Cuando las azafatas trajeron la comida, la rechazaron. Ellos llevaban su propio programa de alimentación, y Sophie no tenía apetito. Cuando se quedó dormida con la frente apoyada en la mesita plegable, se fijó en que tenía una marca en la nuca: un gran cardenal, morado oscuro e inflamado. Le preguntó a Jack cómo se lo había hecho, pero no tenía ni idea. Muy típico de su marido, la verdad. Era el tipo de cosas en las que Jack nunca se fijaba.
Había pantallas en los respaldos de los asientos, con una imagen diminuta en que se veía cómo su avión recorría el mapa. Ahí estaban. Se inclinó sobre Sophie y besó a Jack, a más de diez mil metros de altura sobre las estepas de Asia Central. Sophie había hecho un dibujo antes de quedarse dormida, con unas pinturas que le dio la azafata. Kate se lo quitó de debajo de la cabeza porque estaba babeando encima. Lo hizo con los nudillos, para no tocar los gérmenes. Era un dibujo bonito. En la rama más alta de un árbol, una cría de búho se acurrucaba entre sus papás. Papá búho era azul y mamá búho, rosa. El niño búho empuñaba una espada láser. Kate apenas veía el dibujo, pues en su mente estaba el velódromo de Beijing. Tom le había mostrado vídeos de su interior y le encargó realizar ese ejercicio durante el vuelo: visualizar la victoria. Imaginarse cada detalle. Hacer suyo cada centímetro del espacio.
Sophie se pasó dormida todo el resto del vuelo. Kate no se lo esperaba. Llevaba consigo videojuegos, juguetes y libros, y si todo aquello fallaba, la pensaba sobornar con golosinas. Tenía seis bolsas en la mochila. Pero Sophie no hizo más que dormir. Cuando aterrizaron, tuvo que despertarla. Despertó confusa y molesta, como un animalito en el veterinario recobrándose de la anestesia. En la frente tenía otro moratón de haber estado dormida sobre una mesita. Pero Kate no se fijó en la marca, seguía visualizando la victoria.
No se podía creer que por fin estuvieran en China. Llegar a Beijing era como aterrizar en Marte. El nuevo cardenal de Sophie no desaparecía, y mientras pasaban los controles de inmigración y aduanas, Kate pensó: bah, es un simple morado. La peque volvió a quedarse dormida en sus brazos, y la llevó de modo que su respiración no le diera de lleno en la cara. Una no se pasaba veinte años entrenando para atrapar un resfriado justo antes de su gran cita…
Un coche los estaba esperando y los llevó por la ciudad. Sophie siguió dormida en el regazo de Kate. Llegaron al hotel donde se alojaba el equipo británico de ciclismo y Jack sacó a Sophie del coche en brazos. Sus dedos dejaron marcas en los bracitos. Finalmente, Kate y Jack empezaron a darse cuenta de que algo raro sucedía.
Las dos semanas de estancia en Beijing permanecen borrosas en su recuerdo. Sophie entraba y salía del hospital. Fue todo muy complicado. Los médicos pensaron primero que se trataba de una infección pulmonar. Luego hablaron de que tenía un problema renal. Tuvo fiebre muy alta. El COI les proporcionó una intérprete que conocía el vocabulario de veintiocho deportes, pero no dominaba la terminología médica, así que a Kate le costaba muchísimo valorar la gravedad del asunto. Los doctores se dirigían a ellos con frases interminables, y luego, la intérprete le tocaba el brazo, ponía una cara apenada y le ofrecía una traducción muy escueta: «Médico dice su hija bastante enferma». Los de la bata blanca contemplaban a la mujer mientras traducía, pero Kate no lograba descifrar sus expresiones.
Jack y ella se turnaron para entrenar en el velódromo olímpico mientras el otro acompañaba a Sophie en el hospital. Cuando no estaban entrenando, se quedaban con la pequeña en la habitación del hotel. Kate casi no dormía. Se despertaba e iba a entrenar. O se despertaba y rompía en llanto. Se levantaba sintiéndose demasiado débil para correr, iba al velódromo y veía cómo Zoe cada día estaba más fuerte.
Hicieron más pruebas. La intérprete acudió con ellos de nuevo al hospital. Se sentaron en un cuartito y aguardaron al médico. Era una estancia sin ventanas. Había una mesa redonda con un laminado de plástico blanco y marcas redondas de tazas de café; había un jarrón de plástico blanco limpio con unas flores pálidas; había unos relucientes focos halógenos; había un cuadro de un caballo blanco en plena carrera, en un marco de plástico. La moqueta era gris, igual que las sillas de plástico. Esperaron durante media hora, y la intérprete tradujo a la perfección su silencio. Sophie dormía en brazos de Kate, con su pijama negro de
Star Wars
. Por el pasillo se oía rumor de pasos. Cada vez que se acercaban, los tres miraban hacia la puerta. Cuando se alejaban, volvían a mirar al suelo. El aire acondicionado emitía su runrún. Una cuarta silla en la sala, vacía, esperaba también la llegada del médico.
Las paredes parecían combarse y moverse. Las manecillas del reloj parecían avanzar a golpes repentinos, para luego permanecer detenidas largos períodos. Esa sala iba a la deriva en el tiempo. La intérprete se retorcía las manos.
Cuando se abrió la puerta, Kate dio un respingo.
El médico se desabrochó la bata blanca. Se sentó con una mano sobre la rodilla. Comprobó sus notas y alzó la mirada. Estuvo un buen rato hablando. Luego, se calló y miró a la intérprete, que se había traído un diccionario. Pasaba apresurada las páginas. Finalmente, miró a Kate y anunció:
—Su hija tiene leucemia.
—¿Que tiene qué?
La intérprete comprobó de nuevo la traducción, señaló palabra con el dedo y se la mostró a Kate.
—Leu-ce-mia —silabeó—. Diez mil personas tienen la misma mala suerte. Debe iniciar una medicación agresiva ahora mismo.
Casi cuatro años después, en la mesa de la cocina, Kate empezó a contar las pastillas de ese día y a colocarlas en la copa de plata. Podía sentir que la adrenalina afilaba sus gestos y dispersaba sus ideas ante la expectativa de competir contra Zoe al día siguiente. Separó las dieciséis pastillas como si fueran viejos amigos, sabiendo que para cuando estuvieran acabadas, solo una noche de insomnio la separaría de la que podía ser su última carrera.
Por la tarde, Tom sacó del almacén las máquinas de competición de sus chicas y las colocó sobre unos soportes en el centro del velódromo. Media docena de corredores de un equipo juvenil entrenaba en la pista, y el eco de las instrucciones de su entrenador resonaba en el edificio vacío. Tom dejó que la acción girara a su alrededor a cierta distancia mientras él se concentraba en sus preparativos.
Hizo girar las ruedas de ambas bicicletas, verificó el calibrado y la alineación y confirmó que el mecánico había instalado los cambios correctos para cada una. Se cercioró de que los neumáticos eran nuevos y comprobó la presión del aire. Todo aquello era tarea del mecánico para la mañana siguiente, pero no quería que ninguna de las dos descubriera tarde que alguna parte vital estaba defectuosa.
Cuando finalizó con las pruebas, se quedó entre ambas bicis, con una mano cerrada con fuerza sobre cada manillar. Solo por la forma de las máquinas, podías sentir algo de sus dueñas. La bicicleta de Zoe era más grande, con un cuadro cinco centímetros más alto y ocho centímetros más de longitud total. Corría con un desarrollo mayor y usaba la larga palanca de sus piernas para imprimir fuerza a los pedales. Por el contrario, el pedaleo de Kate era más compacto, con un desarrollo más ligero que daba lugar a que sus piernas resultaran invisibles debido a la velocidad; compensaba su relativa falta de fuerza con un excepcional ritmo de trabajo. La máquina de Kate estaba pintada de simple color blanco, con una foto tamaño carné del rostro sonriente de Sophie colocada en el tubo superior, bajo la capa de laca del acabado. El manillar iba envuelto en cinta rosa claro, mullida y cálida al toque. La de Zoe no estaba pintada, de modo que se veía el acabado funcional de la oscura fibra de carbono bajo la capa de barniz mate. Su manillar tenía unos agarres de goma negros allí donde se curvaba. En ambos costados del tubo del sillín, visible desde cualquier lado en que se situara su oponente en la línea de salida, aparecía escrito «INVICTA» en grandes letras góticas doradas. Mientras la bici de Kate estaba diseñada para hacerla sentirse en la pista como en casa, la de Zoe estaba pensada para infundir miedo.
El entrenador sentía cierta intimidad al tocar esas máquinas cuyos cuadros encajaban con cada corredora con la misma precisión que sus huesos; esos cuadros habían llevado a sus ciclistas, las dos mujeres que más le importaban, hasta límites de dolor iguales a su límite emocional —y en ocasiones, más allá de él—. Agarró los manillares y luchó contra la sensación que le producía saber que en dos días, una de esas bicicletas ya no volvería a competir. A la una de la tarde del día siguiente estaría llevando una de esas máquinas de regreso al almacén de la Federación Británica de Ciclismo, mientras la perdedora se llevaría la suya a casa de recuerdo, para dejarla en el recibidor durante unos meses y luego, cuando el dolor y la conmoción hubieran remitido un poco, subastarla en beneficio de una organización caritativa de su elección.
Cuando se imaginó el momento después, el acto físico de llevar la bicicleta de la ganadora de regreso a la sala donde se custodiaban los sueños, supo que sería mejor que venciera Zoe. No es que prefiriese que ganara, no —nunca se permitía confundir la simpatía que sentía por ella con el deseo de que se impusiera a su otra deportista—. Ahora bien, parecía evidente, como entrenador de ambas mujeres, que si ampliaba sus atribuciones más allá de los simples resultados en la pista hacia el terreno del bienestar general de cada una de las dos, sería mejor para Zoe ganar al día siguiente. Kate tenía motivos para seguir viviendo en caso de que perdiese.
Aun así, era una putada. Si alguien se merecía una oportunidad en las Olimpíadas, esa era Kate. En Beijing, cuando diagnosticaron la enfermedad de Sophie, quedaban seis días para disputar las pruebas de ciclismo. Kate y Jack lo pusieron al corriente una hora después de que el médico les hubiera dado la noticia, cuando todavía no sabían si la niña se estaba muriendo o no. Los médicos le brindaron un resumen de la situación, y como no era su hija, enjuiciaba los hechos con la distancia suficiente para formularles algunas preguntas adicionales. Así pues, él sabía más que Jack y Kate.
Tuvo que abrirse camino hacia el hotel entre una nube de reporteros. De algún modo, la prensa se había imaginado que había de por medio una historia jugosa. La ceremonia inaugural había dado comienzo y ni Jack ni Kate estaban presentes, así que los periodistas empezaron a hacer preguntas. Las dos mayores esperanzas de medalla británicas, más alguna especie de emergencia médica… Era todo cuanto sabían, y Tom no pensaba facilitarles mayor información. Apartó a empujones a la masa que lo esperaba en la recepción del hotel, eludió sus preguntas y pidió al gerente que le permitiera subir en el montacargas.
Cuando el gerente lo dejó en la habitación de Kate y Jack, ambos se encontraban arrodillados junto a la cama de Sophie. La pequeña tenía los ojos inmóviles bajo los párpados. El teléfono de Kate sonaba sin cesar, lo mismo que el de su marido. La televisión estaba encendida, sin volumen, y se veía la ceremonia de apertura de los Juegos de Beijing. Había fuegos artificiales y una lluvia de estrellas plateadas sobre la cúpula del estadio. Todos los equipos, envueltos en sus banderas nacionales, sonreían y saludaban al público asistente mientras daban la vuelta a la pista.
Tom los obligó a sentarse al borde de la cama y les quitó los teléfonos. Los dos permanecieron sentados como niños, mirándolo.
—Bien —dijo el entrenador—, he estado hablando con los médicos, así que permitid que os simplifique el asunto. —Señaló a Sophie y añadió—: punto uno: el noventa y uno por ciento de los niños con esa enfermedad la supera, así que nos enfrentamos a una situación bastante positiva, dentro de lo que cabe. Punto dos: imagino que no querréis que la niña empiece el tratamiento en este país, porque ninguno nos íbamos a enterar de qué demonios está pasando y no podréis tomar las mejores decisiones para ella. De modo que punto tres: uno de los dos tiene que regresar a casa con ella mañana mismo. Esa es mi conclusión, después de hablar con los médicos de aquí; ah, y también he consultado a un especialista en Manchester, que estaría dispuesto a organizar todo lo concerniente a la hospitalización de Sophie.
Kate no podía mirarlo a los ojos. Se reclinó y hundió el rostro en el cuello de Sophie.
—A menos que penséis que hay otra manera de hacer esto —agregó Tom—. Podemos buscar a alguien que acompañe a Sophie en el vuelo, pero supongo que no vais a dejarla regresar sola, ¿me equivoco? Desde luego, no para iniciar una quimio… Si pensara que existe algún modo de que los dos compitierais en estos Juegos, lo haría. Pero lo mejor que podemos sacar de esta situación es que solo uno de vosotros participe.
Jack pasó un brazo sobre el hombro de Kate y decidió:
—Volvemos los dos.
Ella le acarició la rodilla.
—Sí. Nos vamos los dos.
Tom se arrodilló en el suelo y miró primero al uno y luego, a la otra.
—No.
Hubo un silencio.
—No os culpo por no verlo así —prosiguió—, pero esto es una cuestión de resultados. Podéis conseguir que Sophie se ponga bien. Y podéis ganar el oro. Si uno de los dos se queda, lograréis ambas cosas como familia. Así es como tenéis que plantearlo.
—No, Tom —reiteró Jack—. No.
—Dave te dirá lo mismo, Jack. Llámalo si quieres.
—¿Has hablado con él?
—¡Pues claro que hemos hablado! Los dos pensamos que uno de los dos tiene que ganar ahora, por el bien de los tres. No se entrena tan duro como lo habéis hecho vosotros para iros con las manos vacías.
Kate miró a Jack. Ambos estaban acariciando el pelo y la carita de Sophie, como si pudieran hacer que mejorase con el contacto de sus manos.
—¿Tiene razón? —preguntó Kate a Jack.
Este hundió la cabeza entre las manos y gruñó, como si contuviera una explosión en un espacio limitado.
—Y lo siento —remató el entrenador—, pero también tenéis que pensar en el aspecto económico de todo esto. Al menos uno de los dos tiene que dejar satisfecho a su patrocinador. Los próximos dos años van a ser duros, y lo último que necesitáis es perder vuestros ingresos.
Kate se giró hacia Tom, y este notó que a su deportista le costaba respirar.
—De acuerdo —asintió por fin—. ¿Quién se queda y quién se vuelve?