Era tal su enojo que usó la Fuerza contra ellos, algo que se supone que solo puedes hacer en un combate y nunca contra alguien de tu familia, pero estaba tan furiosa que no pudo evitarlo. Levantó la mano derecha, perforada en todas sus venas con sondas pegadas a su muñeca con esparadrapo, y apuntó con el pulgar y el índice hacia mamá y papá. Juntó los dedos hasta que sus yemas casi se rozaron, y puso esa mirada especial que hacía que la Fuerza fluyera desde sus dedos.
Sus padres se miraron entre sí y abrieron los ojos con espanto. Sophie asintió satisfecha; ahora que habían cambiado las tornas, ya no eran tan valientes… Papá primero y luego mamá se llevaron las manos a la garganta y emitieron sonidos de asfixia; luchaban por respirar.
Cuando decidió que había dejado claro lo que pensaba, los soltó. Mamá y papá se derrumbaron en sus sillas, jadeando, y cuando recuperaron el aliento se cogieron de las manos mientras los monitores mostraban que su pulso regresaba lentamente a la normalidad.
—¿Quieres que te dé otra buena noticia? —dijo mamá—. Creo que voy a ir a los Juegos Olímpicos.
Mamá la observaba, esperando su reacción. Ella solo la escuchaba a medias, pero como aquello parecía algo importante para mamá, hizo un esfuerzo. Repasó la frase en su cabeza, intentando captar su significado, pero estaba agotada. Las palabras no tenían sentido. Solo había esos diez deditos rosados que asomaban por debajo de las sábanas; ese suelo brillante de linóleo azul que te daba ganas de empezar a patinar; el olor a limpio del hospital, como a jabón de lavavajillas. Todo era hermoso y la hacía feliz, pero de repente aquello fue demasiado, y la oscuridad se presentó de nuevo, se la tragó y la devolvió al mundo de los sueños.
Tom esperó a Zoe en su despacho en los bajos de la pista. La muchacha se estaba dando una ducha infinita, y Tom no la culpaba por ello. Tenía que quitarse de la piel dos décadas de competición.
Llamó a Jack, y este le contó que Sophie se encontraba en el posoperatorio, muy débil. Intentó apartar aquello de su mente por ahora; desplazarlo del espacio de los problemas y concentrarse en las necesidades de su deportista.
—Mi deportista —pronunció en voz alta, sintiendo el sonido de la palabra en el aire viciado de su pequeño cuarto.
A menos que Zoe quisiera seguir en el deporte a un nivel más terrenal —aunque él no se la imaginaba presentándose a competir en los Nacionales, ni en los Campeonatos del Noroeste—, puede que ya hubiera dejado de ser su deportista. ¿Qué se le podía decir a una mujer como ella, ahora que nadie te pagaría para hacerlo? Como su entrenador, siempre supo qué decirle. Resultaba fácil ayudar cuando lo importante era la alta cadencia de pedaleo que mantenía, o los gramos de proteína que debía comer una semana antes del día de la carrera. Pero ahora que la competición era la vida real, Zoe tenía muchas más posibilidades de perder. Se encontraría indefensa en un mundo donde las victorias raras veces eran definitivas y las derrotas a menudo se podían superar.
No sabía qué decirle. No podía protegerla como hiciera cuando tenía diecinueve años. En aquel entonces, la acogió en su piso durante la semana entera que Zoe estuvo yendo al hospital a raíz de la caída de Jack. Cocinaba para ella, charlaban los dos de ciclismo, y luego, cuando Zoe decidió que no podía estar con Jack, la dejó quedarse otra semana en su casa e intentó que ordenara sus ideas. Cuidó de la chica lo mejor que pudo y supo, y desde entonces existió un vínculo entre ellos.
Era complicado ver cómo podía ayudarla ahora. Le gustaría proponerle que se instalara en su apartamento otra vez, pero le daba miedo pedírselo. Zoe podía creer que estaba enamorado de ella; que era un viejo solitario asustado ante la idea de que los días que le quedaban de vida seguiría acudiendo al trabajo, uno tras otro, y ella ya no estaría. Algo de razón tendría, por supuesto —las mujeres siempre la tienen pero tal vez «enamorado» no fuese la palabra adecuada. Renunciabas a tu derecho a enamorarte de una mujer de treinta y dos años desde el momento en que incurrías en el descuido de haber nacido en 1946. No, no se trataba de amor. Simplemente, sentía que sin ella, los días que le aguardaban serían como focas del zoo, que se suben a un podio y dan palmaditas con las aletas para reclamar un aplauso. Tom suponía que habría de aprender a dar esos aplausos. Era algo que la gente corriente hacía con naturalidad. Quizá, con cierta práctica y una copa de vino tinto de vez en cuando, podría dársele bien a él también.
Zoe entró en su despacho, con la tez deslavada por la tristeza, más empequeñecida que nunca. Como no sabía qué decirle, le propuso:
—¿Te apetece un té?
Aceptó con un gesto de la cabeza, y se sentó ante su mesa mientras él preparaba dos tazas.
—Estoy orgulloso de ti —dijo Tom—. Lo que has hecho hoy en la pista ha sido lo mejor que he visto hacer a un deportista en mi vida.
—Pues ahora desearía no haberlo hecho.
—Bueno, eres humana. O eso creo.
Ella forzó una débil sonrisa y se bebieron sus tés.
—¿Qué voy a hacer ahora, Tom? —le preguntó, mirándolo por encima del borde de su taza.
El entrenador sacó un cuaderno y un bolígrafo de su escritorio.
—Hagamos una lista, ¿de acuerdo? Primero, tenemos que hablar con la federación y prepararte una carrera en el deporte. Buscarte un empleo como entrenadora, ayudarte para que te abras camino en el mundillo del ciclismo. Luego, deberíamos redactar un comunicado de prensa. Claro, antes de eso, es probable que quieras hablar con tu agente y tus patrocinadores. Después necesitaremos…
—Para, para —le interrumpió con calma, y se llevó las palmas de las manos a la frente—. No me refiero a lo que voy a hacer hoy o mañana. Me refiero a qué voy a hacer el resto de mi vida.
Tom parpadeó sorprendido.
—Bueno, la vida es un concepto demasiado amplio, ¿no te parece? Mejor dividámoslo en fragmentos más pequeños. Encontremos un nivel de segmentación con el que podamos trabajar. Por ejemplo, vayamos mes a mes, semana a semana, y tratemos cada uno de esos módulos casi como si fuera una unidad de entrenamiento…
Estaba empezando a cogerle el tranquillo al tema, y se servía de las manos para esculpir obedientes unidades de tiempo en el angosto espacio de su despacho. Se detuvo cuando vio cómo lo miraba Zoe.
—He perdido por una milésima de segundo, así que no me hables de semanas y de meses.
Él se limitó a reintegrar el cuaderno y el bolígrafo, intactos, al cajón del escritorio.
Zoe lo miró, con las rodillas temblando de nervios y una expresión inquisitiva, y le preguntó:
—Tú tuviste un hijo, ¿verdad?
El entrenador asintió y respondió:
—Y todavía lo tengo, en algún sitio. Matthew. Hace que no lo veo…, no sé, veinte años.
—En todo este tiempo, nunca has hablado de ello.
—Bueno, nunca hablábamos de mí, ¿no?
Sonrió, pero Zoe, no.
—¿Nunca tienes uno de esos sueños en los que estás en la calle y pierdes a un niño, y el sueño se alarga y se alarga, y buscas cada vez con más desesperación, y lo único que encuentras son sus zapatitos?
La sonrisa se fue borrando de su rostro mientras la contemplaba sin pronunciar palabra.
—¡Los malditos zapatos del niño, Tom! A veces están llenos de sangre hasta el borde. Están tan a rebosar que si los coges y los aprietas, incluso muy suave, la sangre se desborda y te cae en los dedos, ¿no?
—Dios, Zoe, ¿cuándo vas a contarme lo que te pasó?
Ella ignoró la pregunta y prosiguió:
—Casi cada noche tengo ese sueño. Otras, tengo uno de esos en los que hay algo que me persigue. Por eso me da miedo estar sola. ¿Tú nunca tienes miedo?
—Creo que te terminas acostumbrado —respondió él mirándose las manos.
—Yo no me acostumbro —confesó Zoe con un suspiro entrecortado—. Lo único que me ayudaba era correr. Ese era el único momento en que no pensaba en nada más.
—De acuerdo —aceptó Tom—. Trabajemos con eso. Analicemos las causas que desencadenan tus pesadillas, y busquemos estrategias para sobrellevarlas.
Ella soltó una breve carcajada, sonora e inquietante.
—La causa que las desencadena es estar viva. ¿Crees que debería acabar con todo de una vez?
—Ni se te ocurra bromear con eso.
—Supongo que no pongo demasiado empeño en seguir viva —comentó Zoe, apartando la mirada—. Asumo riesgos que no debería. Corro en medio del tráfico, me asomo a la azotea de mi edificio, me inclino sobre la barandilla, y…
—¿Y qué?
Lo miró con unos ojos brillantes y el rostro tenso en razón de los nervios.
—¿Puedes ayudarme a recuperar a mi hija? ¿Puedes ayudarme a conseguir a Sophie?
Tom bebió un sorbo de té y posó la taza con cuidado en la mesa.
—Ese no es el tipo de pregunta que se le hace a tu entrenador.
Zoe alargó la mano, le cogió la suya y acarició con las yemas de los dedos su muñeca.
—No te lo pido como mi entrenador, Tom.
Luchó por controlar el escalofrío de placer que corrió por los nervios aferentes de su brazo hasta alcanzar su médula espinal, donde, al propagarse por la raíz más sofisticada de su sistema nervioso central, se transformó en un agudo dolor que no se podía distinguir del deseo.
Titubeó un instante, y luego apartó el brazo con discreción.
—Como tu amigo, te digo que no podrás pensar con claridad hasta que todo esto no pase un poco. Es natural que ahora te sientas muy mal. Durante unos días te parecerá que el mundo se ha acabado.
Ella alargó el brazo y le volvió a coger la mano. Sujetándola entre las suyas, la estudió como si fuera un mapa que pudiera ofrecerle una ruta para moverse en esa conversación.
—Llevo confiando en ti desde que tenía diecinueve años —dijo por último—. Nunca he cuestionado tus opiniones. Cuando sugeriste que Sophie debería quedarse con Jack y Kate…
Tom se volvió a soltar la mano y la colocó bajo la mesa.
—Yo nunca te dije lo que tenías que hacer. No te sentías capacitada para cuidar de Sophie, y todos respetamos tu decisión de dejarla a cargo de alguien que sí estaba preparada para ello.
—Bueno, pues ahora sí que estoy capacitada para cuidarla, ¿no te parece? —masculló Zoe, mirándolo con odio.
—Concédete un par de días, ¿vale? —le aconsejó, intentando forzar una sonrisa—. Descansa un poco, ordena tus ideas, y después hablaremos de Sophie. Está enferma, Zoe. No es el mejor momento para meteros en esto, ni para ti ni para ella.
—Entonces, ¿cuándo será el momento adecuado?
—No lo sé. Quizá cuando no te dediques a correr en medio del tráfico.
—Podrías decirle que me aconsejaste mal, ¿verdad? —insistió Zoe, agarrando el borde de la mesa—. Podrías decirle que estaba un poco perdida, que no sabía lo que estaba haciendo y que nunca debiste haberme aconsejado que abandonara a mi hija.
—Decirle…, ¿decírselo a quién?
—Al juez.
Con un suspiro, rebatió la propuesta.
—Mira, Zoe, no creo que te convenga llevar esto a juicio. Si lo haces, tendrás a la prensa encima. Ya sabes lo que publicarán los periódicos si todo esto sale a la luz, ¿no?
Ella lo miró y se encogió de hombros. Obligándose a sostener su mirada, Tom añadió:
—Dirán que Kate Argall renunció a los Juegos Olímpicos por su hija, mientras que Zoe Castle renunció a su hija por los Juegos Olímpicos.
—Eso no es justo —protestó Zoe, estremeciéndose.
—Ya, pero ¿es totalmente falso? —preguntó Tom, encogiéndose de hombros con tristeza.
—Me pareció correcto seguir adelante con el embarazo porque tú, repito, tú, me dijiste que nunca me dejarían en paz si abortaba para poder competir. —Zoe fue alzando la voz, que ahora había adquirido un tono acusatorio—. Luego me pareció correcto tener que ocultar que yo era la madre de Sophie, porque tú, otra vez tú, me dijiste que la prensa me hundiría como se enterasen.
—No me digas ahora que no tenía razón.
—Sí, pero ahora estoy hundida. Esto es mucho peor que cualquier cosa que me pueda hacer la prensa.
—Pues mientras ganabas, no te importaba tanto —replicó Tom, que trataba de controlar su respiración—. Te llevabas los oros, subías al podio y alzabas los brazos.
—¿Los brazos, Tom? —repitió Zoe, dirigiéndole una mirada fulminante—. Vamos a echar un vistazo a mis brazos.
Se subió la manga izquierda de la chaqueta y le mostró el raspón de la caída, todavía supurante bajo la venda.
—Esto es real. Corres demasiado, te caes y duele de verdad, ¡joder!
Se remangó el otro brazo y le enseñó los anillos olímpicos sobre su piel, brillantes e inflamados.
—Esto es una maldita mentira. «Más alto, más rápido, más fuerte.» En realidad solo te hace más y más solitario. La gente me ve subida al podio y piensan que están viendo el éxito, cuando solo están asistiendo al único minuto de gloria en el que asomo la cabeza por encima de mi ruina y consigo subir allí. Mira a todos los campeones que hayas conocido. Mírame, mira a Jack. Estamos todos mal de la cabeza. Nos pasamos toda la vida intentando ser los primeros. Ahora mira a Kate, siempre segunda. Todos los santos son perdedores, Tom. Pero no te dan medallas por esto —añadió, y le mostró su brazo herido—.¡Te las dan por esto! —remachó mientras con un gesto violento acercaba el brazo con el tatuaje a la cara de su entrenador, quien retrocedió un poco.
—No lo estás viendo de un modo razonable…
—Puedo verlo con los ojos cerrados, Tom, porque duele. ¡Joder! Y mucho.
Tom suspiró y se recostó en la silla.
—Querías ganar —resumió—. Mi trabajo consistía en ayudarte a conseguirlo.
Zoe meneó la cabeza con rabia mientras le salían manchas rojas de furia en la piel de la cara y el cuello.
—Siento que me están arrancando el corazón. Siento que podría empezar a gritar y no parar nunca. Si de verdad querías ayudarme, debiste haberme avisado hace ocho años de cómo me iba a sentir hoy.
—¡Por favor! —protestó Tom, mirándola incrédulo—. No habría conseguido cambiarte. Nadie podía.
Zoe soltó una risa salvaje, casi un gruñido.
—Entonces tu trabajo consistía en vender entradas para un circo, lo mismo que hacían todos los demás.
—Eso no es justo. Me importas, siempre me has importado —negó Tom, consciente de que estaba sonrojándose.
—Si de verdad te importo, entonces déjame acabar con todas las mentiras. Ahora es mi turno.