Alcazaba (47 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Cuando llegaron al arco de Aljama, en el que confluían las principales vías, el griterío incesante aumentó de volumen y las voces humanas se mezclaban con los rebuznos de los asnos y los relinchos de los caballos. Sulaymán se detuvo, completamente desconcertado, al ver a la gente que caminaba por delante deprisa, apretujándose, entre cánticos y algazaras, llevando en las manos ramas de olivo y palmas. Sus ojos vagaban asombrados por las oleadas de seres que chocaban entre sí, y le pareció que se estaba celebrando alguna festividad religiosa, según podía deducirse, al ver los rostros, las vestimentas y el tono alegre de las voces.

Salam, igualmente impresionado, le dijo:

—¡Son cristianos! Pero ¿qué celebran? Es muy raro todo esto, puesto que estamos en octubre y llevan ramas de olivo y palmas, como si fuera el Domingo de Ramos.

—No es una revuelta —concluyó Sulaymán—. Más bien parece que hubieran enloquecido. ¡Vayamos a enterarnos!

Avanzaron a empujones y consiguieron a duras penas llegar a la plaza. El bullicio era enorme y todas las campanas de la ciudad repicaban ensordecedoramente. Al mirar hacia la fortaleza, vieron en las almenas hileras de soldados con lanzas y arqueros apostados en las terrazas y tejados; pero ningún otro signo de violencia o amenaza les hizo pensar que aquello se tratara de una rebelión.

Sulaymán se dirigió a uno de los cristianos que vestía su traje de fiesta y le preguntó:

—¿Qué celebráis? ¿Qué es todo esto?

Aquel hombre, con los ojos centelleantes, le respondió vivamente:

—¡Viene una embajada! ¿No os habéis enterado?

—¿Una embajada? ¿Qué embajada?

El hombre explicó entusiasmado:

—¡Ha sido todo de repente! Hace apenas unas horas se propagó la noticia por el barrio cristiano. Aunque, en honor a la verdad, nadie sabe muy bien quién viene… Solo puedo decirte lo poco que sé: al parecer, unos mensajeros llegaron anunciando que viene a la ciudad un legado del emperador.

Sulaymán, que no salía de su perplejidad por la imprecisión de tales explicaciones, exclamó:

—¿Del emperador? ¿Qué emperador?

—¡De los romanos! ¡El emperador de los romanos! ¡Nada más y nada menos!

En el palacio del valí, el Consejo se hallaba reunido al completo. Mahmud entró en la sala de Justicia y se sentó en el trono; a pesar de que se esforzaba tratando de mantener su proverbial aire impasible, un asomo de ansiedad se reflejaba en su rostro, menudo y cetrino, y se acarició la barba larga sobre el pecho un par de veces, en un gesto que denotó cierta impaciencia. También estaban preocupados el muftí, el jefe de la guardia, los secretarios, los consejeros y los notables, que ocupaban sus sitios enzarzados en un denso murmullo de inquietas conversaciones.

Con severa voz, el secretario privado ordenó:

—¡Silencio!

Todos callaron. El muftí se adelantó, se puso la mano en el pecho y alzó la voz en tono airado, diciendo:

—Ya ves, valí, hoy es viernes, es la hora de la oración de la tarde y… ¡Mira lo que está pasando! No hay manera de entrar siquiera en la mezquita a causa de esa multitud de infieles que abarrota la plaza. ¡Por Allah, este desorden es inadmisible!

Mahmud frunció el ceño y contestó con parquedad:

—Ya lo he visto con mis propios ojos.

El muftí se dirigió entonces a los presentes y añadió con mayor enfado:

—Dicen que se acerca una embajada… ¿Qué embajada es esa? ¡Por la gloria del Profeta, hay que hacer algo!

Sin alterarse ante la ira de los presentes, el valí respondió:

—Eso dicen, que se acerca una embajada… Y por eso precisamente os he reunido.

—Y tú, ¿qué dices? —inquirió el muftí, escudriñándole con la mirada.

El rostro de Mahmud se tornó confuso y titubeó antes de hablar. Todos le miraban y él, levantando parsimoniosamente la cabeza, afirmó:

—En cuanto tuve noticias de que los dimmíes cristianos andaban alborotados, envié a mis secretarios para que hicieran indagaciones. He obrado como debe hacerse en estos casos y he pedido explicaciones. Debo, pues, tranquilizaros, porque la ciudad está segura; se ha redoblado la guardia y todas las puertas están cerradas y custodiadas. Nada debemos temer, puesto que el duc de los dimmíes cristianos me ha garantizado que no alterarán el orden y que quieren la paz a toda costa. Esa gente no se alzará en contra nuestra, lo han jurado por las reliquias de la santa mártir Eulalia. Y, como todo el mundo aquí sabe, eso es sagrado para ellos.

Vaciló el muftí por primera vez y, al cabo, le imprecó:

—Pues dinos de una vez qué embajada es esa. ¡Sacadnos de la incertidumbre, por Allah el Compasivo!

Todos miraron a Mahmud, en actitud anhelante e impaciente, y él, poniéndose en pie, anunció:

—El poderoso emperador de los romanos nos envía un legado. Sus correos han llegado por delante y nos piden que le recibamos.

Todos prorrumpieron en un denso murmullo de asombro. El muftí exclamó, atónito:

—¡El emperador de los romanos! ¡Un legado! ¿Y qué quiere de nosotros ese tal emperador de los romanos? ¿A qué viene esa embajada desde tan lejos?

—¡Eso no lo sé! —contestó el valí, alzando la voz cuanto podía para hacerse oír en medio del rumor del gentío—. ¡Pero debemos recibirle como mandan las leyes de la hospitalidad y el buen gobierno!

Vítores y albórbolas retumbaban en la plaza, y todo estaba sumido en una alegría festiva y luminosa, transida por los aromas del otoño. Las verdes ramas de olivo se agitaban y las palmas brillaban al último sol dorado de la tarde. No se habían echado a las calles solo los cristianos; toda la población había salido de sus casas o se encontraba en las ventanas y las terrazas para enterarse de lo que estaba sucediendo. Se había propagado por la ciudad la noticia de que venía el embajador del emperador de los romanos y nadie quería perderse tal acontecimiento; sobre todo porque la mayoría no sabía a ciencia cierta quién era ese emperador y ni tan siquiera quiénes eran los romanos.

El cortejo de nobles cristianos partió desde el
episcopium
y avanzó por la vía principal del barrio dimmí; cabalgaban sobre hermosos potros los caballeros, y las damas montaban sus mulas blancas con jaeces de gala; fueron pasando ante los viejos palacios, las iglesias y las columnas de mármol de los soportales; avanzaban despacio, respirando el aire fresco del atardecer y en actitud pacífica; no llevaban armas, corazas ni yelmos; vestían sus túnicas de lana cruda y sus ricos mantos palmados, de color granate o azul turquesa, bordados con primorosas labores y recamos de oro; y sus cabezas estaban ceñidas con las sencillas diademas de plata heredadas de sus antepasados. El obispo Ariulfo caminaba detrás, revestido con los signos del pontifical, mitra, báculo y capa pluvial; le acompañaban los archidiáconos, diáconos, presbíteros, monjes y acólitos que entonaban cánticos.

En último lugar, de pie en el carro ligero tirado por un solo caballo, iba el duc Claudio; pulcro, de una nobleza solemne y brillante, sonriendo y saludando con la mano a la gente que le aclamaba y aplaudía en las calles.

En la plaza, la multitud abrió paso a la comitiva y los nobles con el duc a la cabeza fueron hasta el palacio del valí. Salieron los miembros del Consejo, los secretarios, el muftí y el jefe de la guardia, sin ser capaces de disimular su estupor y sus recelos. Al fin apareció Mahmud, circunspecto e inexpresivo; paseó su mirada fría por el extraño espectáculo que se extendía delante de la fortaleza y esperó para ver en qué quedaba todo aquello.

Claudio descendió del carro y fue hacia él con aplomo y gallardía, le hizo una reverencia leve y le besó la mano. Entonces el bullicio empezó a disminuir hasta que reinó un silencio tenso y expectante, porque nadie sabía en realidad el motivo del encuentro y lo que podía suceder a partir de aquel momento.

Mahmud tomó la palabra y dijo muy serio:

—Si es verdad que viene el embajador del emperador de los romanos, yo debo recibirle. Los musulmanes no estamos dispuestos a consentir que vosotros, los dimmíes cristianos, os presentéis ante él como si fuerais los amos de la ciudad.

Claudio sonrió y afirmó con resolución:

—Por supuesto, valí. Tú eres el gobernador y tú debes salir al encuentro del legado imperial. Nosotros simplemente te acompañaremos, pero solo si nos lo autorizas de buen grado.

Recapacitó un instante Mahmud y preguntó:

—¿Cuándo llegará ese embajador? ¿Y dónde habré de ir a recibirle?

Claudio respondió alegremente:

—El legado ya está aquí, en nuestra ciudad.

Los negros ojos del valí estaban sumidos en la perplejidad; meditó largamente y acabó diciendo:

—No comprendo nada de lo que me dices. Resulta que debo recibir al embajador del emperador, cuando ya está en la ciudad. ¿Qué suerte de enredo es este? ¿Dónde está ese embajador?

El claro rostro del duc enrojeció, y repuso con acento de excusa:

—¡No queremos engañarte! Debes creerme, valí, cuando te digo que nadie en la ciudad sabía que el legado imperial estaba aquí, ni siquiera nosotros los cristianos. Yo me enteré ayer mismo… ¡Dios es testigo!

Delante de la fortaleza se había hecho un silencio total, como si los presentes, el aire y hasta los pájaros callasen para poder saber de una vez qué se escondía detrás de tanto misterio. Todas las miradas estaban pendientes de Claudio y los alientos contenidos. Y él, girándose hacia la multitud que le seguía, les gritó a los del séquito:

—¡Abrid paso!

Todo el mundo retrocedió unos pasos sin rechistar y quedó abierto un pasillo entre los nobles. Entonces brotó un espontáneo murmullo a causa de la curiosidad. Pero Claudio alzó la voz y ordenó:

—¡Chisst! ¡Silencio todo el mundo!

Reinó el silencio más absoluto, y todas las miradas convergieron en el joven duc con gran interés. Él anunció:

—¡El legado del sacro emperador de los romanos, rey de Aquitania y de los francos!

De entre los clérigos que acompañaban al obispo salió el monje Guillemundo, bajito, calvo y de rubicunda barba. Al verle avanzar por el pasillo que se había abierto entre los nobles, todo el mundo intercambió miradas cargadas de extrañeza. Entre la gente corrió un murmullo de inquietud y se oyeron algunas risas.

El valí miró al monje con sus ojos mortecinos, meneó la cabeza y murmuró, algo confuso:

—Sigo sin comprender… ¿Está o no el embajador?

Claudio contestó con una lentitud que trataba de disimular su excitación:

—Delante de ti está: este venerable monje es el legado del sacro emperador de los romanos; su nombre es Guillemundo de Metz.

Mahmud suspiró, miró largamente al monje y permaneció callado, pensativo y distante.

Entonces el duc explicó:

—El augusto Ludovico el Pío, heredero de Carlomagno y emperador de los romanos, es el mayor de los reyes de la tierra, pues reúne en sus manos el poder que un día perteneció a los emperadores Constantino, Teodosio, Marciano y Justiniano; Dios le ha bendecido admirablemente y le ha constituido como vengador de crímenes, guía para los descarriados, consolador de los afligidos y exaltación de los buenos de este mundo.

Mahmud escuchaba estas explicaciones un tanto dubitativo. Se irguió levemente, con los ojos llenos de seriedad y determinación, y dijo:

—Ardo en deseos de saber lo que tiene que decir el embajador de tan grande emperador. ¿Qué quiere de nosotros ese magnífico rey?

El duc tradujo al latín estas palabras dirigiéndose al monje. Este por primera vez sonrió, miró al valí con sus ojos inteligentes y habló con pausada voz en su lengua, que resultaba incomprensible para los que trataban de escucharle.

De nuevo Claudio tradujo, esta vez al árabe, lo que dijo el monje:

—Nada os pide mi augusto señor, sino que viváis en paz en vuestros dominios. Yo, el más insignificante de sus servidores, he venido a vuestra noble ciudad no para reclamaros obediencia, ni vasallaje, ni tributo, ni sujeción alguna al sacro emperador; he venido para ofreceros el beneficio de su estima, su bondad y su mucho amor a los atribulados. Mi señor solo quiere ayudaros y regalaros el cobijo de su altísimo poder, para que, como bajo un techo generoso, os sintáis a resguardo de quienes os amenazan con injusticias y abusos.

Mahmud objetó con firmeza:

—Todo eso que dices suena a mis oídos como música del cielo, pero tu rey es cristiano y nosotros somos musulmanes. ¡Jamás renunciaremos a nuestra religión!

Tradujo el duc y el monje contestó:

—Mi señor jamás os obligaría a hacer tal cosa y ni siquiera os lo pedirá, debes saber que el emperador es amigo y aliado del califa de Bagdad, vuestro señor natural y guía en la fe musulmana.

El entusiasmo relampagueó en los ojos del valí y se volvió para lanzarles una mirada a los miembros de su Consejo, a los secretarios y al muftí. Después, con una sonrisa forzada, se dirigió al monje de nuevo y le dijo con visible satisfacción:

—Distingo a las gentes sinceras. En esta ciudad no medrará la traición como sucedió tiempos atrás. Necesitamos la paz para que la vida siga adelante y prosperen nuestros negocios. Bienvenido seas, embajador del emperador de los romanos, y también lo sean las buenas intenciones de ese rey tan grande. Dile a tu señor que, desde hoy, nos tenga por amigos y aliados, honrándonos con la misma estima que al Comendador de los Creyentes de la tierra del Profeta, ¡gracia y bendición!

79

Al despertarse de la siesta, Muhamad se notó dichoso. Todavía medio dormido, tardó un rato en hacerse consciente del lugar donde se hallaba. Abrió los ojos y descubrió el brillo de un techo muy adornado con un enmarañado aderezo de pinturas vegetales. Entonces pensó emocionado: «¡Qué paz! En esta casa y en esta ciudad nada tengo que temer. ¡Bendita Córdoba!». Y su corazón rebosó tranquilidad y un copioso sentimiento de seguridad, como si nunca más tuviera que enfrentarse con el miedo, la angustia, la rivalidad, la subsistencia… Era este un sentir real, no un sueño, que embriagaba cada parte de su cuerpo y cada rincón de su alma; y lo saboreaba con asombro y fruición, en consciente y decidida inmovilidad, tumbado boca arriba en el cómodo diván, donde cada día conversaba, comía, bebía, gozaba del amor y se dormía como un tronco; sin pensamientos oscuros ni inquietudes, con una confianza infinita en todo, en la vida, en Allah, en él mismo…; todo cimentaba las bases de aquella nueva y sosegada existencia que había recibido como un regalo inesperado.

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