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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (15 page)

Pero la señora de Johansen había entrado en su área sentimental.

—¡Una mujercita hecha y derecha! —insistió—. Y decir que ayer, no más... ¡Olga! Si me parece verlas todavía: Ethel y Ruty, con sus mallas infantiles, en aquellos pesados botes del club. ¡Sus flacas piernas de muchachitas!

—Envejecemos, Ana —le respondió aquí la señora de Amundsen.

Y agregó, entre humorística y tierna, volviéndose a la señora de Ruiz:

—En cuanto una se descuida, estas mocosas dan el estirón y nos dejan sin ilusiones.

Amarilla y seca entre sus ropas que la vestían como a un palo, la señora de Ruiz clavó en la de Amundsen dos ojitos ratonescos.

—¿Ilusiones? —carraspeó en tono funeral. Y se rectificó en seguida

: Sí, sí, naturalmente. —(¡Vieja loca!, rezongó en su alma. ¡Ella no ha perdido las ilusiones, y está galopando ahora su tercera juventud, después de haber hecho más que Bartolo en Francia!)

Sin embargo, la señora de Johansen no quería rendirse a tan melancólicas ideas.

—Eso no —repuso—. Nos miramos en esas niñas como en un espejo: ayer fuimos lo que son ellas ahora, nos acordamos y rejuvenecemos.

—Claro, claro —aprobó la señora de Ruiz, no sin estudiar con ojos críticos la doble papada, la ubre torrencial y los gordos perniles de la señora de Johansen. Admiró luego, a pesar suyo, la gallarda figura de Ruty: «¡Espejos! —refunfuñó para sí—. ¡A Dios gracias, no sucede al revés! ¡Pobre chica, si sus posibles candidatos la miraran en el espejo de la madre!»

Ya fuese obra de la música recién extinguida, ya del tema sentimental que acababa de insinuarse, ya de un segundo whisky doble cuyo final era inminente, sucedió que la señora de Amundsen, poniendo sus ojos en el retrato del capitán, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Miró después a sus tres hijas recostadas en el diván celeste y lloriqueó al fin:

—¡Si el capitán las viera!

—¿El capitán? ¡Un gran hombre! —afirmó la señora de Johansen en tono solemne.

—Un hombre de agallas —aprobó la señora de Ruiz—. Hundirse con su barco, ¡y podía salvarse! Hum. Eso es tener agallas. —(¡Vieja borracha! —se dijo, estudiando a la de Amundsen furtivamente—. Lo que la hace llorar es todo ese whisky malo que tiene ahora entre pecho y espalda. ¡Si el doctor Aguilera le mostrase cómo se pone el hígado con esa maldición de bebida!)

—¡La ley del mar! —explicaba la señora de Johansen en tono fatídico.

Con un pañuelo en miniatura la de Amundsen enjugó primero sus ojos y se sonó al fin las pecosas narices.

—¡Ustedes no saben! —lloriqueó aún—. ¡Quedarse viuda en la flor de la edad, con tres criaturitas y otra más en viaje! No sé qué hubiera sido de mí sin ese pobre de
mister
Chisholm.


¿Mister
Chisholm? ¡Un hombre bueno! —cacareó la señora de Johansen fijando en la de Ruiz una mirada polémica.

—Yo diría un hombre providencial —aseveró la de Ruiz. (Un inglés fresquísimo que no vacila en quedarse con la viuda, los chiquitines y la pensión del náufrago. ¡Y a eso le dicen «flema británica»! ¡Pobre capitán!)

Un borbotón de risa fúnebre le retozó en el cuerpo y le subió a la garganta. Pero la señora de Ruiz lo sofocó al punto, recordando que también la risa era una excitación y que el doctor Aguilera le había prohibido las excitaciones. Luego arrellanó su osamenta en la poltrona y miró en torno suyo, afilada como la calumnia, ponzoñosa como la envidia.

Insular en cuerpo y alma, lejos de la tertulia,
mister
Chisholm se dedicaba solitariamente a renovar el empapelado del vestíbulo: a horcajadas en una escalerita de tijera, logrado ya el revestimiento de la pared frontal,
mister
Chisholm, con su pipa en la diestra y su vaso en la siniestra, escuchaba el rumoreo del salón como quien oye canturrear la lluvia. Y sus ojos grises, como alucinados, recorrían los dibujos del flamante papel, en el cual era dado admirar un torbellino de pájaros verdes que tendían sus alas en un cielo de sangre. Voces agresivas resonaron de pronto en el salón y lo hicieron volver de su ensimismamiento.

«Los
naturales
discuten —se dijo
mister
Chisholm—. Sólo saben gritar y discutir. Sus problemas, como ellos dicen. ¡Fantasías! Tienen la sensación de su libertad, pero, en el fondo, ¿quién maneja los hilos?
Rule, Britania!»

Y agregó
in mente
:

«Sólo Inglaterra sabe colonizar. Un estilo propio. Que los
naturales
edifiquen sus castillos de humo: Britania maneja los grandes resortes, y el Imperio está firme.
All right!
Sí, pero...»

Aquí
mister
Chisholm se sobresaltó, aunque sólo en la medida escasa en que un británico debe sobresaltarse:

—¿Y los primos del Oeste?

Dos o tres arrugas de inquietud surcaron la frente de
mister
Chisholm, dos o tres arruguitas que se desvanecieron al punto.

«¡Bah! —reflexionó—. ¡Yanquilandia! No tienen estilo: muestran en seguida la punta de la oreja. ¡Qué bárbaros! Lo estropean todo, como estropearon el idioma inglés.»

Ya tranquilo,
mister
Chisholm descendió los peldaños de la escalerita; y despidiéndose de su whisky doble con un beso agotador, se puso a revolver el engrudo, sin abandonar su pipa que humeaba otra vez llena de tabaco y optimismo.

¿Quiénes habían malogrado con su alboroto las imperiales abstracciones de
mister
Chisholm? En un ángulo del salón, a derecha y foro de los lectores, acababa de estallar una polémica singular entre Samuel Tesler, metafísico, y Lucio Negri, laureado en medicina. Dueño y señor de una butaca, Samuel Tesler se debatía en el mismo vértice del rincón, teniendo a su izquierda la efigie melancólica de Adán Buenosayres, un trovador sentado, y a su derecha la estatuaria figura de Lucio Negri, el cual, de pie y ubicado con amorosa estrategia, ofrecía en aquel instante a las muchachas del diván celeste una versión escogida de su perfil, no sin vigilar al filósofo que tan despiadadamente lo atacaba. Cerca de Adán Buenosayres, gordo, rosado y pulcro, el señor Johansen asistía gravemente a la contienda: sus ojitos mansos iban de un contrincante al otro, según se replicaban; y el señor Johansen parecía dudar a fondo, como si pesase las razones de ambos en alguna tramposa balanza.

—¿Y a qué me sale ahora con el Génesis? —protestó Lucio, mirando de reojo a las muchachas—. ¡O me dirá que las fabulitas del Génesis encierran algún conocimiento científico?

Samuel Tesler sonrió con piadosa indulgencia.

—Según mi abuelo Maimónides —le respondió—, el Génesis es un tratado de física. Naturalmente, mi abuelo Maimónides, que también era matasanos, conocía el idioma de los símbolos.

—Hegel rechaza las Escrituras por inverosímiles —retrucó Lucio.

Aquí el filósofo villacrespense tuvo un sobresalto, como si le acabasen de romper el oído con un toque de trompeta germánica.

—¿Hegel? —exclamó—. ¡Un pavo engreído! Rechaza todo aquello que no cabe holgadamente en su cráneo de profesor alemán. ¡Un cráneo inhabitable para la metafísica!

—¡Es claro —le dijo Lucio—, usted sabe más que Hegel!

—¡Mucho más! —le aseguró el filósofo, envolviéndose todo él en su dignidad como en una túnica.

Sin perder la calma Lucio Negri se dirigió a la melancólica efigie de Adán Buenosayres.

—¡Una violeta! —exclamó, señalando a Tesler y cambiando una sonrisa con Solveig Amundsen que lo miraba desde lejos.

Adán Buenosayres no perdió aquel intercambio de una mirada por una sonrisa. Hubiera querido permanecer ajeno a la inútil discusión y entregarse a la melancolía de su pensamiento, sobre todo en aquella hora en que le tocaba medir un nuevo desengaño de amor. Observó, empero, que Lucio Negri lo miraba, como invitándolo a intervenir en el debate: «No desentonar», se advirtió a sí mismo.

—Hay en Villa Crespo —refirió desganadamente— una vieja italiana que yo he bautizado con el nombre de Cloto. La encuentro a veces, en la iglesia de San Bernardo, arrodillada frente al altar mayor; y al verla, me pregunto si Cloto no sabe más que todas las filosofías juntas.

—No lo dudes —afirmó Tesler—. Sabe más.

El señor Johansen, que todo lo pesaba, dio aquí señales de algún descontento.

—Me parece una barbaridad —insinuó tímidamente—. Aunque yo nada sé de filosofía.

—Y si no sabe, ¿por qué mete la cuchara? —lo reprendió Samuel con acritud.

El señor Johansen enrojeció hasta la raíz del pelo, aunque, a decir verdad, no conservaba mucho; el señor Johansen recordó su naturaleza de hombre libre y su derecho a opinar; el señor Johansen carraspeó dos o tres veces, ansioso de una reivindicación inmediata. Pero los ojos de Samuel Tesler seguían clavados en los suyos y lo hipnotizaban, como si fuesen los de un basilisco.

—Una barbaridad —aprobó entonces Lucio Negri—. ¿Por qué una vieja de rodillas ha de saber más que un filósofo sentado?

—¡Eso digo yo! ¿Por qué? —refunfuñó el señor Johansen hambriento de reivindicaciones.

Por segunda vez Adán sintió el peso inútil de aquella discusión.

—La verdad es infinita —dijo—. Y me parece que hay dos maneras de abordarla: una es la del vidente que, al reconocer la impotencia de su finitud ante lo infinito, pide ser asimilado a lo infinito por la virtud del Otro y la muerte de sí —¡mi Cuaderno de Tapas Azules!—; y otra es la del ciego que trata de abarcar lo infinito con su propia finitud, lo cual es matemáticamente imposible.

Lucio Negri cambió una mirada significativa con el señor Johansen.

—¡Bah! —rezongó—. ¿Quién digiere ahora ese cóctel de finitos e infinitos?

—La verdad es difícil —repuso Adán con desgano.

—Al parecer, no es tan difícil —objetó Lucio—. ¡Una verdad que aterriza generosamente en el cráneo de una vieja, por el solo hecho de que la vieja está papando moscas frente a una imagen de palo!

El señor Johansen, un hombre ofendido en su derecho, sintió en este punto que cierta ola de hilaridad lo calaba todo.

—¡Una vieja papando moscas! —chilló él, atorándose de risa—. ¡Oh, oh!

Ansioso de comprobar si aquel éxito suyo había sido registrado en el diván celeste, Lucio miró hacia el grupo de las muchachas.

—¡Papando moscas! ¡Oh, oh! —reía el señor Johansen totalmente reivindicado.

Samuel Tesler lo analizó con estudiosa curiosidad.

—Aristóteles enseña que la risa es algo propio del hombre —le dijo—. Usted se ríe; luego, es un hombre. Hizo bien en reír, pues de otro modo no nos hubiéramos dado cuenta.

—¿Qué me quiere decir con eso? —le preguntó el señor Johansen encocorado.

El filósofo miró tristemente a su compinche Adán Buenosayres.

—¡Inútil! —suspiró—. Este señor es un paquidermo. El aguijón de la ironía se mella en su piel coriácea.

Pero Lucio Negri, reconfortado ya con otra sonrisa de Solveig Amundsen, regresaba impetuosamente al combate.

—Ustedes me hablarán de conocimientos místicos, visiones o iluminaciones —admitió con absoluta buena fe—. Pero se ha demostrado ya que todo eso entra en el dominio de la patología nerviosa, o tal vez en el de la secreción interna.

Con una vibrante, irresistible, asombrosa carcajada Samuel Tesler festejó el advenimiento de aquel período: el señor Johansen quedó aterrado, Lucio Negri palideció ante los veintiséis ojos de la tertulia que a él se volvieron de repente; y hasta
mistar
Chisholm, sobre la escalerita de tijera, frunció un instante su entrecejo, con el pincel detenido en el aire.

—¡La risa no es un argumento! —protestó Lucio Negri—. Sólo un espíritu retrógrado puede negar en estos días el misterio de la secreción interna.

Como arrebatado en éxtasis, el filósofo cayó a los pies de Lucio.

—¡Secreción interna! —le suplicó de rodillas—
Ora pro nobis!

No sabiendo qué hacer ahora de aquel temible payaso, Lucio Negri abarcó la tertulia en una ojeada circular: desde su rincón las señoras de Amundsen, Ruiz y Johansen lo miraban perplejas; risas y cuchicheos ahogados estallaban ya en el diván celeste; adorable como nunca, Solveig Amundsen le rendía sus ojos entristecidos. Viendo lo cual, y echándolo todo a broma, Lucio Negri levantó por las axilas al filósofo arrodillado a sus pies.

—Ríase —le dijo—. Pero créame que una variación en la glándula hipófisis de Jesucristo hubiera cambiado totalmente la historia del mundo.

No dando crédito a sus oídos, el filósofo villacrespense lo miró un instante con expresión atónita; luego solicitó con la mirada el testimonio de Adán Buenosayres. Por último dejó caer su rostro en el pecho del señor Johansen, y rió allí, larga y silenciosamente: rió sobre la camisa del señor Johansen, que no lograba salir de su asombro. Después, abandonando aquel pecho que ya se le resistía, Samuel clavó en Lucio Negri dos ojos irritados.

—La ciencia moderna parece obedecer a un plan diabólico —rezongó—. Primero se dirige al Homo Sapiens y le dice: «Mi pobre viejo, es mentira que Jehová te haya creado a su imagen y semejanza. ¿Quién es Jehová? ¡El Cuco! Lo inventaron los curas en la Edad Media, para que te asustases un poco y no anduvieses por los cabarets de milonga corrida. En cuanto a la inmortalidad de tu alma, es un cuento chino. ¡Pedazo de alcornoque, ¿de adonde vas a sacar un alma?!»

—¡El alma! —lo interrumpió Lucio—. ¡Por favor! La he buscado con el bisturí, en la sala de disecciones.

—¿Y la encontró?

—¡No me haga reír!

—Es claro —le explicó Samuel Tesler—, el alma no es un tumor de hígado.

Y prosiguió así:

—No bien hubo desengañado al Homo Sapiens acerca de su origen divino, la ciencia moderna se vio en la necesidad de buscarle un sustituto. «Mi pobre viejo —le anunció—, debes considerarte un animal: un animal evolucionado, lo admito, pero animal de pies a cabeza. Tu verdadero Adán es el primer gorila que, a fuerza de gimnasia sueca, logró caminar en dos pies y le hizo ascos a la banana cruda. Esto sucedió en la era preglacial, unos mil siglos antes de que inventaras el
water closet.»

—¡Payaso! —rezongó Lucio entre dientes.

—¡Chist! —protestó el señor Johansen, desviando sus ojos inquietos hacia el diván de las muchachas.

El filósofo depositó en ellos una mirada llena de ternura científica.

—Ahora bien —les preguntó, a manera de corolario—. ¿Qué hizo el Homo Sapiens, no bien la ciencia le reveló su origen?

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