Alcazaba (44 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Al oír el escándalo y las voces, los criados acudieron. Magdi intervino intentando separarlas, pero Judit tenía asidos los cabellos de Adine con tal fuerza que no fue capaz de conseguir que la soltara. Y la prima, a su vez, se defendía arañando como un gato.

Con angustia y temblorosa voz, Muhamad les rogaba:

—¡Dejadlo de una vez, mujeres! ¡Por el Todopoderoso, que os vais a matar!

Por fin, con mucho esfuerzo, los criados lograron separarlas, llevando a cada una a un extremo de la habitación.

—¡Basta! ¡Ya está bien! —gritó Magdi.

A la pelea siguió un espeso silencio. Las primas intercambiaban miradas furiosas, llenas de odio. Y Muhamad sacudió la cabeza, fingiendo pesadumbre; puso en ellas sus ojos anhelantes, primero en Adine y luego en Judit, y se lamentó con aire triste:

—Estáis llenas de egoísmo. De eso se trata… ¡Pensáis solo en vosotras! Pero… ¿y yo? ¿No os dais cuenta de que he perdido a toda mi familia? ¿No podéis pensar un poco en mí?

Dicho esto, resopló con fuerza, a punto de estallar; reculó despacio, refunfuñando palabras incomprensibles, y abandonó corriendo la habitación. Recorrió los pasillos sin mirar atrás ni una sola vez y salió a la terraza que daba al norte. El intenso calor en su rostro fue como una bofetada que aumentó su desazón. Y para colmo, las lágrimas le brotaron repentinamente nublándole la vista.

—¡Tendrán que entenderse! —sollozó—. De una manera u otra, tendrán que aprender a soportarse, ¡oh, Allah el compasivo!, porque me casaré con las dos…

74

La hora del crepúsculo apenas había llegado cuando los cristianos de Mérida se hallaban reunidos fuera de la muralla, en el llamado campo de Sancti Iohannis, donde la basilícula brillaba con dorados reflejos, acariciada por la última ráfaga del sol de junio; porque era el día 24 del sexto mes y se celebraba la Ansara, la fiesta del nacimiento del santo. Los negros cipreses se recortaban en el cielo, cada vez más oscuro y distante, y la visión de la ciudad ahogándose en el ocaso resultaba extrañamente pura y hermosa.

Cuando encendieron la hoguera delante del pequeño santuario, el aire caliente se llenó de voces y aplausos. Después, siguiendo la costumbre, el obispo Ariulfo bendijo el fuego y los acólitos arrojaron en él puñados de mirra, bolas de enebro y ramas secas de romero. El humo perfumado se propagó jubilosamente por los campos y la ceremonia alcanzó su punto álgido con el canto de los himnos sagrados. Dos filas de muchachos y muchachas avanzaron hacia el atrio, portando sobre sus cabezas las cestas en las que iban las roscas y hogazas que más tarde serían repartidas entre los necesitados.

El obispo, tras recibir las ofrendas, subió a un estrado y, dirigiéndose a la multitud, dijo:

—Caros hijos, el Señor os colme de bendiciones y os dé su paz. Pido a sancti Iohannis que os ampare e interceda ante Dios por todos nosotros. En este día debemos dar gracias a lo alto, porque el Todopoderoso ha sido muy generoso concediéndonos la victoria y la libertad. El rey agareno de Córdoba ha sido vencido en Toledo y no osa ya venir a causarnos más aflicción. ¡Nuestra opresión ha terminado! ¡Nuestro Dios se ha compadecido de nosotros! ¡Somos libres al fin!

La muchedumbre permanecía en silencio, sorprendida y encantada, llena de expectación. Y el obispo, creyendo oportuno aquel momento, propuso anhelante:

—¡Seamos nosotros generosos! ¡Seamos agradecidos! Al otro lado del río acampa el ejército cristiano que vino del Norte. Reunid cuantos alimentos podáis para ellos. Debemos pagarles a esos hermanos nuestros lo que han hecho por esta ciudad. ¡Hagamos donativos!

La multitud entusiasmada obedeció inmediatamente, como si aquel llamamiento fuera un mandato. Reunieron en los cestos panes, tortas de sémola, aceitunas, pasas, almendras, nueces, bellotas y castañas; en suma, todo lo que llevaban consigo para celebrar la fiesta. Y no conformes con estas primeras dádivas, empezó a propagarse, como un gran clamor, la propuesta de hacer al día siguiente acopio de ganados, sacos de trigo, manteca, aceite, legumbres y vino.

El duc Claudio observó las idas y venidas de la gente con impaciencia y excitación. La mirada de sus ojos grises era a la vez sorprendida y feliz, cuando se aproximó al obispo para decirle:

—¡Es como un milagro! Nuestra gente está más unida que nunca y dispuesta a todo… ¡Nuestro reino parece al fin despertar de su sueño!

—¡Alabado sea Dios! —contestó Ariulfo.

Más tarde, cuando se hizo de noche, el duc se reunió con su familia y sus invitados junto al ciprés más alto y viejo para celebrar el banquete según mandaba la tradición. Los criados tenían dispuesta una larga mesa cubierta con manteles y, a la luz de las velas, podían verse los platos con pollo, cordero, alcachofas, pepinos y espárragos; los vasos de plata brillaban entre hojas de laurel y albahaca.

Claudio se situó en el extremo de la mesa, junto a su madre; a su derecha sentose el obispo y un asiento más allá el comes Landolfo. El resto de las damas y caballeros nobles ocupaban sus lugares siguiendo el orden establecido. Entre los invitados estaban Aquila y el general que mandaba el ejército cristiano que había llegado del Norte. Era este último un hombre alto, cuyo rostro largo estaba orlado por una afilada barba rubicunda. Se llamaba Gunde e impresionaba por su aspecto; la espalda ancha y el corpachón guarnecido por recio peto de cuero.

Cuando sirvieron el vino, el duc alzó el vaso y dijo con aire triunfal:

—Generaciones enteras, desde los tiempos de nuestros bisabuelos, han esperado este momento. Hoy debemos beber para celebrarlo, puesto que empiezan los tiempos nuevos. ¡Brindemos por el reino cristiano!

Todos levantaron sus vasos y los apuraron. Luego comieron y bebieron animadamente y el banquete se prolongó hasta altas horas de la noche. El vino los relajó y aumentó el brillo de sus ilusiones.

Achispado, el comes Landolfo se puso en pie y, con bravuconería, soltó una arenga:

—¡Alcémonos de una vez contra los moros! ¡Ahora seremos los amos de Mérida! ¡Por fin van a saber los sarracenos quiénes somos! ¡Se acabó la servidumbre! ¡Viva el reino cristiano!

Los comensales lanzaron vivas y aplaudieron locos de entusiasmo.

Braveándose cada vez más, Landolfo reía estrepitosamente, daba puñetazos en la mesa y apuraba vaso tras vaso.

—¡Viva nuestro duc! —gritaba—. ¡Viva el duc Claudio!

—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!… —coreaban todos.

Claudio, que también había bebido vino en abundancia, se sintió invadido por una oleada de euforia. Con el brillo del delirio en los ojos y una expresión arrebatada, perdiendo la poca moderación que le quedaba, se puso a gritar:

—¡Sí, ha llegado al fin nuestro momento! ¡Debemos seguir adelante! ¡No podemos consentir que vuelvan a humillarnos! ¡Ahora los tenemos en nuestras manos!

Al ver a su hijo actuar de aquella manera, Salustiana se sintió llena de temor. Su corazón se puso a latir con fuerza y le asaltó el presentimiento de que algo terrible podía suceder. Entonces cogió la mano de Claudio y tiró de él para obligarle a que volviese a sentarse guardando la debida compostura. Pero él se giró hacia ella sonriente y replicó:

—¡No soy un niño, madre! Aunque te parezca lo contrario, no estoy borracho y sé perfectamente lo que hago. ¡Deja que me divierta, por favor! ¡Es la Ansara! ¿No tenemos derecho a festejar nuestra victoria?

La madre le devolvió la sonrisa y trató de disimular su preocupación. No obstante, ya no se sentía a gusto y, pasado un rato, se retiró con la disculpa de que era ya tarde.

Durante la fiesta, se instalaban tiendas de campaña para pasar la noche y a Salustiana le tenían preparado un aposento cerca de allí. Claudio fue a acompañarla y le dijo por el camino:

—No debes preocuparte, madre.

—Has bebido mucho —observó ella—. Todos habéis bebido demasiado y Landolfo está como un loco. Acuérdate de lo que sucedió aquel año, hijo, cuando nuestra gente se dejó llevar por el odio y quemó el arrabal. Tened mucho cuidado, que el demonio puede meterse dentro de vosotros con tanto vino… ¡Tengo miedo!

—No va a pasar nada. Somos felices, estamos contentos por la victoria. Eso es todo… ¿Por qué esta preocupación?

—No sé… —respondió Salustiana, sombría—. No quiero ni oír hablar de guerras… ¡Ya hemos tenido suficiente, hijo! Deja las cosas como están, te lo ruego. No les midáis la paciencia a los moros, que pueden volver a causarnos complicaciones… ¡Por Dios, tengamos paz!

Cuando el duc regresó a donde seguía celebrándose la fiesta, el ambiente se había caldeado aún más. Landolfo seguía de pie con el vaso en ristre, imparable, lanzando un brindis tras otro, y los demás le reían las gracias.

Claudio meditó entonces en lo que le había dicho su madre y procuró tranquilizar los ánimos. Pero el comes, enardecido, se dirigió al general del ejército del Norte y le propuso:

—¡Aprovechemos la ocasión! ¡El emir sarraceno huye hacia Córdoba! ¡Hagamos nuestra la ciudad!

El militar se levantó, clavó en él una mirada severa y dijo:

—No hemos venido para hacer locuras. No es nuestro cometido conquistar ciudades.

—¿Entonces? —replicó Landolfo—. ¿Para qué habéis venido?

El general paseó sus fríos ojos por los presentes y observó con calma:

—Serán la paciencia, la inteligencia y la perseverancia las virtudes que lograrán el milagro. Todo a su tiempo… Si ahora nos precipitamos, podemos echar a perder lo que con tanto sacrificio hemos conseguido.

—¡No lo comprendo! —protestó Landolfo—. ¡Debemos aprovechar la ocasión!

Pero Claudio había comprendido que era el momento oportuno para dar por terminada la fiesta y dijo:

—Mañana será otro día. Retirémonos.

Entonces el general Gunde se acercó a él y le dijo con cara enigmática:

—Ven mañana a nuestro campamento; hay allí alguien que quiere hablar contigo. Pero ven tú solo. —Y, mirándole fijamente a los ojos, recalcó—: Hay alguien que quiere hablar contigo.

75

Durante la noche Claudio apenas durmió. El jolgorio de la fiesta no cesaba y hubo cantos y voces hasta la madrugada. Amaneció una mañana con un sol velado e íntimo, vaporosa y cálida en su humedad. El joven duc se levantó muy temprano, porque deseaba ir cuanto antes al campamento de los cristianos, después de haber estado pensando en lo que sucedió durante la velada y en lo que el general Gunde le había dicho a última hora, con aquella expresión cargada de autoridad y misterio: «Hay alguien que quiere hablar contigo». Lleno de impaciencia, se vistió y salió de la tienda de campaña para ir a por su caballo.

Entonces una voz le llamó con insistencia:

—¡Claudio! ¡Claudio! ¿Adónde vas tan temprano?

Él reconoció el tono enfático y asustado y, al volverse, vio a su madre toda excitada, que venía con el pelo revuelto y los brazos extendidos.

—¡No pasa nada, madre! —contestó él con exasperación—. ¡No te preocupes!

—¡Ay, tengo tanto miedo! ¡Las voces no han cesado en toda la noche! ¡Regresemos a la ciudad!

—Todo está tranquilo… ¿No lo ves? Cálmate, madre, estás exagerando…

Pero ella parecía como ausente, absorta, y no prestaba atención a sus palabras, sino a algo inquietante, amenazador e inevitable que presentía muy próximo. Así que ambos se quedaron en silencio, mirándose. Hasta que se abrazaron y Claudio le dijo al oído:

—No habrá ninguna guerra. Confía en mí.

—Por favor, dime adónde vas… ¡Vamos, dímelo!

—Voy al campamento de los cristianos.

—¡Dios mío!

Se apretó contra él, sujetándole con fuerza.

—No te preocupes —dijo Claudio, tratando de que ella le soltara—. Debo ir allí…

—¡Iré contigo!

—Oh, no, debo ir solo…

—¿Por qué? ¡Hijo! ¡Iré contigo! ¡Soy tu madre! Quiero vivir este momento… Quiero saber lo que va a pasar… Siempre estuve con tu padre. ¡Deja que te ayude!

Él la miró dudando. Luego asintió:

—Está bien. Te convencerás de que nada malo va a suceder. Iré a por tu mula…

Inmediatamente ella le abrazó de nuevo, apoyando la húmeda mejilla contra su cuello. Luego le apretó la mano y se puso a llorar de repente.

—Me he pasado la noche rezando y he sentido que… ¡Claudio, Claudio, vayámonos de Mérida! ¡Convence a nuestra gente para que nos sigan al Norte!

Parecía como si se estuviera recuperando de un trance y se le quedó mirando asustada y anhelante. Claudio le pasó el brazo por la espalda y caminó abrazado a ella hacia el lugar donde estaban las cabalgaduras. Junto a la mula, le dijo:

—Vamos, madre, te ayudaré a montar.

Salieron del campo de Sancti Iohannis y se encaminaron hacia el oeste, en dirección al río. El sendero era llano y discurría al pie de la muralla, entre almendros e higueras. Durante el trayecto no intercambiaron palabras. El sol acababa de asomar por encima de los muros y hacía brillar la parte superior de los edificios. Las puertas de la ciudad se abrieron y brotaron rebaños de cabras marrones derramándose por las laderas cubiertas de maleza. Las aguas brillaban muy quietas bajo el eterno puente y los pescadores remaban en sus barcas río abajo en busca de los trasmallos que dejaron la tarde anterior. En la orilla, junto a un bosquecillo tranquilo, unos bueyes orondos pastaban vigilados por un somnoliento muchacho.

—¿Te das cuenta, madre? —comentó Claudio—. Todo está tranquilo; como debe ser… No hay motivos para preocuparse…

Salustiana respondió con una sonrisa nerviosa.

Cruzaron el puente y avanzaron sin apearse de las monturas hasta las primeras cabañas del campamento. Sentados en un banco, a la sombra del pórtico hecho de troncos, había unos cuantos soldados haciendo la guardia. Claudio les dijo:

—Soy el duc de la ciudad. Id a anunciarle al general Gunde que estoy aquí.

Uno de los guardias los condujo a través del portalón y llegaron a la plaza del campamento, donde descabalgaron en la tierra allanada y esperaron. Al cabo llegó el general acompañado por un monje bajito y varios oficiales.

Claudio saludó y dijo:

—Aquí estamos. Acudo a vuestra llamada. Soy el duc de la ciudad y esta dama es mi señora madre. ¿Con quién debo hablar?

El monje se le acercó con pasos cortos y suaves. De su hombro colgaba un gran zurrón de cuero oscuro. Era un hombre de pequeña estatura, de unos cuarenta a cuarenta y cinco años; la cabeza grande y rapada, la tez pálida y una barba muy rubia. Observó con ojos inteligentes a Claudio y le preguntó:

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