largo, sin saber siquiera por qué lo hacían. Pero Sophie sí lo sabía. Significaba que volvían a temer por ella, y tendría que hacer alguna de las cosas que les permitían olvidar su temor durante otra hora.

Si estabas en el coche, podías dar pataditas en el respaldo del asiento. Eso los ponía de mala leche, que era lo contrario de asustados. Si estabas en casa, tenías más posibilidades: podías ser contestona, o llevarles la contraria, lo que te hacía parecer menos enferma; podías hacer un dibujo; podías correr escaleras arriba y armar un montón de ruido, para que te oyeran, aunque luego tuvieras que pasarte diez minutos tumbada en la cama; podías fingir que te habías comido toda la tostada, aunque tuvieras que esconderla por debajo de la camiseta y tirarla más tarde al retrete; podías jugar a juegos de chicos como
Star Wars
, con combates y naves espaciales que te hacían parecer dura, aunque no tuvieras fuerzas ni para montar en bici.

Por la noche resultaba más difícil. Por la noche, cuando tenías pesadillas y mamá o papá acudían corriendo, podías decirles que habías soñado con un lobo o un ladrón —las cosas con que sueñan los niños sanos— y no con la Muerte, que te daba tanto miedo que no conseguías que te saliera la voz para llamar a tus padres. Cuando venía la Muerte, solo podías quedarte callada. Otras noches, podías fingir que dormías cuando mamá entraba a ver qué tal estabas a las 22:00 hs., a la una y a las cuatro de la mañana. Si programabas la alarma de tu iPod cinco minutos antes que la suya, podías simular que estabas profundamente dormida, aunque en realidad te hubieses pasado media noche leyendo cómics de Star Wars.

Había cientos de cosas que podías hacer para que mamá y papá no se preocupasen. Podías cepillarte tú sola los zapatos, lavarte los dientes, vestirte bien, aunque estuvieras tan cansada que lo único que te apeteciese fuera tumbarte y cerrar los ojos. Podías hablar del futuro —les gustaba mucho que hablaras del futuro, sobre todo si era cercano—. Si decías «¿Puedo salir mañana de compras con vosotros?», se ponían contentos, porque eso significaba que estabas siendo optimista. El doctor Hewitt lo llamaba compromiso positivo y era un signo de que no sufrías eso que a todo el mundo le daba tanto miedo, que era la falta de progresos. Así que si decías «¿Puedo salir mañana de compras?», decían «¡Genial!», pero si decías «¿Iremos de vacaciones a Francia el año que viene?», sus ojos adquirían una expresión sombría, se lanzaban miradas de reojo y decían algo así como «Mejor será que vayamos día a día, ¿vale?».

Si querías que no se preocuparan, también había centenares de cosas que podías no hacer: no toser, no marearte, no decir nunca que estabas cansada o triste… Y si estabas realmente mal, había formas de ocultarlo, y si te sentías triste, lo mismo.

Había muchas maneras de conseguir que mamá y papá no se preocupasen, resultaba fácil pensar en algo cada hora que pasaba. La parte complicada consistía en que todo aquello cansaba un montón, y esa era una de las cosas que debían evitarse a toda costa. Por eso, a veces tenías que descansar así, en el cuarto de baño, a oscuras.

Cuando hubo reposado un poco, alargó el brazo y tiró del cordón de la luz. El tirador de madera se había soltado del extremo y se perdió, y mamá había atado en su lugar una de sus medallas de oro de los juegos de la Commonwealth, que se balanceaba a la luz de la bombilla desnuda y emitía destellos al girar.

Empezó a sonar música en la cocina. Sophie sonrió. Papá estaba de buen humor. The Jesus & Mary Chain tocaban
Never understand
.

La música de papá era una verdadera basura.

Al otro lado de la puerta del baño, podía oír cómo papá canturreaba siguiendo la música. Sonaba como cualquier padre tarareando una canción. A ella le encantaban los momentos en que mamá y papá eran felices. Si te concentrabas y los organizabas en tu memoria, luego podías coleccionarlos, como viejas monedas de cobre, o canicas de vidrio.

Sophie se incorporó apoyándose en el lavabo, se sentó en el retrete e hizo pis. Esta vez su orina era de un tono verde lima brillante. Le alegró que mamá y papá no pudieran verlo, porque se asustarían. Tiró de la cadena y se lavó las manos en el lavabo con cuidado, usando la pastilla de jabón que se había formado de juntar y aplastar los restos de las dos precedentes. Se secó las manos en los pantalones vaqueros. Al otro lado de la puerta, escuchó las risas de sus padres en el pasillo. Mamá le decía a papá que dejara de cantar de una vez.

Sophie se subió al retrete para mirarse al espejo que había encima del lavabo. Tenía que comprobar a diario cómo estaba. Lo hacía allí dentro, para que nadie pudiera verla. Se quitaba la gorra de
Star Wars
y se examinaba el cuero cabelludo. Solo le quedaba un mechón de pelo, que colgaba por encima de la frente en el lado izquierdo. En el espejo apreció que tenía unas manchas oscuras debajo de los ojos. Era solo el efecto de la desagradable bombilla que tenía sobre su cabeza. Sin embargo, su rostro parecía más delgado. Se llevó las manos a las mejillas, se pasó los dedos por los pómulos y sintió sus afilados bordes. Por un momento se asustó, pero luego comprendió que no se trataba de la leucemia, sino el efecto que producía en su cuerpo la microgravedad de la Estrella de la Muerte. Te desgastaba. Probablemente ese sería el aspecto que tenían todos los soldados imperiales bajo sus cascos.

Volvió a calarse la gorra y se contempló en el espejo. Se frotó las mejillas para que adquiriesen algo de color. Planeó lo que haría a continuación: ir a la cocina, fingir que estaba sana durante más o menos un minuto, decirle a papá que su música era una basura y luego subir a su cuarto a tumbarse. No, mejor diría: «Tu música es una mierda», imitando a Ruby. Papá se reiría, se pondría de rodillas y jugaría a peleas con ella, y mamá sonreiría al verlos, y eso supondría una hora más sin preocupación para papá y mamá.

—Mierda —dijo despacio, practicando la palabra.

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