Era a principios de los años cincuenta. Aquel asunto desprendía un tufo, entre esotérico y clandestino, que me tenía encandilado. Forzando mi ya caótica memoria, aparecen algunos destellos imborrables como la música estridente de la sardana, que, sin embargo, me resultaba inquietante, o por lo menos muy turbadora. En la lejanía de las imágenes puedo evocar con precisión las alpargatas que calzaba mi prima Carmina para danzar, con las cintas rodeándole media pantorrilla. Excepcionalmente, y solo en aquella ocasión, el calzado ejerció en mí mayor atracción que unas pantorrillas. Debía intuir que las alpargatas para bailar sardanas se habían convertido en un sutil distintivo de resistencia, como lo era también el acto supuestamente lúdico. De aquí que el recuerdo más presente sea una fiesta celebrada con aquella asombrosa gravedad general. Solo en alguna misa escolar había respirado una atmósfera semejante, aunque nunca, ni remotamente, me había producido tanta agitación.
Posiblemente, mi padre recibió información del ceremonial a través de la familia de Carmina, que se consideraba muy de la
ceba
(cebolla). El nombre de esta hortaliza se aplica en mi tierra a los que tienen un grado especial de adhesión con los temas catalanistas; sin embargo, la relación cebolla-patria siempre me ha resultado ininteligible. Como no sea porque cuando la troceas te hace saltar las lágrimas, o por alguna otra alegoría seudosentimental, no consigo ver la metáfora por ninguna parte. En fin, aunque mi padre no era muy de esta ceba, su condición de represaliado republicano le hacía sensible ante cualquier trama que desprendiera un mínimo efluvio antirrégimen. Por eso estábamos allí.
El lugar del culto era una pequeña plaza del barrio de Sant Gervasi, de Barcelona, que no estaba llena a pesar de sus reducidas dimensiones. Nadie levantaba la voz. Los correligionarios se habían reunido o refugiado alrededor del conjunto musical que soplaba las melodías con fragoroso volumen. En el caso de las sardanas, el volumen supone siempre un esfuerzo muy meritorio, pues arrancar notas en aquellos ásperos instrumentos de doble caña es tarea más propia de un compresor que de la presión pulmonar, y prueba de ello eran los rostros congestionados (algunas veces color violeta) que exhibían los esforzados intérpretes. Del lado de los danzantes se había formado una sola anilla de baile, donde mi prima Carmina era la más joven, y los demás lo habían sido antes de la Primera Guerra Mundial.
Obviamente, acudir en aquellos momentos a una audición de sardanas no dotaba a sus asistentes del mismo prestigio que veinte años después. Tampoco se trataba de una heroicidad, ya que nada público se celebraba entonces sin autorización gubernativa, pero es muy probable que los concurrentes al hierático sarao se sintieran partícipes de un tejemaneje oculto cuyo fin,
grosso modo
, era conservar la sagrada llama de una tribu perseguida. En tal circunstancia mi intuición infantil percibía un atractivo intríngulis fuera de lo común. Aquel tinglado enigmático colmaba largamente la curiosidad y el deseo insaciable de aventuras y misterio que impregna los primeros años de vida.
Una de las piezas musicales que allí se ejecutaron llevaba por título
Per tu ploro
[Por ti lloro]. Cito solo una, aunque en realidad no sé si tocaron otras, pues únicamente esta permaneció para siempre grabada en la memoria, entremezclada con las fascinantes reminiscencias de aquel día. Mi menguada capacidad retentiva es incapaz de establecer con exactitud cuándo volví a oírla de nuevo, pero desde entonces no he conseguido escucharla sin una insondable emoción que me nubla los ojos.
Cincuenta años más tarde utilizaría esta sardana para una de las más tiernas escenas teatrales que he sido capaz de componer. La construí en 1996 con el pálpito de los entrañables recuerdos de un territorio que ya no conseguía reconocer como algo propio.
Frente a un decorado pintado con la masía del escritor Josep Pla, unos payeses ataviados con el traje típico punteaban solo algunos compases de la música, alternándolos en idéntica proporción rítmica con su trabajo campestre. El conjunto desprendía un clima delicado, en justo equilibrio entre lo ridículo y lo sublime, pero la escena proponía una irónica metáfora cuyo retrato sintético rememoraba la más amable y apetecible de las Cataluñas. Hoy me pregunto: ¿Era el recuerdo de un país soñado o tuvo algo de real?
No me cabe la menor duda de que las circunstancias políticas de entonces propiciaban una mirada idílica del país en idéntica correlación de tirria soterrada hacia el adversario tradicional español. Abundaban los sobrentendidos entre ciudadanos de cierto pedigrí étnico. Nada especial: se trataba simplemente de una componenda casera; aunque, envuelta entre el soporífero letargo franquista, asomaba como una conspiración en toda regla. La palabra
català
sobrellevaba una mezcla de connotaciones sentimentales y furtivas, con incentivos suficientes para estimular la libido de los que estaban en el ajo. Unas décadas más tarde este vocablo se convirtió en santo y seña capaz de encubrir cualquier desatino, desde los ripios ilegibles de la nacional-poesía, hasta los sádicos asesinatos musicales en forma de
Nova Cançó
, sin olvidar toda la corrupción posterior con cargo a la patria. Los miles y miles de veces que en el futuro la mayoría de los medios de comunicación nos machacarían diariamente con
català
y
Catalunya
acabaría por convertirse en una invasión de pesadez rozando el delito.
Sin embargo, en aquel primitivo noviciado de lo autóctono la precariedad de medios y la pretendida condición de perdedores dotaba al asunto de cierta dosis de ternura. En este sentido, debo reconocer que también fui hechizado por las versiones clandestinas del infausto pasado, y la Catalunya trufada de bucólicas estampas de ruralismo
pesebrista
me parecía el mejor paisaje posible. ¡Era el lugar más bello del planeta y... el día que dejaran de putearnos...!
Eso no quita que la auténtica realidad tuviera tintes menos románticos, porque mientras el tinglado étnico se hallaba en proceso de fermentación, desembarcaban en Barcelona cientos de miles de españoles del sur con una simple maleta de madera como única hacienda. A fin de no confundirlos con los legítimos participantes en la componenda, la primera medida preventiva fue llamarlos
xarnegos
y considerarlos emigrantes. Un tratamiento muy revelador, pues no creo que cuando un ciudadano de Toulouse llega a París buscando trabajo sea tildado de emigrante.
En definitiva, aquella manifestación sardanística representó para mí el inicio de una dolencia afectiva que pasaría por distintas patologías hasta su completa curación, cincuenta años después.
Resulta evidente que los ritos de una tribu se establecen para fines de todo tipo, pero manteniendo siempre como objetivo esencial el fomentar arraigo y dependencia de la promiscuidad colectiva. Su cálido olor incestuoso propicia un fuerte síndrome de abstinencia cuando uno se aleja del rebaño. Sería esta querencia la que unos años más tarde, cuando me llevaron a estudiar a París, me hacía palpitar fuertemente el corazón cada vez que un detalle insignificante sugería mi añorada Catalunya. ¿Era amor a la patria?
La realidad es que los ojos se humedecían también cuando berreábamos
La Marsellesa
en clase, y lo mismo me sucedió al escuchar el pasodoble
En er mundo
en la radio de un vecino judío que construía marionetas.
El vodevil estaba servido. Amores en el armario y debajo de la cama, con el corazón troceado el problema sería en adelante saber cuál era la legítima.
Estamos a finales del año 1961. Els Joglars, aquella recién nacida compañía de mimos, entre cuyas aspiraciones se incluía la lucha identitaria destinada a la salvaguarda del arte y la cultura autóctonas, instaló provisionalmente su cuartel general en el palacio Dalmases, de Barcelona. El vetusto edificio era entonces sede del Omnium Cultural de Catalunya, otra pretendida organización guerrera para combatir el intento de genocidio étnico por parte del enemigo español, que, según decían, venía perpetrándose desde el reinado de Felipe V. Como secretario general de la entidad, desempeñaba el mando J. B. Cendrós, un tipo fachenda que vestía a lo yanqui, mientras paseaba por allí su prepotencia, en mérito de haber creado un floreciente negocio de masajes faciales, llamado Floïd.
Treinta y cinco años después se convertiría en personaje coprotagonista de mi obra
La increíble historia de doctor Floït & Mr. Pla
, no sé todavía si por represalia contra aquel líquido horrendo que después del afeitado escaldaba mi piel aria, o por reivindicar al gran escritor Josep Pla, al cual el pollo en cuestión había vetado reiteradamente el Premio de Honor de las Letras Catalanas que otorgaba su organismo de salvación nacional. Un hecho que por sí solo atestigua cómo en poco tiempo dicha organización de combate desviaría en 180 grados la trayectoria de sus disparos, dedicándose con notable celo a perseguir y silenciar al enemigo interno.
No obstante, en aquellos momentos, todos simulábamos estar en la misma trinchera. De aquí nuestro afán de jóvenes guerreros en ocupar todo el tiempo disponible a entrenarnos frenéticamente para la contienda.
—Bueno, chicos, vamos a representar con el cuerpo los distintos colores. Yo cito un color, y cada uno expresa libremente aquello que le sugiere. ¿Estáis de acuerdo? Pues adelante...
Quien daba estas órdenes tan crípticas era Antón Font, que, junto a mí, ocupaba la jefatura del imberbe batallón. Font no era tan joven como el resto, ya tenía algunos retoños creciditos, y por esta razón pretendía ejercer su dominio moral sobre la compañía, y cuando digo moral lo hago extensible a todas las excepciones del término, pues era inclemente con cualquier debilidad erótica de la joven milicia. Reprimir los ímpetus de aquella tierna carnada no era tarea fácil si tenemos en cuenta que la mayoría, al margen del consabido amor a la patria, militaba allí con la esperanza de pescar otra suerte de amor que calmara sus picores.
El general Font también estaba ojo avizor sobre los que no cumplían con las obligaciones religiosas y se permitía dar por sentado que todos eran devotos del nacional-cristiano-catalanismo con sede en Montserrat. Fue este guardián de las esencias quien redactó en 1961 el código militar fundacional que incluía una cláusula destinada a guiar la orientación de nuestras incursiones escénicas. La cláusula en cuestión señalaba como objetivo: «... una voluntad de crear inquietud popular para recuperar los derechos cívicos y nacionales, ahora oprimidos en Cataluña». Ciertamente, lo de «crear inquietud popular» parecía más propio de una quinta columna que de un ejército regular, pero, en definitiva, allí todo valía para la causa.
Esta beligerancia táctica atestiguaba las similitudes entre los contendientes de la supuesta batalla, porque al general Font y al entonces capitán general de la IV Región solo los separaban ligeros matices estratégicos. Como se puede entrever, el ánimo patriótico y moralista de los dos era idéntico. Mientras uno imponía públicamente sus pundonores morales bajo los auspicios del caudillo Franco, el otro lo hacía de forma encubierta, bajo sobrentendidos místicos y políticos, preconizados por el abad Escarré de Montserrat, que ejercía entonces de «Subcomandante Marcos» al amparo de la Virgen negra.
¿Qué pintaba yo en semejante berenjenal? En realidad, no era más que el único experto de la compañía en tácticas de combate escénico, porque los demás, incluido Font, no tenían ni zorra idea de luchar en un teatro de operaciones. Un servidor poseía cierta formación extranjera y había practicado algunas maniobras de distracción para no ofrecerse uno cándidamente como blanco de la conmiseración pública. Fuera de esto, mis dieciocho años me hacían soportar una cabeza llena aún de confusión sobre dónde había que disparar y quién merecía ser amado. El dilema propiciaba una actitud cismática por mi parte, que aprovechaba el sicario montserratino Font para erigirse en generalísimo absoluto de las maniobras.
—Ahora pasamos del rojo al azul... así... en una lenta transición y de forma que transmita un universo de libertad en el cuerpo.
Los reclutas mimos hacían lo que podían. Acababan de removerse como primates en celo bajo la advocación del rojo, para iniciar seguidamente una demostración de sinuosidades mariquitas inspirada en el azul. El muestrario del «universo de libertad» era deprimente, pero el escuadrón de quintos en pantis estaba dispuesto para las peores calamidades con tal de contribuir a la enigmática misión. A pesar de encontrarme en pleno noviciado de la vida, ya me parecía dudoso que con semejante catálogo de melifluas veleidades consiguiéramos sembrar «inquietud popular» y ganarle al enemigo la pretendida guerra de liberación.
Sin embargo, el general Font no conocía el sentido del ridículo; lejos de amedrentarse ante aquel aciago panorama, se lanzaba obstinadamente al ataque, embozado en su Mec. El personaje era una copia ñoña del famoso Bip del gran mimo Marcel Marceau, solo que ajusticiado por la penuria expresiva y el gusto edulcorado de nuestro general. Aquí cazaba mariposas, allí cogía una flor, ahora me zampo un chicle y hago con él un inmenso globo, después me busco la pulga... En fin, los ingenios militares no podían ser más letales.
El repertorio, en vez de espantar a enemigos y aliados, hacía las delicias de un público militante, dispuesto en aquella coyuntura operativa a vitorear incluso un escenario vacío con tal que rezumara un fuerte olor a
ceba
.
El relieve especial que concedo a las hazañas del general Font en esta primera campaña no es solo para rememorar la brillantez de sus aportaciones a una causa fingida, sino porque personificaba el típico retrato de la simulación antifranquista catalana moviéndose en el contexto del supuesto combate cultural contra la dictadura. La impostura de esos pobres diablos solo la desenmascara el tiempo verificando el historial de su pancista vida; pero, si no hubiera estado yo tan ensimismado o embobado, habría intuido con más prontitud las consecuencias finales de aquella solapada falacia. Al abrigo de la juventud nos permitimos ciertas dosis de imbecilidad, que a veces, como es mi caso, tardamos demasiados años en desahuciarla... en parte.
—¡Detenga el autocar en Girona y así toda la compañía podrá ir a misa!
El general Font dictaba esta orden al chófer mientras regresábamos de Olot. Confieso que me quedé perplejo ante semejante audacia, pero una mayoría de guerrilleros acató mansamente el mandato, y solo unos pocos cruzamos algunas miradas discordantes esperando la ocasión para convertirnos en prófugos.