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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (16 page)

Lucio Negri y el señor Johansen guardaron silencio.

—¿No lo adivinan? —insistió el filósofo—. Pues bien, el Homo Sapiens, al reflexionar en su antepasado el gorila, oyó la voz de la sangre y empezó a hacerse la del mono.

—¡Chist! —volvió a protestar el señor Johansen—. ¡Las niñas!

—Con todo —añadió Samuel—, una infinidad de cosas raras persistían en el Homo Sapiens: la iluminación de los místicos, el don de los profetas, un conjunto de hechos libres que no se dejaban operar en el sanatorio. Entonces la ciencia dio su golpe maestro: al enigma de la Trinidad opuso el enigma de la glándula tiroides.

Aquí Lucio Negri perdió los estribos.

—¡Permítame! —le gritó a Samuel, ajustándose los anteojos a la nariz polémica.

No le fue dado continuar, porque Samuel Tesler, dejándose caer en su butaca, ya se había entregado a una risa meditabunda, y riendo meditaba o meditando reía, sacudiendo a izquierda y a derecha su frente vasta como un paisaje.

—Mi adorado tormento ríe —cascabeleó Haydée Amundsen, juntando el mediodía de sus rizos a la profunda noche de los de Marta Ruiz.

Con un gesto de pájaro las dos muchachas volvieron sus rostros unánimes hacia el ángulo metafísico del salón.

—¡Un feo judío! —sentenció Marta Ruiz, estudiando aún la despampanante catadura del filósofo.

Haydée Amundsen dejó escapar un hilito de risa, nada más que una hebra sonora entre sus labios de azúcar.

—¡No le parece a él! —exclamó—. Aunque te resulte increíble, mi adorado tormento se cree una mezcla de Rudolph Valentino, Santos Vega y el Rey Salomón, ese que tenía doscientas mujeres.

—¿Él? —gorjeó Marta Ruiz, fluctuando entre la duda, el asombro y la hilaridad.

—Ni más ni menos.

Un golpe de risa conmovió sus tallos primaverales: la una sobre la otra se balancearon como dos azucenas que sacude un mismo viento; se tocaron sus frentes y se mezclaron sus respiraciones olorosas de té y de vainilla.

—¡Con esa nariz de cambalachero! —rió Marta, volviéndose a la pequeña Solveig Amundsen que callaba y sonreía.

Tres diferentes amores reunidos en un solo haz, o tres notas de un mismo canto, así se juntaban y se distinguían ellas en el diván celeste. Marta Ruiz entornó sus párpados, como si tratase de ocultar el ardor secreto en que se consumía y que la traicionaba por los ojos, ¡oh, llanto! Su palidez maravillosa sugería no sé yo qué frialdad serena de agua bajo la luna; pero, ¡cuidado!, ¡atención con tanta nieve!; porque detrás de aquella máscara glacial ardía un fuego vivo. Sí, Marta Ruiz era como la brasa que se disimula bajo su propia ceniza. ¡Cuan diferente resultaba en la comparación Haydée Amundsen! Su pelo de cobre, su frente de oricalco, sus ojos de turquesa, sus labios de granate, su dentadura de ágata, sus manos de latón, sus pechos de marfil, su torso de alabastro, su vientre de mercurio, sus piernas de ónice, todo anunciaba que la madre Natura se había complacido en reunir sus más caras joyas dentro de aquel estuche abierto que se llamaba Haydée Amundsen. De modo tal que, al verla sobrecargada de tesoros, el espectador más indiferente habría sentido la tentación de hundir sus manos hasta el codo en aquella vistosa joyería, si un no sé qué de puro, jovial e inocente que la resguardaba como un broquel no hubiese cohibido al espectador y tironeado riendas a su codicia innoble de filibustero. ¿Y qué decir ahora de Solveig Amundsen? Todo y nada. Solveig Amundsen era la materia prima de toda construcción ideal, o el barro con que se amasan los ensueños, y era todavía indescriptible, como un agua que no ha tomado aún ninguna forma ni se ha vestido de ningún color. Silenciosa y prieta de misterio, Solveig enrollaba y desenrollaba un Cuaderno de Tapas Azules.

Así se distinguían y se juntaban ellas en un extremo del diván celeste. Y agotado el filón de sus risas, la primera en hablar fue Marta Ruiz.

—Observo —dijo, volviéndose a Solveig— que tu Adán Buenosayres ha vuelto a la tertulia.

—¡El poeta fugitivo! —asintió Haydée Amundsen—. Desde aquel jueves famoso es la primera vez que lo vemos por aquí.

—Tiene un aire bastante fúnebre —añadió Marta—. Otro bicho raro. Como ese fantasma de Schultze hipnotizador.

—El Manicomio de los Amundsen está en pleno —afirmó Haydée, paseando sobre la tertulia una mirada benévola.

Pero Marta Ruiz había quedado pensativa. Ciertamente, no eran aquellos hombres de cabeza torturada los que podían llenar el destino de una mujer. ¿Intelectuales? ¡Bah! Criaturas débiles, hombres congelados. Y Marta Ruiz era una brasa entre cenizas.

—¡Un hombre verdadero! —suspiró ella, con el aire abstracto de quien invoca una utopía—. ¡Todo un hombre, de músculos fuertes, y bien plantado en la realidad!

—¿El hombre de las cavernas? —le preguntó Haydée.

—¡No es eso! —protestó Marta.

Y no lo era, ciertamente. Diógenes femenino, Marta Ruiz buscaba todo un hombre, sin otra linterna que la de sus ojos traicioneros.

—Hablo de un hombre que tuviese la delicadeza de un
gentleman y
la energía de un luchador. ¡Un hombre de instintos! Algo así como John Taylor en
El infierno de la selva.

—¿John Taylor? —exclamó Haydée sin ocultar su desprecio—.

Un bruto! Sólo hace papeles de bruto con mujercitas que andan buscando el rebenque. John Taylor!

—¡Es un carácter! —dijo Marta.

—¿Cómo? —le replicó Haydée—. ¿Soportarías la violencia de un bárbaro semejante?

—Soportarla, no: hacerle frente, sí —distinguió Marta, fuego entre cenizas.

Y claro está que Marta Ruiz le haría frente, aunque la moliera él a palos o la arrastrase del cabello por un
living-room
suntuoso hasta la locura. Porque Marta Ruiz tenía un alma de pararrayos y una vocación de rompeolas, y ansiaba entregarse al imperio de las fuerzas libres, aunque no sin lucha, entiéndase bien. Marta Ruiz era «todo un carácter»; pero, ¿la Historia no estaba llena de caracteres parecidos? ¡Aquel gran volumen de mitología, devorado furtivamente no hacía mucho, en la biblioteca de su Liceo! Allí desfilaban Europa, Leda, Pasifae y Egina. Por cierto que el cisne de Leda no la impresionaba tanto como el novillo de Pasifae. ¡Oh, el toro blanco, a mediodía! ¡Oh, la curiosa estratagema! Demasiado fuerte. ¡Qué abismo de atracciones oscuras! ¡Ah, no mirar al fondo! Marta Ruiz no quería mirar al fondo del abismo, pero sus narices venteaban ahora, como si buscasen la región del fuego. Y, brasa entre cenizas, abatió dos párpados encubridores sobre dos ojos que la traicionaban.

Pero Haydée Amundsen no podía concebirlo.

—Hay algo de anormal en eso —dijo pensativamente—. ¿Acaso no pueden juntarse un hombre y una mujer sin que haya guerra?

—La vida es una guerra —sentenció Marta, volviendo a entreabrir sus ojos.

A Dios gracias, Haydée Amundsen aborrecía los temas graves. Y he aquí que su tornadizo humor, girando como una veleta, la llevó a mostrar ahora un semblante lleno de travesura. Porque, aunque se la buscase linterna en mano, difícil habría sido encontrar una jaula de pájaros tan alegre como la que Haydée Amundsen tenía en lugar de cabeza.

—En cuanto a mí —advirtió—, déjenme con mi filósofo. Y nada de complicaciones.

—¡Dios de misericordia! —protestó Marta—. Esa caricatura de hombre, ¿no es peor que una guerra?

—¡Bah! —repuso Haydée—. Entre mi candidato y yo la guerra es filosóficamente imposible.

—¿Y por qué?

—Según mi candidato, yo no soy una mujer —deparó Haydée Amundsen con aire de misterio.

—Entonces, ¿qué demonio eres?

—¡La Materia Prima!

No sin asombro Marta Ruiz la contempló un instante.

—Y eso, ¿con qué se come? —le preguntó.

—¡Si yo lo supiera! Soy un fantasma, la sombra de una sombra, puro humo.

—Está loco.

—Ya ves —concluyó Haydée Amundsen— que la guerra es imposible con mi candidato. A un fantasma no se le da una paliza.

Rieron la una y la otra, dejando rodar sus cabezas en los almohadones celestes: risa cantante la de Haydée, risa llorosa la de Marta. Y, entretanto, Solveig Amundsen callaba y sonreía, entregándose a las dos únicas operaciones que cuadraban a su misterio: sonreía para revelarse, callaba para esconderse. Con un pie arraigado todavía en la infancia y el otro ya tendido a los bailes de la tierra, Solveig Amundsen escuchaba el parloteo de las mayores como quien abre sus oídos a un idioma extraño aún, pero cuya significación general ya vislumbra. Y estaba ella como asombrándose de sí misma y de los prodigios que se obraban en su persona, ¡oh, encantamiento! Ayer no más una chicuela: sí, una criatura en la que nadie reparaba. Y de pronto algo hermoso y terrible había sucedido en ella: Solveig había comenzado a echar botones crecientes y duras yemas; todo su cuerpo se cubría de flores y de frutos, como si una estación maravillosa despertara debajo de sus vestidos. Y luego, ¡santo Dios!, ¿qué le ocurría? Entre miedos y asombros ella se lo había confiado a su madre; y su madre suspiró entonces, le acarició el pelo y hasta derramó algunas lagrimitas; y al fin le había dicho que llegaba su primavera, la primavera de Solveig. Y eso era todo. ¿Todo? ¡Ah, no! Solveig había empezado a descubrir que a su alrededor también el mundo se transfiguraba: ojos ayer indiferentes la seguían ahora; labios mudos ayer la exaltaban en sus elogios; rendíansele voluntades hasta entonces anónimas. Y Solveig adivinaba ya la posesión de una fuerza naciente, y vagos ensueños de dominio se abrían paso en su imaginación. La noche aquella en que la dejaron sola, ¿no se había puesto ella el vestido largo de su hermana Ethel, ese gran vestido negro con adornos de plata? ¿No había caminado ella frente al espejo, grave como una dama, y respondiendo con una leve inclinación de su rostro a las reverencias profundas que le dedicaba una invisible corte de admiradores? Y, ciertamente, Solveig no entendía ese gusto por la violencia que Marta Ruiz acababa de poner en descubierto. Lo que le complacía en Lucio era, justamente, la lisonja reverencial de sus miradas y el cobarde temblor de sus voces cuando a ella se dirigía; y cada vez que Lucio bailaba con ella, se estremecía todo y entornaba los párpados, como su perro Nerón, aquella tarde, cuando tendida ella en la piel de carnero que
mister
Chisholm trajo de la Patagonia, le había palmeado el vientre liso y cálido, a la hora de la siesta. Porque Solveig adivinaba en Lucio a un hombre tímido; y si las cosas viniesen a parar en lo que ya estaban anunciando, ella sabría dirigir su talento, despertar sus ambiciones y hacer que fuese «alguien», ¡ella, una criatura! ¿Y Adán Buenosayres? Incomprensible. ¿Por qué le había dejado a ella ese Cuaderno de Tapas Azules? No lo entendía: ella no era una «intelectual» como su hermana Ethel.

—¿Beethoven? —repuso Schultze—. Un guitarrero sordo. ¿Grieg? Un acordeón de arrabal. Han puesto vaselina en el oído humano, ¡un oído hecho para la música de las esferas!

Pero Ethel Amundsen no lo admitía, y agitó en el aire su fuerte cabeza de Palas en cuyos bucles relampagueó la luz como en un casco de guerrero. Después volvió sus ojos hacia Ruty Johansen que compartía con ella ese otro sector del diván celeste y alargaba en él su macizo cuerpo de Walkyria.

—Este loco de Schultze no tiene compostura —le dijo.

Y al par que lo gorjeaba, su mano amistosa cayó en el muslo de Schultze, ¡oh, levemente! ¿Punición o caricia?

Fuese caricia o punición, el astrólogo Schultze la recibió con ánimo especulativo: era indudable que la manifestación grosera de su individualidad acababa de resentirse agradablemente al roce de aquella mano; pero, gracias a los dioses, la manifestación sutil del astrólogo se mantenía libre de fluidos terrestres, y su cuerpo astral sin una sola rotura.

Al verificarlo así, una sonrisa incolora se dibujó en su cara de yeso:

—Música idiotizante —añadió—, música para sordos. Y si no, ¿cuántas notas caben en el pentagrama clásico? Nada más que siete. ¡Bah! En el mío entran veintiocho notas.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Ruty Johansen, escandalizada.

—¿Y los instrumentos musicales? —insistió Schultze con visible asco—. ¡Hay que inventar otros! En Roma estuve a punto de concluir un piano-saxofón-batería que se anunciaba como algo bueno.

—¿Llegó a funcionar? —le preguntó Ruty.

—No.

—¿Por qué?

—Saturno y Júpiter andaban embromando arriba —gruñó el astrólogo.

Calvo y gordinflón, estudioso y tranquilo, el ingeniero Valdez tenía clavados en Schultze sus penetrantes ojos de cobra.

—Usted anda innovándolo todo —le advirtió—. Primero el idioma de los argentinos, después la etnografía nacional, ahora la música. ¡Ojo! Ya lo veo con una llave inglesa en la mano, queriendo aflojar los bulones del Sistema Solar.

—El Gran Demiurgo —le respondió Schultze— nos da el ejemplo al modificar incesantemente su obra.

Pero Ethel Amundsen volvió a castigarlo en el muslo.

—¿Sabe lo que a usted le pasa? —dijo—. Que posa de genio. El demonio de la originalidad lo atormenta día y noche.

—¿Original, yo? —repuso Schultze con el aire del más perfecto asombro.

Ruty soltó la carcajada.

—Y si no —dijo, encarándose a su vez con el astrólogo—, ¿por qué se comió la otra noche aquel ramo de hortensias en el salón de los Menéndez?

Una sonrisa triste amaneció en el semblante de Schultze.

—¡Está bueno! —refunfuñó—. Cuatro veces al día se comen ustedes todo lo que de masticable hay en el globo terráqueo. ¡Y ahora se asustan porque la otra noche me comí dos o tres hortensias!

—Olvidemos las hortensias —rió Ethel—. Pero no me diga que olfatear a un verdulero dormido es un acto normal.

—¿Olfateó a un verdulero dormido? —preguntó Ruty, abriendo tamaños ojos.

—Un verdulero del Mercado de Abasto, a las tres de la madrugada —testificó Valdez.

Lleno de modestia, Schultze inclinó la frente.

—¿Qué tiene de particular? —dijo con la mayor dulzura—. Una nariz bien ejercitada consigue interesantes olores en el cuerpo de un verdulero. La región axilar, verbigracia, huele a tierra húmeda, bolsas podridas y sudores agrios. En la zona pelviana se descubre un olor de yuyos y de corral de ovejas, mezclado con sensibles desprendimientos amoniacales.

—¡Basta, Schultze! —le ordenó Ethel Amundsen.

—Y en los pies un vaho que proviene de lentas fermentaciones...

—¡Basta! —insistió Ethel, frunciendo las narices.

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