Adiós Cataluña (7 page)

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Authors: Albert Boadella

Tags: #Ensayo

Los barones, duques o lo que fueren, que no recuerdo, nos dieron amablemente la bienvenida y nos acompañaron hasta el sitio escogido para nuestra demostración. Así, a primera vista, parecían unos tipos muy singulares, capaces de construir un espacio teatral tan sencillo y sublime a la vez como el que teníamos delante de nuestras narices. La parte alta del granero del palacio había sido habilitada, restituyendo todo el entramado de vigas de madera. El conjunto estaba restaurado como si se tratara de un antiguo corral de comedias para un centenar de personas. Todo ello, al modo italiano, que nada tiene que ver con el estilo «parador nacional», cuya contundencia en peso, medidas y barnices se ha extendido por España con un éxito digno de mejor causa.

En mi corta vida farandulera jamás había visto nada igual. Me quedé patitieso. Era como retroceder cuatro siglos, cuando las compañías de cómicos visitaban los palacios de la nobleza para ofrecer sus representaciones. Aquella situación me tenía completamente cautivado, no hacía más que rememorar a mis ilustres antepasados del gremio y habría permanecido durante años allí aunque solo fuera como aspirante a bufón. Me imaginaba a Goldoni, Moliere o a las máscaras de la
Commedia dell'Arte
. Pero, como nunca llueve a gusto de todos, había en nuestro batallón un par de confabulados con la revolución proletaria que, a juzgar por sus muecas, en vez de a los legendarios cómicos, debían rememorar a Lenin, Mao y Castro expropiando a los depravados ricachos o, en versión más casera y expedita, a la «familia Manson» asaltando el chalé de Beverly Hills.

Yo me deshacía en elogios y apologías del lugar, así como sobre la ventura de poder revivir un episodio de aquella naturaleza, pero a medida que mis emociones iban en aumento extrovertido, la mirada de los dos disidentes era cada vez más despectiva hacia mi pleitesía para con el capital sanguijuela. Opté prudentemente por contener la exaltación de la nobleza ilustrada, a fin de evitar los primeros conatos de conflicto interno.

La demostración que ofrecimos en aquel espléndido espacio llevaba por título
El Joc
[El Juego], pero esa apariencia inocente no era más que una emboscada para camuflar la munición letal de sus contenidos. Nos atrevíamos con todo: desplegábamos un catálogo de ejecuciones, denuncias sobre la degradación burguesa y ataques al mismísimo Creador. Todo muy esquemático, ingenuo si se quiere, pero suficientemente comprensible como para cabrear al párroco de Marata (una minúscula aldea de Catalunya), que nos dedicó en su día un artículo furibundo en una revista parroquial. Con aquellos candores escénicos, anatematizados por el mosén catalán, creíamos causar la agitación de las mentes occidentales.

Paradójicamente, en la Villa Zenobio la exhibición de hostilidades antisistema fue cálidamente vitoreada por una guarnición mixta de aristócratas y burgueses que presenciaron, con una copa en la mano, el despliegue provocador. Después de los exquisitos elogios sobre nuestra incisiva capacidad bélica y el mérito del esfuerzo empleado, desfilaron todos hacia el comedor, donde tenían preparado un suculento ágape. Nosotros nos quedamos desmontando la parada, mientras el sector contestatario seguía murmurando sobre la perversidad de la clase dominante, capaz de engullir tranquilamente la munición de
El Joc
en aquel espacio, sin una sola baja por infarto. La verdad es que el palacio de marras los tenía completamente sobreexcitados.

Al poco rato apareció un sirviente para anunciarnos que los señores estarían encantados de contar con nuestra presencia en la cena. Aquí estalló la revuelta. Los dos cabecillas de la insurrección imaginaron las penas del infierno en caso de ceder a la tentación. Que unos bufones vayan a mendigar la comida a sus señores, a quienes acaban de distraer con sus chanzas, ¡era intolerable! De ninguna manera estaban dispuestos a pasar por tales vejaciones. El mismísimo Trotsky levantaría desde la tumba su cabeza destrozada (por el catalán Mercader) y abominaría de semejantes sabandijas serviles.

La discusión duró lo suyo, hasta que yo les advertí que solo por cortesía teníamos que aceptar la invitación, y, sin más, me planté en el interior del palacio. Me siguió la mayoría, y solo el piquete revolucionario se quedó en el exterior, aunque tampoco sin cenar, porque los aristócratas, con gentil discreción, mandaron que les trajeran unos platos a los prófugos.

Resultó que los malignos capitalistas eran gente afable y culta que habían invitado a artistas y escritores a la representación, de modo que todos se interesaban por nuestra manera de construir el armamento escénico, conocedores de las dificultades de la España franquista, de la censura, etc. Se trataba de un acto muy corriente en una Italia donde, por poner un ejemplo conocido, la familia Visconti hacía exactamente lo mismo en su palacio; de aquí la afición escénica del joven Lucchino. Era lógico que una pandilla de cutres como nosotros, que confundía sin inmutarse Piero della Francesca con un jugador del ínter, se justificara, bajo la mirada miserable de una supuesta lucha de clases, de algo que no alcanzaba a comprender con su exiguo bagaje.

Durante la cena departí largamente con un anciano escritor romano que de joven había luchado en España y afirmaba con rotundidad que entre los conflictos bélicos nada es comparable a la saña de una guerra civil. El conflicto fratricida español era recordado por aquel hombre como mucho más cruento que la guerra posterior de su propio país contra los aliados. La conversación parecía una sutil metáfora de lo que podría suceder en la compañía. Esto último es una reflexión posterior, porque en aquel momento no era nada consciente de que aquellas situaciones, aparentemente intrascendentes, llegaran a convertirse un día en germen de la guerra interna.

Bajo el encubrimiento del individualismo, es posible que los españoles trajinemos esta semilla enclaustrada en los genes. En todo caso, fuimos y seguimos siendo muy aplicados en esa especialidad, de tal forma que todavía se intenta vivir del rédito de varias masacres entre ciudadanos de nuestra misma nación. Vestigios del carlismo sobreviven enquistados en el nacionalismo regional, y la instrumentación de la pasada guerra civil sirve aún para un sinfín de acusaciones sobre quién estaría hoy en un bando o en el otro.

Confieso que me sentía muy afortunado de haber nacido después de la última contienda, y, a pesar de haberme tocado aguantar la insufrible petulancia de los vencedores, creía haberme librado para siempre de conflictos semejantes, donde lo más lúgubre es el odio que genera entre los tuyos, un odio que lo infecta todo. Esa insensata seguridad mía demuestra que era incapaz de analizar las analogías que nos proporciona la observación de la vida natural. Entre ellas, la más recurrente es que lo sucedido a gran escala se da también en esferas menores. Los hombres siguen protagonizando guerras civiles con millones de víctimas, pero al mismo tiempo, a escala reducida y con idéntica ferocidad, estallan también conflictos familiares, empresariales o vecinales, con vencedores, vencidos e incluso bajas. Con un agravante: cuando el enemigo es alguien de la propia tribu, la capacidad de odio aumenta ostensiblemente. Insisto en referirme a esta clase de confrontaciones encarnizadas y a sus equivalencias en un ámbito minúsculo, porque tampoco conseguí librarme del conflicto fratricida entre mi propio bando.

Pasé los primeros años con mando en compañía dentro de una aceptable paz, solo truncada excepcionalmente por las rivalidades entre dos actuantes femeninas: Gloria Rognoni y Montserrat Torres. A menudo, esta competencia, no siempre reprimida, degeneraba en estridente reyerta por ocupar el asiento delantero de nuestro vehículo militar (furgoneta Saba). Las dos guerrilleras escénicas llegaron a medir sus arañazos en alguna que otra trifulca, incluso en plena representación. Nunca el término escenario bélico fue tan apropiado a la circunstancia. En estos casos, el buenazo del brigada Sorribas terciaba, procurando pacificar la riña cuartelaria. La mayoría de las veces acostumbraba a salir mal parado, porque las dos coléricas firmaban provisionalmente la paz, para así emprenderla contra el entrometido varón. Yo prefería mirar hacia Oviedo y dejar que las hembras exaltadas se neutralizaran entre sí, pues no era cuestión de arriesgarse a la extensión general del conflicto.

Su irreprimible antagonismo y desmedido afán protagonista las llevó en una ocasión a organizar un desafío exhibicionista de carácter erótico, del que subsidiariamente salimos beneficiados los guerreros allí presentes. El episodio ocurrió durante nuestra campaña en Holanda. Aquel día, una de las numerosas querellas parecía acabar en tablas, y la Rognoni, completamente frenética, se retiró encrespada, volviendo a comparecer ante nosotros en un santiamén, pero ya sin una sola prenda encima, y dando saltitos voluptuosos para demostrar, en última instancia, su hegemonía escultural frente a la otra.

Los machos observábamos impasibles, cual jueces de competición deportiva, las evoluciones de la pelirroja tratando de imitar a Gilda. La cara de pasmo no nos duró mucho, porque al poco tiempo unas voces requerían nuestra presencia desde el baño contiguo. A fin de comprobar el motivo de tan urgente llamada, acudimos con presteza, y al llegar ante la puerta la encontramos entreabierta. Allí estaba la Torres dentro de la bañera rebosante de espuma, emergiendo intermitentemente, con la intención de mostrar su desnudez por encima de la jabonadura. Esta segunda exhibición del certamen, con algo más de tramoya, tenía además el mérito añadido de estar protagonizada por la mujer más antimacho que he conocido, lo que demuestra el estado de enajenación en que se hallaba aquella pobre chica para hacernos partícipes de sus feromonas exaltadas.

Recuperada la calma tras tales alardes de mujerío machote, los fortuitos jueces nos retiramos discretamente a deliberar sobre la competición, aunque sin arriesgarnos a emitir un fallo definitivo y público en aras de la paz interna. Sí, en cambio, nos pusimos rápidamente de acuerdo en que tanto de la una como de la otra había que procurarse una distancia prudencial, pues se trataba de señoritas espectaculares para usufructo exclusivo de incautos.

Mi paciencia para soportar las desatinadas rivalidades y otras bagatelas del trabajo en común era entonces providencial; me lo tomaba con cierto humor. De no haber sido así, la compañía ya no existiría. Tampoco creo que resistir mi acérrimo escepticismo hacia toda retórica contemporánea fuera tarea fácil para los sufridos colegas; pero no hay duda de que tan obcecada intransigencia era compensada por mi habilidad en aunar voluntades dentro del batallón.

Con la píldora de la autogestión conseguía, a menudo, mitigar las pasiones y establecer el mando con disimulo, de forma que todos se creían igualmente protagonistas de los lances. La realidad no era tan compasiva, ya que en la lucha escénica, junto a algunos destacados guerreros, había otros muy discretos, que no hacían precisamente gala de discreción a la hora de atribuirse iguales méritos que los más adelantados. En un arte tan múltiple como el teatro, el procedimiento llamado colectivo o de autogestión está sujeto a un sinfín de injusticias para los mejores, mientras, por el contrario, acostumbra a ser la panacea de los mediocres.

Casi treinta años tardé en encontrar un sistema que estimulara la estrecha colaboración entre todos los participantes sin reprimir a los adelantados. Un auténtico método colectivo que, al mismo tiempo, consiguiera eliminar los agravios generados en un caos supuestamente ácrata, en que todo aparenta ser de todos, pero donde la intención inconfesable del montón es ponerle mordazas al mejor. Hoy, en la actual compañía, los sobresalientes tienen su justo reconocimiento, y los menos dotados se sienten satisfechos, luchando codo con codo, junto a tan buenos guerreros que les sirven de maestros.

Pese a todo, al margen de las reyertas puntuales entre las dos sulfuradas féminas, y alguna que otra escaramuza accidental, la paz civil duró entonces cerca de dieciséis años. Unos años apasionantes, divertidos y, por encima de todo, iluminados por una ingenua fe en que nuestro combate sería fundamental para el porvenir del mundo. El trato fraternal que nos dispensábamos no hacía prever la guerra civil, pero, como decía un buen amigo: si quieres guerra, cásate y la tendrás en casa sin sacrificar vidas ajenas.

Bajo esta óptica la suerte estaba echada. Aunque mi falta de experiencia me impidió captar con una visión de futuro lo ocurrido en el Palazzo de Villa Zenobio. La anécdota no era trivial; la realidad demostraría que los dos primeros cucos dogmáticos ya habían puesto sus huevos en mi nido con la intención de apropiárselo.

AMOR V

Cuando llegaba el otoño no existía nada comparable a permanecer sentado en el portal de la
Casa Nova
y entregarse al fascinante espectáculo que presentaba la naturaleza. No hay estupefaciente capaz de crear una visión parecida. Los bosques de abedules, robles y arces de Pruit eran una sinfonía de colores en forma de armónica explosión que mezclaba amarillos, ocres, escarlatas y rojos ardientes con la indiscutible contundencia de la naturaleza. Era el panorama más cercano a la gloria celestial que he conocido, por lo menos a la que describían los curas pacíficos. Ni los payeses del lugar que nacieron entre aquellos parajes podían permanecer indiferentes ante el exhibicionismo del paisaje. Quizá los únicos displicentes frente a un cuadro semejante serían hoy los críticos de artes plásticas que solo encuentran placer estético en la ausencia de vida. Para montar el velatorio organizan anualmente la feria ARCO, que se ha convertido en el mayor tanatorio europeo del arte.

Transcurría nuestro último otoño en la recóndita masía que me sirvió de madriguera para el rapto de Dolors. La luz y las variaciones cromáticas del bosque permanecían como única orientación en el paso del tiempo, y así, sin apenas percatarlo, absortos entre aquella naturaleza generosa, nuestra hija Mariana tenía ya diez años. El ímpetu del amor seguía indemne, porque la vida se había deslizado a cámara lenta, una vez fundidos en el entorno natural.

Cuando Dolors me franqueó el camino de su intimidad, mi instinto furtivo tomó la delantera a cualquier otra razón y escapé con ella a las montañas de Pruit. Casi no le pedí licencia, porque percibí enseguida que aquella mujer exigía del hombre arrojo y protagonismo en las decisiones que le eran propias de su especie. De esta forma, también llegué a vislumbrar levemente, y por vez primera, algunas hondonadas de la naturaleza femenina, ignoradas hasta entonces. Mi oficio me había llevado a tratar con bastantes cómicas, que en general hacen su efecto como hembras, pero la deformación profesional acostumbra a convertirlas en llamativas simulaciones de mujer. Incluso viví unos años con una buena compañera, que fue sobre todo una cómplice leal de las primeras escaramuzas escénicas. Sin embargo, después de tres décadas y media de vida, como suele ocurrirles a la mayoría de machos, desconocía profundamente el laberinto femenino.

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