Miró a todo aquel equipo humano —todo ese aparato que se suponía que le hacía ganar— y una sensación de vacío se formó en su estómago. No podía apartar de su mente que Kate y Sophie estaban corriendo una carrera más dura. Las gaitas aceleraron en su cabeza. El público ahogaba el zumbido de las notas. Intentó mantener su atención centrada en la carrera, pero el frío se estaba apoderando de él.
Entonces, sucedieron dos cosas. Una: el francés salió a todo correr. Dos: el entrenador de Jack empezó a hacer gestos frenéticos con las manos y a señalar a su rival, que se escapaba por la pista. Jack pensó: «Lo que es la inexperiencia. El pobre chaval estaba tan nervioso que ha salido antes de que sonase el silbato». Pero su entrenador seguía con su agitar de brazos y sus chillidos; el francés ya llevaba veinte metros en la pista y volvía la cabeza para mirar atrás. El tipo se dará cuenta de lo que ha pasado y tendrá que dar la vuelta y regresar a la línea de salida, lo cual resultará bastante vergonzoso incluso para alguien acostumbrado a la música pop de Johnny Hallyday y Jean-Michel Jarre, se dijo Jack. Pero el otro no se detenía. En vez de eso, casi metió la frente sobre el manillar y aceleró. Jack cerró su iPod para hacerse mejor idea de lo que estaba sucediendo. Entonces fue cuando captó cómo todo el público se callaba y se producía un mutismo aterrador. En el repentino silencio, oyó cómo su entrenador gritaba: «¡Sal! ¡Sal! ¡Sal!».
Mierda, pensó Jack, se me ha pasado la salida. Sabía que con el esfuerzo que era capaz de realizar, todavía podía dar caza a su oponente, así que estaba tranquilo. Levantó el culo del sillín, se puso en pie en la bici y aplicó toda la fuerza a los pedales. El francés le sacaba ya cincuenta metros de ventaja y había abandonado cualquier tipo de táctica: al ver que se presentaba su oportunidad, iba lanzado hacia la meta. Jack apretó a fondo. Se entregó por completo a la persecución, y al término de la primera vuelta había reducido la distancia a treinta metros. Podía sentir cómo su rostro se contraía de dolor, pero funcionaba. Cuando pasó por la línea de salida, su entrenador le mostró los pulgares hacia arriba.
Apretó más el ritmo, forzando esa última fracción del uno por ciento a salir de su cuerpo. Estaba llegando. El cuadro de la bici iba de lado a lado con cada pedalada. Usaba la bicicleta más dura jamás fabricada, pero apenas podía soportar la fuerza que Jack estaba imprimiendo. Al finalizar la segunda vuelta, el francés solo le sacaba diez metros de ventaja. La frecuencia cardíaca de Jack estaba en ciento noventa y cinco; su potencia, por encima de los mil vatios. Los periodistas que cubrían la carrera desde la zona de prensa podrían haberle enchufado un calentador eléctrico de dos resistencias y aún habrían dispuesto de energía para que funcionaran sus portátiles. Esto escribirán sobre mí, pensaba Jack: «Fabuloso, fabuloso, fabuloso».
Entonces, pensó: ¡Sophie!
Una imagen tomó forma en su mente: se hallaba solo en una habitación y tenía cogida la manita de Sophie, que se encontraba tumbada, inmóvil. Se hacía difícil decir si en su visión la niña estaba viva o muerta. La imagen provocó que se le cortara la respiración y se rompiera su ritmo. Dio un bandazo y por un momento dejó de reducir la distancia con su competidor.
Intentó recuperar su ritmo. Pedalea, pedalea, pedalea. Respira, respira, respira…
Pero la visión regresó a él, esta vez con más detalle. La mano de Sophie en la suya; el rostro de su hija, una máscara de quietud.
Su entrenador volvía a hacer gestos frenéticos al lado de la pista. «¡Acelera! ¡Acelera! ¡Acelera!», le chillaba. A la conclusión de la tercera vuelta, le separaban del francés veinte metros. Intentó correr todo lo que pudo mientras su entrenador le gritaba: «Vamos, Jack, ¡eso es!».
Volvió la imagen.
Ya no pudo apartarla de su mente. Perdió toda la fuerza, como si alguien hubiera quitado los tapones de un desagüe en las plantas de sus pies. El francés ganó por cuarenta y cinco metros. Jack salía de la curva para encarar la recta de meta cuando vio que su contrincante cruzaba la línea de llegada con los brazos en alto.
El público guardaba un silencio absoluto. El tiempo parecía suspendido en el velódromo. La humedad era abrumadora. Chorros calientes de sudor corrían por el rostro de Jack. Fue frenando paulatinamente durante dos vueltas hasta pararse y se agarró a la barrera de la pista para mantener el equilibrio. Su pecho subía y bajaba. Estaba demasiado cansado incluso para apearse de la bici. El médico llegó corriendo con su maletín. Su entrenador corrió también hacia él y le pasó un brazo por el hombro.
—¿Pero qué coño te acaba de pasar, Jack? ¿Te encuentras bien? Dime, ¿qué cojones ha sido eso?
El dolor le quemaba por dentro. Era una agonía —se dio cuenta de que estaba gimiendo de verdad—. El médico le preguntó: «¿Puedes decirme cómo se llama el primer ministro?», mientras le ponía un estetoscopio en el pecho. Dave, con la cara pegada a la suya, le preguntaba si estaba bien. Se sentó tembloroso y dejó que el fisio le enfriara el cuerpo con una esponja, como hacen con los caballos de carreras.
Su mente seguía saltando entre el momento presente y esa horrible habitación en la que sostenía la mano inmóvil de Sophie. Estaba tan asustado y confundido que podía haber gritado. Así era como debía de sentirse el toro durante la lidia, sangrando por todas las heridas. Quería destrozar cosas; quería morirse allí mismo, al lado de la pista; quería ver el mundo reducido a cenizas y que toda la gente desapareciese y la naturaleza empezara su ciclo de nuevo sin él.
La cámara suspendida captó un primer plano de su cara. Jack se levantó y comenzó a gritar mientras trataba de golpearla con los puños. Miró la lente desafiante, para mostrar que no estaba acabado. Intentaba sostener la mirada de dos mil millones de personas. Dave le rodeó los hombros y lo apartó.
—Déjalo, Cassius Clay. Te sacaremos de aquí.
—Pero la próxima carrera…
Su entrenador meneó la cabeza.
—Vamos a aceptar y reconocer la derrota, amigo. Admitamos que estás para el arrastre.
Aquello fue el final de los Juegos Olímpicos de Beijing para él. Mientras se dirigían a los vestuarios, le flaquearon las piernas y comenzó a sollozar.
Un hombre con una steadicam caminaba hacia atrás mientras grababa cuanto sucedía en cada instante. Jack lo vio, y dijo lo único que se le ocurría decir en esas circunstancias, mirando directamente a la cámara:
—Lo siento, Sophie. Lo siento tantísimo…
En la tranquilidad de su cocina, Jack abrazó con fuerza a Kate.
—Tú concéntrate solo en la carrera de mañana. No hay nada por qué preocuparse. Sophie está mejorando, y tú estás en tu mejor forma. Ahora, lo único que tienes que hacer es correr.
Ella lo besó en la punta de la nariz.
—El deporte es mucho más simple que la vida, ¿verdad? —comentó.
—Claro; por eso es mucho más popular.
El día de la carrera mano a mano, amaneció despejado y fresco. Por primera vez desde que se había instalado en la torre, Zoe realizó sus ejercicios de calentamiento en la azotea, ciento cincuenta metros por encima del tráfico, recibiendo el chorro de luz del sol naciente, mientras la música de
Blade Runner
sonaba en sus auriculares. A veces la vida estaba bien. Era imposible que tanta altura no te levantara la moral.
Tenía una bicicleta estática en la azotea, junto a la barandilla del lado este. Le retiró la funda, se caló los pedales y empezó a calentar mientras el sol ascendía en el horizonte. A medida que su frecuencia cardíaca aumentaba de forma suave y gradual hasta los ciento treinta, una felicidad sencilla anidó en su interior: por la atomizante claridad de la luz solar, por la potencia a duras penas contenida de sus músculos, por los presagios del cercano verano que traía la brisa fresca y limpia que soplaba desde los montes Peninos… Cuando su ritmo cardíaco alcanzó los ciento cincuenta, sintió deseos de dejar de pedalear, subirse a la barandilla como quien no quiere la cosa y, sin más, echar a volar. Tenía la impresión de ser lo bastante ingrávida como para no lastimarse.
Esa sensación la asustó. Rebajó el nivel de resistencia de la bici estática, expulsó el ácido láctico de sus piernas, y se detuvo. Luego, de improviso, se echó a llorar.
Se calmó, se liberó de los pedales de la bicicleta y bajó de la azotea por las frías escaleras de mármol de la torre, de regreso a su apartamento.
En la sala de estar, se vio en la televisión. Aparecía en todos los noticiarios de la mañana. Una psicóloga con un traje de falda de color verde lima y un collar de gruesos eslabones de oro coincidía con el presentador en que lo mejor sería que Kate fuera a los Juegos Olímpicos.
El presentador decía: «Muchos de nuestros telespectadores se estarán preguntando si es aceptable que represente a este país alguien acerca de quien se ha escrito tanto por motivos negativos».
La psicóloga remachaba: «De eso se trata. Las niñas se inspiran en los Juegos Olímpicos —mis propias hijas se inspiran en estos Juegos— y ven en alguien como Zoe un ejemplo de cómo ser una mujer triunfadora».
Zoe quitó el sonido del televisor, con el sentimiento de que perdía el equilibrio y de que estaba muy cerca de perder también el control.
Tras beber un café e ingerir trescientos gramos de arroz de grano largo cocido con frutos secos, se metió en la ducha e imaginó que había optado por otra vida. Se vio como la madre de Sophie: le daba la comida con exquisito cuidado, la llevaba en brazos como si fuera una frágil figurita, le administraba en el orden correcto todas las pastillas que debía tomar… En suma, hacía todo lo que veía hacer a Kate.
En un brazo, le escocía el tatuaje; en el otro, el raspón de la reciente caída. Intentó mantener ambos brazos fuera del chorro de la ducha. No podía lavarse, como mucho, solo girar inútilmente. Intentó que su cabeza regresara al espacio despejado en que necesitaba estar para vencer a Kate.
Resultaba frustrante que su mente le estuviera haciendo esa jugarreta, precisamente hoy. Había días en los que no se acordaba para nada de Sophie. Pero luego, de repente, como aquella mañana en la bicicleta estática, lloraba durante varios minutos sin previo aviso. Muchas noches soñaba que había perdido algo indefinido y que lo buscaba con desesperación. Al principio, pensó que eso tras lo que iba sería el oro, pero tras ganarlo en Atenas, y luego en Beijing, las pesadillas siguieron repitiéndose. Y, a veces, también soñaba que corría y algo monstruoso la perseguía, algo que le daría alcance si bajaba el ritmo. Claro que, bien pensado, todo el mundo sufría ese tipo de pesadillas.
Salió de la ducha, se envolvió en una toalla y regresó a ver la televisión mientras se secaba el pelo. Mostraban la última página de los periódicos del día anterior, con la foto de ella y de Kate en el estudio de tatuaje. Contempló el recuadro con la imagen de Sophie. Todavía le resultaba imposible relacionar a la niña que era ahora con aquella cosita metida en la incubadora que todo el mundo le decía que era suya. Cuando la veía —por ejemplo, ayer en la pista, riéndose en la cesta de la bicicleta de reparto—, le parecía una loquita atractiva igual que todos los niños, y le impactaba igual que todos los enfermos, sin diferencia. Sin embargo, aun así, nada se removía en su interior. Sentía más compasión por Kate, por cuanto sabía que su amiga había sufrido mucho, y seguía sufriendo, y eso la conmovía.
Pero ahora, al mirar el cuadradito con la foto, no podía negar que la pequeña se le parecía. Tenía mucho más de Jack, pero si la observaba con atención, podía ver un ligero reflejo de su cara en la de Sophie. Aquello la disgustaba, ver evidencias de ella misma asomando a la superficie a través de los rasgos de un hombre a quien había dejado atrás en su vida. Porque había extirpado a Jack de su existencia. Era lo único de lo que se sentía orgullosa.
En el fregadero de la cocina, dejó caer un chorro de agua fría sobre la ardiente tirantez de su nuevo tatuaje.
¿Cómo hubiera sido su vida de no haber abandonado a Sophie? ¿Habría dejado Jack a Kate por ella? ¿Estarían ahora viviendo juntos los tres?
Se permitió imaginar cómo sería tener a Jack en su cama, respirando plácidamente, en lugar del vacío ululante del viento que soplaba desde las montañas y azotaba a ráfagas la torre. Surgió en su interior una antigua angustia y hundió sus uñas en la herida abierta del tatuaje, lo cual le arrancó un alarido de dolor.
En el televisor, la psicóloga explicaba que una persona llamada Zoe Castle tenía los síntomas clásicos de alguien que niega la realidad. La mujer enumeró los comportamientos reveladores, contándolos con sus dedos llenos de anillos de diamantes y las uñas pintadas de tono rojo cereza: la promiscuidad, el deseo insaciable de victoria, la falta de arrepentimiento.
De nuevo mostraron la página del periódico. El pie de foto rezaba: «Sophie: Un oro de mamá significaría tanto para mí…».
Zoe intentó recordar el estado en que se encontraba cuando dejó a su hija en el hospital. Aquellos días aparecían borrosos en su memoria. Cuando pensaba en ellos, solo veía el confuso vapor de los anestésicos, y la certeza de las lágrimas si intentaba profundizar en lo acontecido.
Por primera vez, se planteó que quizá Kate no fue alguien que aceptó cargar con un peso que ella, Zoe, no podía llevar, sino alguien que se presentó en el momento en que era más vulnerable y le arrebató algo que era suyo.
Se mordió el labio inferior e intentó pensar con claridad. ¿Y si Tom también estaba metido en el ajo? ¿Y si siempre hubiese preferido a Kate? ¿Y si todo lo que hubiera hecho su viejo entrenador tenía como fin manipularla a ella para que Kate consiguiera lo que quería? ¿Y si correr contra ella hoy no fuese lo más conveniente para sí misma y todo aquello no fuera sino otra estratagema de Tom?
Desechó esas ideas. Eran desvaríos, y lo sabía. Tom era un buen hombre y Zoe sabía lo que sentía por ella. Y a su vez, ella también lo apreciaba.
En la televisión, la psicóloga repasaba con los dedos la paranoia, los delirios y la obsesión patológica con el ego. Esa mujer llamada Zoe Castle tenía tantos trastornos que la psicóloga se vio obligada a empezar a enumerar con los dedos de la otra mano.
Zoe cerró los ojos e intentó dejar la mente en blanco, concentrarse en visualizar con calma la carrera que iba a disputar contra Kate en menos de cuatro horas. Sin embargo, a su cabeza acudió la imagen del rostro de Sophie. Algo contra lo que llevaba años luchando se revolvió en su interior. Al principio fue un pequeño dolor, una molestia que casi no se diferenciaba del chisporroteo creciente de tensión que no la dejaría pensar con claridad esa mañana. Apoyó su peso en un pie y en el otro, y cerró los puños con tal fuerza que se clavó las uñas en las palmas; lentamente, el dolor se convirtió en daño, luego, en una herida, y por último, en una furiosa agonía que ya no podía seguir conteniendo dentro de sí.