Adiós Cataluña (6 page)

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Authors: Albert Boadella

Tags: #Ensayo

—Folch, ¡me hunde! ¡No me haga eso! ¡Me queda el Drac vacío!

Efectivamente, en aquellas veladas que anulaban los supuestos ilustres de la
ceba
nos tocaba actuar para una docena de espectadores. Pero el placer de haber finalizado la operación con éxito compensaba con creces la frialdad de un local casi desierto. Era un gustazo escuchar a los patricios del Drac maldecir a los notables de la tribu por los quebrantos causados en sus bolsillos.

Debido a esas informalidades, Paco de la Aldea, un magnífico barman que ejercía de
maitre
, empezó también a profanar la cultura catalana, y aunque la reserva telefónica fuera auténtica, exigía a los clientes un sinfín de condiciones restrictivas. Por fortuna, el bueno de Paco no sabía que cuando ofrecía una invitación de la casa a los clientes preferenciales de forma indirecta también estaba colaborando en el descrédito de la institución.

—Señor Vilaseca, ¿le sirvo un Chivas?

El accionista Vilaseca, con aire displicente, se tomó su güisqui, pero al primer sorbo dio unos ligeros chasquidos con la lengua.

Como es natural, el prohombre había detectado un saborcillo muy exótico en la bebida que seguramente atribuyó a los años de barrica, pues no podía imaginarse que estaba ingiriendo un insólito
coupage Chivas-Aguas Menores Joglars
.

Por su lado, el lumbrera Espinàs se pasaba el día investigando la causa de aquel nauseabundo perfume de puta barata que invadía el exquisito local dos o tres veces por semana. Con obstinada laboriosidad y discreción en el método, untábamos con un concentrado de perfume cutre desde la barra del bar hasta los filtros del aire acondicionado. Una vez acabado el
show
, los clientes no parecían salir de un local con ínfulas intelectuales vernáculas, sino de un mugriento burdel de la calle Robador, aunque, por supuesto, catalán.

Durante esas largas noches, encerrados en una especie de cuchitril almacén que hacía de camerino, esperando el turno de actuación, no pasaba día sin sabotaje. Cuando la monotonía alcanzaba el grado máximo de aburrimiento, un guerrillero voluntario salía a la cabina telefónica exterior a llamar al 091 (Policía).

—¿Policía? Oiga, he tenido que salir precipitadamente de La Cova del Drac porque hay allí un tumulto descomunal.

En otras ocasiones el tema era menos trivial: —Señor policía, tengo que denunciar un acto intolerable. Han empezado a gritar todos
Visca Catalunya!

Cuando llegaba el coche
zeta
repleto de agentes, Espinàs, que no era precisamente un matasiete, tenía que refugiarse con toda urgencia en el excusado. Obviamente, después de tanta llamada, los de comisaría, mucho mejor dispuestos para el tute tabernario que para la actividad represiva, optaron por dejar un agente vitalicio en el local y así ahorrarse viajes.

El policía de servicio resultó ser un chico de nuestra edad, recién salido de la academia, algo fanfarrón aunque bastante afable. Los primeros días mataba su tiempo leyendo las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, pero al cabo de tantas horas juntos acabamos jugando a montar y desmontar el arma reglamentaria en el menor tiempo posible. Las noches se hacían más llevaderas con aquel sinfín de «batallitas» contadas por el fantasioso agente, el cual, después de empinarla debidamente, nos hacía también partícipes de las marrullerías de sus superiores. La presencia en el local del confiado agente servía a Espinàs y su camarilla para justificarse ante los demás sobre la dimensión subversiva de su labor. Aquel joven policía apostado allí no podía imaginarse que su presencia era el símbolo de doscientos cincuenta años de represión catalana.

Nuestra confraternización con las fuerzas de ocupación era muy mal vista por el «estado mayor» del Drac, representado por Ermengol Passola, accionista mayoritario del tinglado. Se trataba de otro prohombre de la lucha cultural que, amparado en su floreciente negocio de muebles Maldá, se jactaba de tener siempre una mano en el bolsillo y otra en el corazón para aliviar los males de la patria. Llevado por tan fogoso amor hacia el terruño, cacareaba sin ningún recato que, en caso de victoria de su bando, disfrutaría enormemente aplicando la misma tortura que el enemigo español infligía a nuestros héroes en las mazmorras.

—Yo no le daría tantas confianzas al facha ese.

Passola se refería al joven policía, con el que también compartíamos risas. Un servidor le replicaba tímidamente, utilizando como atenuante la amabilidad del chaval. Pero Passola se mantenía en sus trece.

—Sí, sí, muy simpático, pero nos arrestaría al instante por reclamar uno solo de los legítimos derechos de Catalunya.

—Passola, este chico intenta hacer su trabajo con la mayor cordialidad posible...

—Mira, Boadella, no pasará demasiado tiempo sin que tú y yo tengamos el gustazo de ver a esos fascistas pudrirse entre rejas. Ya verás qué bien nos lo pasaremos pinchándoles los huevos.

Ello no impedía que cuando regularmente el comisario aparecía por allí de visita la experta mano del gerente le introdujera en el bolsillo de su chaqueta un buen fajo de billetes, gentileza de la casa.

Las lecciones prácticas de aquellos caudillos liberadores hacían mella en un simple cabo primera como yo, al mando de un reducido pelotón gestual. El panorama que ofrecían me inspiraba el deseo inconfesable de que, por lo menos, la pretendida guerra no la ganaran del todo semejantes aborígenes. De ahí los atenuantes morales con que contaba mi campaña subversiva, orientada al descrédito del antro contestatario.

Passola y Espinàs no eran un caso aislado. Juntos, encarnaban lo más típico y tópico de un embuste generalizado en forma de ofensiva cívico-cultural con fuerte tufo a incienso y mollera imperceptible. Viéndolos en su salsa, resultaba imposible sorprenderse ante la incombustible pervivencia de un franquismo senil.

Cada uno en su terreno, me proporcionó suficientes razones para el escepticismo; pero, sin duda, la mejor demostración de alcances encefálicos nos fue ofrecida por Espinàs. Esta evidencia se produjo el día en que un jovencito desconocido llamado Joan Manuel Serrat apareció con su guitarra, dispuesto a cantar. Interpretó en la primera parte, con sorprendente ternura, algunas de las canciones que después se hicieron famosas. Jaume Sorribas y yo lo escuchábamos con deleite en la misma proporción que Espinàs ponía cara pejiguera ante aquel novato.

Al finalizar la breve intervención, Espinàs, en un alarde de penetrante visión profética, se dirigió a nuestra actriz Marta Català, que ejercía muy graciosamente de presentadora, y le dijo:

—¡Vaya lata! Este chico no tiene ningún futuro en la canción. No lo presentes en la segunda parte.

Y como no tuvo ni la gallardía de comunicarle directamente su decisión, Serrat se quedó un par de horas en nuestro cuchitril esperando actuar de nuevo en la segunda parte. Al percatarse de que se habían olvidado de su presencia, se fue con su guitarra y no volvió nunca más por allí. No pasaron ni seis meses y aquel joven de cara risueña se convertía en el mejor cantautor que ha tenido la somera historia de la canción catalana. Lo fue, y lo sigue siendo, también de la española, a pesar de los funestos personajes que ejercían entonces como paladines de la recuperación nacional, lo cual podía hacer prever el futuro que se nos presentaba.

A pesar de tan elocuentes indicios, aún duró un tiempo mi ilusoria creencia de que, pese a semejantes sátrapas, quizá sería posible construir la Catalunya soñada. Estaba equivocado. La Catalunya que se instauró era la que ellos, precisamente, venían soñando desde la Guerra de Secesión. O sea, la revancha.

Durante los meses que estuvimos actuando en el Drac no hubo una sola jornada sin sabotaje. Tampoco es seguro que los siniestros causados promovieran demasiados escépticos a la causa de Pujol y sus secuaces, ni grandes quebrantos económicos al adversario, pero por lo menos aquel nido de mojigatería identitaria me sirvió como campo de maniobras para futuras campañas, algunas de las cuales se prometían muy reñidas.

AMOR IV

Al fin la encontré. Mi oficio me llevó hasta su proximidad. Ocurrió en el pequeño teatro de un pueblo de Tarragona donde íbamos a representar la obra
Alias Serrallonga
. Al principio no reparé en ella, porque pertenezco a una cepa muy extendida de ejemplares masculinos, los cuales solo son capaces de cobijar un único tema en la cabeza. Cuando alguna idea fija ha penetrado en mi mollera, se hundiría el mundo alrededor y seguiría cautivo del objetivo sin advertir el siniestro. No importa la magnitud del tema; la ocupación del cerebro puede ser total por una nimiedad; lo sorprendente es la impasible capacidad de desconexión con el exterior.

En ese estado me hallaba yo, impartiendo indicaciones para colocar el montaje en un local muy reducido, y, mientras iba de un lado a otro, crucé unas palabras con una joven que parecía formar parte de los organizadores. Al poco tiempo, cedió instantáneamente mi ocupación mental y ya no sabía ni lo que estaba haciendo. Como impulsado por un resorte irresistible, me encontraba realizando toda clase de combinaciones por la sala para situarme a su lado. No me percataba todavía de que había penetrado en zona donde el halo de Dolors resulta irresistible.

Es muy posible que en este episodio inicial el olfato jugara también un papel determinante, porque durante todo el tiempo que duró el encuentro solo fui esclavo de mi irracionalidad. Cuando por algún motivo aquella mujer iba en otra dirección, yo buscaba cualquier excusa para situarme de nuevo en su cercanía. Un buen observador externo hubiera asociado la escena a una perfecta partida de caza, con la única duda de establecer si el supuesto cazador no era la pieza a cobrar. En todo caso, es el trance en que me he sentido más cercano a mi gato.

Permanecí mucho rato sin atreverme a observarla con detalle por temor a que en realidad no fuera ella. A través de la mirada esquiva y borrosa, por mi grado de animalidad, podía entrever una figura estilizada y morena, de movimientos refinados. Es posible que el carácter felino que me atribuyen no infundiera sospechas sobre mi estado y mis intenciones silvestres, porque no parecía sorprendida ante las ridículas aproximaciones. Hice bien, pues el tiempo me ha enseñado que una acometida directa hubiera malogrado toda posibilidad de seducción en una mujer que aprecia especialmente el mérito y la sutileza.

En la cena que nos ofrecieron los organizadores había conseguido montar una trama con ayuda de un colega para sentarme justo enfrente de ella. A fin de no alarmarla con mi desmesurado interés, en el sitio estratégico se situó primero mi compañero, quien, con una excusa cualquiera, cambió de lugar. La táctica de pacotilla dio resultado y cuando conseguí estar colocado enfrente pude por fin mirarla con detalle. Aquella primera visión fue conmovedora, porque efectivamente era ella. No había diferencias significativas: pelo negro, manos largas y finas, ojos oscuros intensos, expresión serena algo distante, más bien delgada, hombros reducidos, pecho moderado, elegante más que llamativa y aire menos gallardo que espiritual. Al estar sentada, todavía no había podido contemplar sus excelsas ancas. Era la réplica exacta de mis primeros ajustes con la almohada.

Hechizado por una voz suave y por el más bello catalán que había escuchado, no reparé en principio en el joven que se sentaba a su lado y que resultó ser su marido. Intuí entonces la tragedia, porque yo no resistiría vivir un instante sin aquella presencia, pero tampoco era un progre y el compromiso matrimonial me parecía todavía una barrera considerable.

Partí trastornado de aquel lugar, ya sin posibilidad de permanecer mínimamente sereno. Luchaba entre el deseo irrefrenable de verla de nuevo y el desasosiego que me provocaba destruir los vínculos de una pareja. La alteración que sufría me hacía mirar la vida con ojos violentos; tenía necesidad de sentirme en la más salvaje jungla para que mis pasiones se encontraran en plena consonancia con el entorno. La moral, la ética, la prudencia, en fin, todas las convenciones civilizadas, me molestaban profundamente. Estaba completamente dominado por un amor urgente y prehistórico. No haría falta precisar que en semejante estado, me importaba un comino el arte, el teatro, Cataluña y la madre que la parió. Lo que en aquella circunstancia podía parecer fruto de la llamarada pasional era ya un anticipo de cómo acabaría siendo el orden de prioridades en mi propia vida.

Un tiempo después conseguí finalmente volver a encontrarme con Dolors, cuya imagen real mitificada a fuerza de tantas reproducciones mentales la tenía casi estropeada. El encuentro fue el primer tanteo para una afinación común que se ajustó al instante; la armonía del juego era inigualable y charlamos eufóricamente horas y horas. Sin llegar a manifestarlo, también nos invadía cierta angustia por los obstáculos que deberíamos superar en caso de seguir empeñados en atizar aquella incontenible atracción. A medida que transcurría el tiempo los silencios se hacían cada vez mayores, intuyendo que el final se acercaba. Al despedirnos asomó la inevitable tristeza:

—Mi hijo se llama Sergi —le dije.

—El mío, Bernat —me contestó, mientras yo lamentaba no haber nacido fieras, que así, por el olfato, jamás nos hubiéramos equivocado en el pasado.

Hoy, transcurridos treinta y dos años, no se ha cansado de mi amor.

GUERRA IV

El éxito de las operaciones militares por las plazas españolas nos infundió ánimo suficiente para lanzarnos al ataque de Europa e intentar conquistar Italia, que ha sido siempre un reducto muy bien adiestrado en nuestra especialidad. En plena campaña por aquel país fuimos requeridos para mostrar nuestra actuación en el Palazzo de Villa Zenobio, una espléndida propiedad cercana a Verona, cuyos dueños organizaban ese género de actividades en su palacio. No era cuestión de esquivar el ofrecimiento, pues significaba un alivio en forma de liras, imprescindible en la precaria economía de campaña, y allí acudimos puntuales con nuestros efectivos escénicos bien dispuestos.

A medida que entrábamos en el recinto, la imagen que se presentaba a nuestros ojos era realmente exquisita. El palacio poseía un inmenso parque que circundaba el edificio del siglo XVII en el que una parte del jardín era a la italiana y la otra de estilo romántico. El conjunto estaba tocado con esa refinada mano que solo los italianos tienen para conseguir que permanezca presente la palpitación del pasado. A nosotros nos faltaba solamente el carro, en vez de la furgoneta Saba, para componer el clásico cuadro de la farándula visitando a la nobleza.

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