A por el oro (30 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A veces, Tom pensaba en ello —por un instante veía la cara de Matty, como ahora—, pero luego su mente retrocedía ante el dolor. Estaba bien, la verdad. Cada año, los bordes afilados se volvían más romos.

En el café vacío, escuchaba a Phil Collins e intentaba analizar la letra de la canción de la forma en que lo haría si el cantante fuese uno de sus deportistas. «El aire trae algo esta noche», decía. Phil podía presentir su llegada, y resultaba evidente que se trataba de algo grande. El tío llevaba toda la vida esperando ese momento, así que, fuera lo que fuese, no era algo que se presentara cada media hora.

Esos acordes evocadores, el eco de aquella batería, la insistencia en que se produciría una especie de cataclismo inminente… Tom frunció el ceño pensando en el consejo que le daría a Phil. Allí sentado, jugueteaba con la lengua en su dentadura postiza y removía el café en el sentido contrario al de las agujas del reloj, lánguidamente. Su conclusión profesional, por último, fue que Phil Collins era un cabrón porque nunca explicaba qué era ese algo, eso cuya llegada solo él había captado, como una especie de sistema de alerta antiaérea temprana con poco pelo, baquetas y amplificadores.

Así rebotaba la mente de Tom cuando pensaba en su hijo. Siempre pasaba rozando la superficie del dolor, y luego daba un salto y se agarraba a la distracción inocua más próxima.

Contempló la foto de Zoe en el periódico. Tenía que haber un gran dolor en su pasado, tan hondo como el suyo. No encontraba otra explicación para el modo desesperado en que se comportaba, o para el fuerte vínculo que lo unía a ella. No era amor —era ya demasiado viejo para eso—, sino una especie de cariño insoportable. Tampoco era que Zoe le hiciera desear tener treinta años menos… La vida por sí sola se bastaba para eso.

Gruñó enfurruñado consigo mismo. Era frustrante. Cuando todo lo que sabías eran ritmos cardíacos y umbrales lácticos, era como si la vida te ofreciera grandes emociones, pero tan solo esos instrumentos baratos para medirlas. Las letras de Phil Collins encerraban un sentido, del mismo modo que un espejo de bolsillo podía encerrar la luna. Sin embargo, esas cosas insuficientes eran todo su bagaje: viejas canciones pop en cafés vacíos, las medallas de oro que habían ganado sus deportistas, las pequeñas redenciones devueltas por una historia idiosincrásica que pasaba por alto décadas enteras pero contaba las décimas de cada segundo.

El tiempo nunca se portó bien con él. Era como un disco rayado, bien repitiendo una frase hasta el infinito, bien saltándose versos enteros para que las cosas sucedieran o demasiado tarde o demasiado pronto.

Tom todavía podía sentir el apretón salvaje de la mano de Zoe en la suya, en la sala de partos. Él tenía la culpa que no se hubiera deshecho del bebé. Aún lo perseguía la idea de que no fue capaz de convencerla de que dejara de entrenar. Lo único que logró fue que aflojara un poco. Zoe había llevado el embarazo como si se tratara de una lesión: continuó con su entrenamiento al ralentí mientras adecuaba las restricciones temporales en su rendimiento. Ni siquiera en la semana veintiséis de embarazo consiguió que su pupila considerara el bebé como algo que realmente iba a suceder. Una tarde, habló con ella del tema en el velódromo. Se plantó en medio de la pista para obligarla a detenerse, y le sujetó el manillar mientras Zoe luchaba por liberarse.

—Por favor… —suplicó Tom.

—Por favor, ¿qué?

—Por favor, para. Vas a dañar al bebé.

El pecho de Zoe palpitaba y estaba empapada de sudor.

—No seas melodramático. No estoy forzando. Solo necesito mantener un buen nivel físico. Así, en cuanto lo tenga, podré recuperar la forma de competición para Atenas.

—Te olvidas de que en cuanto lo tengas, Zoe, será un ser humano y tú serás su maldita madre las veinticuatro horas del día.

Zoe asintió y guardó silencio, como si aguardara más explicaciones.

—¿Y bien? —insistió Tom—. ¿Vas a decirme quién es el padre que va a cuidarlo? Tengo la impresión de que no está muy implicado en el asunto.

Zoe echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—¿Eso te parece?

El entrenador levantó una mano.

—Mira, no es asunto mío quién es su padre, pero deberías pensar en pedirle algo de ayuda, por lo menos. Los hijos son un trabajo duro, que no concede descanso. Hay que darles de comer, cambiarlos y cogerlos en brazos, día y noche.

—Pues lo haré. Veremos cuántas horas me quita y le haré un hueco.

—Esto no es una lista de tareas que podamos encajar entre tus entrenamientos.

—¿Qué es entonces?

—Es una vida. ¡Se supone que te importa, maldita sea!

Zoe miró más allá de él, hacia la pista.

—Pues claro que me importa, mierda.

—Entonces bájate de la bici, Zoe. Tienes veintitrés años. Todo esto seguirá aquí esperándote cuando estés lista para reintegrarte al deporte. Pero ahora mismo, lo que tienes que hacer es bajarte de la bici.

Zoe lo miró fijamente.

—El padre es Jack, Tom. Me bajaré de la bici cuando él se baje.

Tom quedó tan sorprendido que soltó el manillar de la bicicleta. Por su parte, Zoe estaba furiosa, tanto, que pisó con fuerza los pedales y aumentó su velocidad muy por encima de cualquier límite seguro. Cada vez que pasaba como una exhalación a su lado, él le rogaba que parase, pero ella no hacía más que acelerar. Al final, Tom se dejó caer en una silla y observó cómo corría.

A las veinte vueltas, Zoe frenó, dejó la máquina y empezó a enfriar en las bicicletas estáticas del centro del velódromo. Tom le llevó una toalla limpia y una bebida isotónica del tiempo.

—¿Estás bien?

Zoe lo miró. Su cara estaba pálida y tenía manchas oscuras alrededor de los ojos.

—Lo siento —se disculpó.

—No lo sientas. Solo soy un cabronazo viejo que no supo hacerlo bien en su momento. Creo que tú lo harás mejor que yo, eso es todo.

Le echó la toalla en la espalda y masajeó sus hombros, usando una esquinita de la toalla para secarle el sudor del rostro. Zoe dejó de pedalear. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho de su entrenador. Tom no supo qué hacer con sus manos, así que las dejó caídas, inútilmente, en los costados. Permanecieron así un minuto, mientras el volante de inercia de la bicicleta estática iba bajando la velocidad y emitía una nota lastimera y descendente cuyo eco resonaba en el vasto velódromo.

—Estoy tan cansada, Tom… —susurró Zoe.

—Te sentirás mejor.

—¿De verdad? ¿Tú lo estás?

Se lo pensó un poco y luego, porque era su entrenador, dijo:

—Claro que sí.

—Mentiroso —replicó ella sonriendo.

Todo sucedió de repente. Zoe se apeó de la bicicleta estática, dio dos pasos hacia los vestuarios y se desplomó con un grito. Tom corrió a ayudarla y la cogió de las manos. Cuando comprendió lo que ocurría, casi le fallan las piernas. Tuvo la lucidez mental suficiente para ayudarla a cambiarse la ropa de la Federación Británica de Ciclismo y ponerse ropa de calle. Fuera lo que fuese lo que iba a suceder, el entrenador sabía que resultaría más fácil para Zoe si no llamaba mucho la atención. Cuando llegó la ambulancia, subió con ella. Zoe se agarró de nuevo a su mano, con los ojos en blanco. Cuando el paramédico, cuaderno en mano, le preguntó los datos de la paciente, Tom le dio el apellido de soltera de su madre.

Zoe seguía aferrada a su mano cuarenta minutos más tarde, cuando los paramédicos la llevaban en camilla hacia la sala de partos. La desnudaron y le pusieron luego un camisón de hospital; mientras, Tom tuvo el pudor de no mirar. Los médicos le pusieron inyecciones para detener las contracciones, pero no funcionó. Una hora después de su ingreso, la matrona les dijo que era inevitable que diera a luz.

—¿Es usted su pareja? —le preguntó.

Tom negó con la cabeza.

—Solo soy un amigo. Esperaré fuera, ¿vale?

Zoe asió su mano con fuerza.

—No me dejes sola, por favor.

—Pero si voy a estar ahí mismo…

Zoe lo miró, suplicante.

—Por favor…

Tom cerró los ojos por un momento y los abrió.

—Conforme.

La matrona miró directamente a los ojos de Zoe y le dijo:

—Solo para confirmarlo: ¿le parece bien que este caballero esté presente durante el parto?

El rostro de Zoe se distorsionó a causa del dolor de una contracción. Cuando se le pasó, miró a la matrona y respondió:

—No tengo a nadie más.

—¿Eso es un sí?

—Sí.

Le administraron petidina, anestesia y oxígeno, y tras eso, las contracciones parecieron molestarle menos. Tom la tenía cogida de la mano y, arrodillado junto a ella, le susurraba palabras de ánimo al oído. Treinta y cinco años antes no le permitieron el acceso a la sala de partos, pero le repitió a Zoe lo que le había dicho a su esposa justo antes de que se la llevaran. Le dijo lo que llevaba décadas diciendo a todos sus deportistas: «Respira, respira».

Zoe, desorientada debido a la conmoción, los opiáceos y la anestesia, le apretó la mano y soltó algo que semejaba un gruñido.

—Todo va bien —la animó—. Todo va bien…

Sabía que eso se suponía que debías decir cuando las cosas iban mal.

Zoe volvió la cabeza para mirarlo; sus ojos parecían reflejar desesperación.

—Tom, cuando salga de aquí, tenemos que ir directamente a terminar la sesión de entrenamiento, ¿vale?

—Tú solo respira, ¿de acuerdo? Ya habrá tiempo para eso.

Zoe meneó la cabeza y se retorció de dolor.

—¡Tengo que volver!

El sudor perlaba su rostro, y su mano lo apretó tan fuerte que le hizo sangre con las uñas. La matrona le pidió que empujase.

Tom mantuvo en todo momento la mirada fija en la cara de Zoe, que cerraba los ojos con fuerza. Los médicos se llevaron algo, pero ninguno de los dos se dio cuenta de ello, y nadie les informó absolutamente de nada.

Quince minutos después, Zoe expulsó la placenta, y ambos pensaron que era el bebé.

—¡Ya viene! —chilló Zoe—. Ay, Dios, ya viene.

Tom sintió que la tensión crecía en su cuerpo; remitió cuando oyó el sonido de algo pesado y flácido que salía de Zoe. Miró, esperando ver un recién nacido. En su lugar, vio una masa sanguinolenta con forma de filete en las manos de la matrona. Envuelta en una capa transparente y gelatinosa, como un buñuelo transparente, colgaba de ella el cordón umbilical. Se obligó a mirar de nuevo, siguiendo el cordón hasta el lugar donde tendría que estar el ombligo e intentando dar sentido a lo que veía. Contempló la placenta un buen rato, pensando que debía de ser la convexidad de la barriguita, y buscó las extremidades allí donde debería haber unas piernas escuálidas, unos bracitos y más arriba, una carita arrugada. Al no encontrarlos, sintió un pánico creciente y el punzante desasosiego de pensar que algo había salido mal, terrible y escandalosamente mal.

Había un penetrante olor metálico y fétido a sangre, y la matrona parecía nerviosa y taciturna. Su atención se centraba en lo que sucedía ahora en el otro lado de la sala de partos, donde médicos y enfermeras se arremolinaban alrededor de algo en una mesa que sus propios cuerpos impedían ver.

Zoe estaba tumbada, agotada.

—¿Está todo bien? —susurró.

Tom le apretó la mano e intentó no vomitar.

—Sí. Todo va bien.

Una auxiliar se acercó y, con una mano envuelta en un guante de látex, cogió la cosa que acababa de salir de Zoe. Tom observó cómo la mano levantaba la maleable masa, la dejaba en una bandeja de acero inoxidable, la cubría con una tela verde y la depositaba sin mucha ceremonia en otra bandeja de un carrito también de acero inoxidable que había junto a la cama. Normal —se dijo—; estos tíos ven este tipo de cosas con mucha frecuencia. Es natural que no estén afectados.

Así que ya estaba, pensó. La cosa no había salido bien.

No podía apartar de su mente la imagen de aquella terrible masa deforme. Dio gracias de que no hubieran dejado a Zoe verla.

Se arrodilló a su lado y le dijo al oído:

—Mira, cariño, te seré sincero. Era precioso, pero ha nacido muerto.

Ella lo miró y Tom captó el alivio en sus ojos.

Transcurridos unos minutos, los médicos acercaron la cosa con la que habían estado ocupados. Era una caja de acrílico, rodeada de máquinas y monitores, y perforada por cables. En su interior había un bebé prematuro, mucho más pequeño que la monstruosidad que la auxiliar se había llevado en la bandeja. El recién nacido estaba casi oculto por tubos de ventilación y sondas de alimentación, un gorrito protector y láminas de plástico. Tom se preguntó por qué le estarían mostrando a Zoe el bebé de otra mujer. Igual era una técnica psicológica. Quizá las investigaciones hayan demostrado que si das a luz a algo monstruoso, necesitas ver un bebé normal inmediatamente.

—¿Qué es esto? —preguntó Tom.

La matrona lo ignoró y sonrió a Zoe.

—Es su hija, mamá.

Zoe la despachó del modo más educado que pudo mientras la auxiliar le limpiaba los muslos con toallitas húmedas. Explicó a los médicos, con voz clara y tranquila, que no pasaba nada; que era muy amable por su parte, pero que no necesitaba para nada el bebé de otra. Les dijo que para ella no se acababa el mundo si su hija había nacido muerta.

Tom captó las reacciones de sorpresa de los médicos.

—Solo quedan nueve meses para Atenas —agregó Zoe—. Tengo que volver a los entrenamientos.

Los médicos mantuvieron una conversación entre susurros, y luego se llevaron al bebé a la UCI de neonatos.

Incluso cuando Tom comprendió lo sucedido y se lo expuso a Zoe, esta no demostró sentir ningún vínculo con la pequeña de la incubadora. Los médicos le dijeron que casi respiraba por sí sola. Estaban contentos. A las veintiséis semanas de gestación, aquella era la mejor noticia posible. Dispusieron una cama para Zoe junto a la incubadora, y le enseñaron a desinfectarse las manos y meterlas por los conductos herméticos que había a los lados de la caja. Tenía que tocar al bebé, se suponía. En vez de eso, Zoe se quedaba dormida, vencida por la fatiga.

Tom avisó a Jack y Kate para que fueran al hospital. Se presentaron sin tardanza y se quedaron junto a la cama, cogidos de la mano. Miraron al bebé en la incubadora. Kate suspiró, y Jack la abrazó con fuerza.

—Es preciosa —dijo Kate.

—Sí —convino Jack.

—Tiene tu carita.

Él no dijo nada. Miró a su hija mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

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