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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

La antigua colonia romana fue fundada por el emperador Augusto y se edificó un espléndido foro de mármol en época julio-claudia, con suntuosos monumentos públicos: teatro, anfiteatro, circo, templos, arcos, trofeos… En el siglo III d. C., debió de sufrir cierto declive, pero su nuevo papel de capital de la diócesis Hispaniarum en tiempos de Constantino hizo resurgir la ciudad y los edificios fueron rehabilitados y engrandecidos durante el Bajo Imperio. Según señala Javier Arce en su estudio
Mérida tardorromana (300-580 d. C.),
no podemos saber en qué momento comenzó su transformación urbana, pero las recientes excavaciones han puesto de manifiesto que la mitad del siglo V es un momento decisivo en la ciudad. Y que, a partir del siglo VI, había cambiado su fisonomía urbana pagana y se puede apreciar la conformación de una realidad totalmente cristiana. Hasta el siglo VIII, las transformaciones urbanísticas no implicaron interrupción o abandono, lo cual refleja que la sociedad visigoda estaba en pleno esplendor. Y siendo un punto tan estratégico en el sistema de comunicaciones de la Hispania occidental, Mérida fue posiblemente la ciudad más activa en el periodo comprendido entre los siglos IV y VIII de toda Hispania.

Desde el punto de vista religioso y cultural, uno de los elementos fundamentales para comprender la Mérida de la antigüedad tardía es la presencia de su mártir Eulalia. El martirio de una joven con ese nombre durante la persecución que originó el decreto del emperador Diocleciano prohibiendo dar culto a Jesucristo y mandando adorar a los ídolos paganos dejó una profunda huella entre los fieles cristianos. La noticia se extendió rápidamente desde el siglo III y a ello contribuyó de forma indudable el himno que le dedicó Prudencio en su
Peristephonon.
La ciudad se sentía bajo la advocación y la protección de Eulalia, como lo demuestra el opúsculo anónimo del siglo VII
Vitas sanctorum patrum Emeretensium,
relato hagiográfico construido en torno a la devoción de Mérida a su mártir y a la acción benefactora de esta sobre aquella. Este valiosísimo texto nos ofrece una información indispensable para tener noticias de la construcción y distribución de una serie de edificios dedicados a organizar la vida litúrgica de la ciudad.

La mayor parte de las
Vitas
cuenta la historia de los obispos de la sede emeritense entre 530 y 605, desde el episcopado de Paulo al de Masona, con breves referencias a Innocencio y a Redemto. Este parece ser el periodo más brillante en la vida de la diócesis y el más floreciente desde la perspectiva económica. Y sugiere Javier Arce que fue también porque en esta época los obispos fueron capaces de mantener la independencia y la supremacía frente a Toledo y los arrianos.

En aquel tiempo el obispo era la figura principal de la vida de la ciudad y el líder de la comunidad; se enfrentaba con el rey cuando era preciso, organizaba la actividad caritativa, dirigía la reparación o construcción de edificios; y para mantener esta preponderancia era protegido por el duc Claudio y toda la vida de la ciudad giraba en torno de él y de su prestigio. Por entonces se recibían embajadas de comerciantes, en las que se ofrecían regalos y presentes. Pero, aunque desempeña un papel tan importante, el obispo no era el gobernante de la ciudad ni la autoridad militar, tareas que correspondían al duc.

En las
Vitas
la ciudad es nombrada siempre como
Emerita,
nunca con el título de Augusta, y no hay ninguna mención de sus ídolos y monumentos paganos de la época romana. En cambio, el opúsculo menciona una gran cantidad de
basilicae
o iglesias distribuidas por toda la ciudad, las cuales podemos enumerar, pero difícilmente lograremos identificar su localización. Estas son: la basílica de Santa Eulalia, situada extramuros, como corresponde a una basílica martirial; la basílica de Santa María, que era conocida como de Santa Jerusalén y era la de primer rango; una iglesia dedicada al mártir San Cipriano y otra a San Laurencio; hay una mención a una
basiliculam sancti Iohannis
y otra dedicada a Santa Lucrecia; referencias generales a
basilicas plures,
fundadas por los obispos; extramuros encontramos, aparte de Santa Eulalia, la
ecclesia Sancti Fausti,
situada a una milla de la muralla de la ciudad. Había también monasterios dentro de la ciudad y, fuera de ella, dos importantes centros monacales: uno unido a la basílica de Santa Eulalia, en el que había una biblioteca
(bibliotheca)
y que incluía la residencia de los jóvenes
(oblati)
consagrados al servicio de la santa; y otro en las cercanías de la ciudad, junto al río Guadiana, el de Cauliana. Se mencionan otros edificios cristianos de gran significación: un
xenodochium
destinado a albergar peregrinos, pobres y enfermos; el
episcopium,
o palacio del obispo, y un baptisterio. El tesoro de la Iglesia
(thesaurus)
se guardaba en la iglesia de Santa Jerusalén, la más importante, y sabemos que incluía el tesoro de Santa Eulalia. Las intensas excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en la ciudad en los últimos años lamentablemente no han podido identificar con seguridad estos edificios, con la excepción de la basílica de Santa Eulalia, que hoy sigue manteniendo el culto de la Mártir. No obstante, han sido hallados un considerable número de fragmentos de decoración arquitectónica, maravillosamente labrados, que los historiadores del arte y los arqueólogos datan en fechas anteriores al siglo VIII. Con seguridad, la mayoría de ellos pertenecieron a edificios cristianos, según reflejan sus motivos ornamentales, sin que pueda determinarse dónde resplandecieron.

MÉRIDA EN PODER MUSULMÁN

Como vimos más arriba, entre abril y mayo del año 711 se suele fechar el desembarco de las tropas musulmanas capitaneadas por Tariq en la Península. Don Rodrigo, el último rey visigodo, les hizo frente a orillas de la Janda y se tiene noticias de que a su lado lucharon el conde de Mérida, Tendero, y el arzobispo de la ciudad, cuyo nombre no nos ha llegado. Un año después, en 712, Muza ben Nosair, consciente de la importancia de Mérida como nudo de comunicaciones y centro político, marchó desde Córdoba y le puso sitio. La población resistió a los ataques amparada en las poderosas murallas durante dieciséis meses. Pero el 30 de junio de 713 se vio obligada a rendirse, al conocerse que ninguna otra ciudad presentaba ya batalla al invasor; pues los musulmanes dominaban toda la Bética, casi toda la Lusitania y parte de la Cartaginense y la Tarraconense Occidental.

Como ya vimos, es muy probable que durante el sitio de Mérida Muza concertase acuerdos con los nobles godos de las ciudades, a los que garantizaba su mantenimiento en el poder, sus bienes y su religión, a cambio de que reconocieran la soberanía del califa. De hecho, aunque Mérida había resistido, fue el duque Sacarus quien firmó la capitulación, en la cual se estipula que «los ciudadanos conservarán su libertad y su hacienda; que las propiedades de los cristianos que hubieran muerto en el combate o emigrado a Galicia serán para los muslimes y que los bienes y alhajas de las iglesias se entregarían al caudillo vencedor».

Ahmad ibn Muhammad al-Razi (887-955), autor de la
Historia de los reyes de Al-Ándalus
(Ajbār mulūk Al-Andalus),
conocida por las fuentes posteriores como
La
Crónica del Moro Rasis,
es abundantemente citado en
De rebus Hispaniae
(1243) del arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada. Este historiador árabe nos ha dejado un curioso testimonio de la impresión recibida por los musulmanes y su admiración al contemplar la capital de la Lusitania:

Y Mérida fue una de las cámaras que los Césares y los reyes cristianos tenían. Y Mérida fue fundada por muy grande nobleza y por muy gran juicio y por muy gran maestría; y fundola el primer César, y todos los reyes que de ella fueron hicieron en ella muchas buenas obras y muy hermosas; y cada uno de ellos mandó labrar en piedras mármoles muy maravillosos; y conducir las aguas con muy grande maestría, por muy grande fuerza. Por esto la hicieron muy noble y muy grande y muy buena y maravillosa. Y hay fundamentos que durarán por siempre, que por fuerza ni por seso que Hombre hoy no se puede deshacer, tanto como si fuese piedra medina. Es nombrada por todas las tierras por fuerte, y os digo que no hay hombre en el mundo que cumplidamente pudiese contar las maravillas de Mérida. (El texto original está romanceado y me permito la licencia de hacerlo comprensible en una libre transcripción de la
Crónica del Moro Rasis.)

El citado pasaje, a pesar de su oscuridad y de las equivocaciones que haya podido cometer el traductor, nos aporta indicios y noticias acerca de la permanencia y estado de la cristiandad en la ciudad de Mérida después de ser conquistada por los musulmanes. Como se aprecia, los cronistas musulmanes consideran a Mérida como la sede de gobierno de los antiguos césares primero y más tarde de los reyes cristianos y visigodos. Les asombra su enormidad como ciudad y el hecho de que, junto con Toledo, sea la que mejores fortificaciones tiene en Al-Ándalus. Se hace referencia con admiración a las antiguas inscripciones en lápidas de blanco y reluciente mármol, en «letras de cristianos», y de monumentos magníficos y maravillosos que subsistían todavía a la llegada a la Península del emir Abderramán; de antiguas iglesias, de eremitorios, cenobios y de otros restos del cristianismo y de la pasada grandeza de aquella famosa metrópoli. Aunque también se refiere la profanación y el desamparo, mayor cada día, que sufrieron los templos cristianos bajo la dominación musulmana; el destrozo de edificios monumentales, cuyos ricos mármoles arrancaban los invasores para adornar sus palacios y mezquitas; la disminución del clero, el menoscabo del culto y, finalmente, el dolor que sentían los cristianos subyugados al mirar hacia atrás y recordar las cuantiosas pérdidas sufridas por la Iglesia y contemplar su esclavitud y sumisión.

La Mérida musulmana fue la cabeza de una amplia
Kura
y gobernaba sobre castillos, medinas y
balad
(pueblos grandes). De ella dependían tres mil alquerías y también tenía autoridad sobre otras ciudades. Como indica Mari Ángeles Pérez Álvarez en
Fuentes árabes de Extremadura
, Al Bakri adscribe a Mérida doce ciudades: Baya, Uksunuba, Sayutila, Yabura, Sintara, Santarin, al-Usbuna, Qulunbriya, Quriya, Salamantica y Samura. Lo cual quiere decir, según Juan Antonio Pacheco Paniagua en
Extremadura en los geógrafos árabes
, que Mérida sigue siendo el centro de la Lusitania romana, lo que dio origen a su arzobispado, del cual dependían trece obispados: Pace, Euroa, Oxonoua, Egitania, Coymbria, Viseo, Caliabria, Salamanca, Numancia (Zamora), Ávila y Coria. En cuanto a las murallas, los cronistas nos dan una altura de dieciocho codos, 11,52 metros, y una anchura de doce codos, 7,68 metros en medidas hachemitas. Solo conservamos una única mención de una puerta de las murallas, abierta al oeste. El geógrafo árabe Al Isidri describe un arco: «En el centro de la villa se ve una arcada bajo la cual puede pasar un jinete portando una bandera. El número de bloques de piedra de que se compone este arco es de once solamente. En cada lado, tres. Cuatro para el medio y uno para la clave de bóveda».

Según la opinión de Miguel Alba Calzado, este arco permanece aún en pie y es el que desde siempre se conoce en Mérida como «arco de Trajano».

El investigador Pérez Álvarez también nos aporta la descripción del puente construido sobre el Guadiana según Al Idrisi:

De entre las construcciones que se encuentran al occidente de la ciudad, figura un gran puente notable por su altura, longitud y número de sus arcos. Bajo estos arcos se han construido unas arcadas abovedadas que comunican la extremidad del puente con el interior de la villa y que hacen invisible al que transita por él. En la bóveda hay un túnel. Los hombres y los animales pasan bajo estas bóvedas cuya construcción es de las más sólidas y el trabajo de los más curiosos.

También se nos da la medida del puente, de 1000 codos, 640 metros, y se refiere la existencia de una torre abovedada «que está en el medio del puente, de modo que todo el mundo que franquea el mismo tiene que pasar bajo ella».

El mismo geógrafo nos describe una curiosa construcción:

Al sur de la muralla de esta ciudad hay otro palacio pequeño y en su torre está el lugar donde había un espejo, en el que la reina Marida contemplaba su rostro. Tenía veinte palmos de circunferencia y giraba sobre su eje. Se dice que Marida hizo construir este espejo a imitación del que Alejandro hizo colocar en el faro de Alejandría.

Hoy día se piensa que el artilugio debió de ser un faro que indicaba a los viajeros dónde se hallaba el célebre puente de construcción romana.

Las noticias sobre sus acueductos parecen copiarse unas a otras. Una de las descripciones más completas proviene de la crónica anónima
Dikr Bilád Al-Ándalus:

Es maravillosa la forma de llevar el agua hasta el palacio. Pues esta va sobre unas columnas de albañilería que nosotros llamamos
aryalat,
y el número de ellas permanece todavía, pilar sobre pilar, y no se han visto afectadas por el paso del tiempo; estas pilastras tienen treinta codos de altura (19,2 metros) y sobre ellas hay otras de veinte codos de altura (13 metros), apoyadas sobre las primeras con equilibrio exacto y arte admirable; sobre las segundas existe otra construcción, que es la tercera, en esta se asienta horizontalmente una labor ahuecada, como si fuera un canal por el que corre el agua.

Hoy día podemos decir con propiedad que el sistema hidráulico de Mérida es el mejor conservado del mundo. Dos embalses romanos, llamados en la Edad Media «Albuera de Carija» (hoy pantano de Proserpina) y «Albuera de Cornalvo» (hoy pantano de Cornalvo), almacenaban el agua para abastecer la ciudad. Los cronistas mencionan ambos y se admiran por su grandeza y eficacia. También dan noticias de un tercer acueducto que conducía agua de forma subterránea, el cual en la actualidad sigue en pleno uso.

Según Mayan al-Maghrib, entre los valiosísimos tesoros que se guardaban en la ciudad estaban una escultura que perteneció a Alejandro Magno, un topacio del tamaño de un melón que pendía sobre el altar de la iglesia de Santa Jerusalén, una lámpara de oro macizo y un gran incensario de plata. Todo fue enviado a Damasco y exhibido frente a su mezquita Mayor.

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