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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Por último, se debe destacar el trabajo de Valdés y Velázquez,
La islamización de la Extremadura romana,
Mérida, 2001,
Cuadernos Emeritenses,
vol. 17, en el que se reúnen diversos estudios que certifican los espectaculares avances registrados en la arqueología emeritense a lo largo del siglo XX, y especialmente en las dos últimas décadas, subrayando el paso de una arqueología de sondeos dispersos, sin método ni criterios unificados, al momento actual, en el que todas las intervenciones están perfectamente coordinadas gracias a la asunción de la idea de que Mérida es un yacimiento «unitario», en el que las actuaciones arqueológicas han de seguir un único criterio basado en una acción integrada: desde el método de excavación, pasando por documentación, investigación, difusión, así como criterios de conservación y puesta en valor. Todo ello redunda en un mejor y más completo conocimiento de lo que se ha dado en llamar «las diversas Méridas» históricas. Así los trabajos de documentación e investigación de A. Canto,
Fuentes árabes para la Mérida romana;
C. Barceló,
Columnas «arabizadas» en basílicas y santuarios del occidente de Al-Ándalus;
A. Fernández,
Sobre la identificación arqueológica de los asentamientos beréberes, en la Marca Media de Al-Ándalus;
T. Ulbert,
La residencia rural omeya de Hallul-Cholle (Siria);
M. Alba,
Mérida, entre la tardoantigüedad y el islam: datos documentados en el área de morería;
P. Cressier,
El acarreo de obras antiguas en la época islámica de primera época,
y F. Valdés,
Acerca de la islamización de Extremadura.

EL ESPÍRITU REBELDE DE MÉRIDA

Como afirma Aquilino Camacho Macías en su libro
La antigua sede metropolitana de Mérida
(Mérida, 2006): «El nuevo periodo que ahora comienza con la dominación musulmana es el más oscuro de la historia de la ciudad. Solo se tienen noticias aisladas. Lo caracteriza, sin embargo, una serie de revueltas y sublevaciones que harán, por medidas que tomen los nuevos gobernantes, que la población disminuya casi hasta desaparecer».

La primera de aquellas revueltas sería originada por los propios invasores berberiscos que se consideraron en los inicios de la conquista los únicos legitimados para ocupar tierras y ciudades, por haber recibido la peor parte del botín de guerra; mientras que los de raza árabe pronto llegaron a ser dueños de grandes heredades y núcleos urbanos, principalmente en la actual Extremadura, despreciando desde el principio la vida urbana y prefiriendo vivir en casas solitarias o «almunias» extramuros de las ciudades. Y en tiempos de Abd al-Malik ben Katan (741-742) tienen lugar las primeras rebeliones de berberiscos, en las áreas de Mérida, Coria y Talavera. Pero el emir árabe pidió ayuda a Balech, que acudió con su ejército de sirios desde Ceuta. Durante este primer periodo en que gobiernan todavía los emires dependientes del califato de Damasco (718-755), señala Aquilino Camacho, la Iglesia española no encontró dificultades insuperables; aunque generalmente no pudo mantener el libre ejercicio de culto a los cristianos que no se sometieron espontáneamente. No obstante, si se terminaba pactando un tributo
(jarach
y
yizya),
se les daba libertad, como medida de buen gobierno. Como se ha puesto de manifiesto, Mérida capituló de modo expreso las condiciones de su rendición, manteniendo su sede y su cristiandad, aunque no consten muchos detalles, se supone «una de la más nutridas y prósperas del siglo VIII».

Abderramán I fue tolerante y otorgó a un hijo de Witiza, Ardabasto, el título de «conde de Al-Ándalus y gobernador general de los cristianos mozárabes». Los magnates godos que firmaron los tratados de capitulación se obligaban a ser leales con el valí, a no conspirar con sus enemigos y a pagar un tributo anual por cada uno de sus súbditos cristianos; a cambio les serían respetados sus dominios y la libertad de sus súbditos, los cuales no podrían ser violentados en su religión, ni quemadas sus iglesias. Estos acuerdos se extendieron también a los magnates que, aun sin el título de duc o conde, gobernaban de hecho sobre extensos territorios en los que no había ninguna ciudad importante, y a todos los que debieron entregarse las propiedades de los partidarios de Rodrigo. Una parte de las tierras reales visigodas, que eran muy extensas, serían entregadas a los participantes en las expediciones, entre los que abundaban los beréberes, excepto una quinta parte que quedaría para el califa.

Según pone de manifiesto el prestigioso arabista Francisco Javier Simonet Baca en su
Historia de los mozárabes
de España
(Madrid, 1897, pp. 313-314), al principio hubo cristianos por doquier, tanto en la ciudad como en el campo, según se deduce de
La
Crónica mozárabe,
cuya redacción concluye en 754, y que cita los censos hechos por los primeros gobernadores para asegurarse el pago de los impuestos; pero no nos aclara quiénes se habían beneficiado de un pacto
(sulhiyyun)
que les concedía la propiedad de las tierras y quiénes habían sido conquistados de viva fuerza
(’anwatan)
y, por tanto, habían sido desposeídos de sus bienes.

Sí nos consta con certeza que la ciudad de Mérida mantuvo durante estos primeros tiempos su sede metropolitana, que subsistía a mitad del siglo IX ocupada por el arzobispo Ariulfo, el cual asistió al Concilio celebrado en Córdoba el año 839, y que aún vivía en 862. Los testimonios que poseemos son el códice árabe ms. 4879 de la Biblioteca Nacional de Madrid, copia de los Concilios de la época, y la referencia que hace el presbítero Vicente en el siglo XI a las «sesenta y dos sillas ocupadas cada una por un obispo»; aunque no menciona nombres; según consigna García Villoslada en
Historia Eclesiástica III
. También conservó durante largo tiempo un gran núcleo de población cristiana, llamada por los musulmanes «dimmí», heredera de los antiguos romanos y visigodos; por lo cual los emires mantuvieron en Mérida la capitalidad de la Lusitania, que gozaba de un vasto territorio y tenía como gobernador a un emir nombrado desde Córdoba. El primer omeya independiente de Damasco, Abderramán I, encargó su gobierno a su hijo y heredero Hixem.

Las precauciones de los emires de Córdoba no evitaron que Mérida, acosada por la codicia de los gobernantes y los feroces impuestos con que la asfixiaban, se sublevase una y otra vez durante casi todo el siglo IX, tomando parte en las insurrecciones los mozárabes, los muladíes y los beréberes, unidos por el descontento que provocaba en ellos el despotismo del gobierno cordobés y el orgullo árabe. Tal sucedió reinando Alhakén I, en torno al año 806, tiempo en que se sublevaron los emeritenses bajo la jefatura militar de un caudillo de raza berberisca llamado Ácbag ben Abdala ben Uasinos. El emir cordobés acudió en persona a sofocar la rebelión; pero un grave motín ocurrido en Córdoba le obligó a regresar apresuradamente a la capital. Mérida permaneció rebelde y conservó su independencia durante siete años, sin que lograsen rendir a sus indomables defensores las expediciones que cada año enviaba contra ellos el sultán. Al cabo de los siete años, la ciudad fue sometida; pero no por la fuerza, sino mediante nuevos pactos.

Pero ni los toledanos ni los emeritenses, descendientes de la antigua nobleza romana y visigoda, estuvieron dispuestos a que sus ciudades fueran consideradas meramente como tributarias y de segundo orden en el emirato y, resueltos a obtener su independencia a toda costa, no se daban jamás por vencidos, y después de breves reposos siempre volvían a alterarse. Durante el reinado de Abderramán II (822-852), hijo y sucesor de Alhakén, se rebelaron una vez más. Porque todavía después de cien años de dominación musulmana Mérida y Toledo mantenían su orgullo en el recuerdo de su rango de ciudadanos en el Imperio y de su dignidad metropolitana en la época visigoda.

Por una carta del emperador Ludovico Pío escrita a los emeritenses en el año 826 sabemos que aquellos habitantes acudieron al Norte pidiendo el auxilio de la cristiandad, por no poder soportar más la tiranía, la codicia y las persecuciones con que los oprimía el emir Abderramán, como lo había hecho antes su padre Alhakén, abrumándolos con exacciones injustas y arbitrarias, y reduciéndolos poco menos que a la condición de esclavos. Esta carta, conservada entre las de Eginardo, fue publicada por el padre Flórez en su
Esp. Sagr.,
tomo xiii, pp. 416 y 417, y lleva el siguiente título:
Epistola Ludovici Pii Augusti ad Emeritanos,
y empieza así: «In nomine Domini Dei et Salvatoris nostri Jesu Christi, Hludowicus, divina ordinante providentia, imperator augustus, omnibus primatibus, et cuncto populo Emeritano in Domino salutem»
.
Lo cual quiere decir que era, sin duda alguna, para los cristianos mozárabes de Mérida, en gran número aún, a los cuales el emperador, dirigiéndose a los magnates y a todo el pueblo emeritense, les dice:

Hemos oído vuestra tribulación y las muchas angustias que padecéis por la crueldad del rey Abderramán, el cual por la demasiada codicia con que quiere quitaros vuestros bienes, os ha afligido muchas veces con violencia, como tenemos noticia de haberlo hecho también su padre Abolaz [Alhakén I], el cual, aumentando injustamente los tributos de que no erais deudores, y, exigiéndolos por fuerza, os hacía de amigos enemigos, y de obedientes contrarios, intentando quitaros la libertad y oprimiros con pesados e injustos tributos; pero vosotros, según hemos oído, siempre como varones esforzados habéis rebatido con valor las injerías hechas por los reyes inicuos y resistido a su crueldad y avaricia, según al presente lo practicáis, como lo hemos sabido por relación de muchos. Por tanto, hemos tenido a bien dirigiros esta carta consolándoos y exhortándoos a que perseveréis en defender vuestra libertad contra un rey tan cruel, y resistáis como hasta aquí a su furor y saña. Y por cuanto no solo es vuestro enemigo, sino nuestro, peleemos contra su crueldad de común acuerdo. Nos intentaremos con la ayuda de Dios enviar nuestro ejército en el verano próximo a los límites de nuestra jurisdicción, para que allí espere nuestras órdenes acerca del tiempo en que deba pasar adelante, si os pareciese bien que lo dirijamos en auxilio vuestro contra los enemigos comunes que residen junto a nuestra frontera, de suerte que si Abderramán o su hueste quiere ir contra vosotros lo impida la nuestra. Y os hacemos saber que si quisiereis apartaros de él y veniros a nosotros, os concedemos plenísimamente que gocéis de vuestra antigua libertad sin alguna disminución ni tributo, y no pretenderemos que viváis en otra ley que en aquella que quisiereis, ni nos portaremos con vosotros sino como con amigos y confederados unidos honoríficamente a nosotros para defensa de nuestro reino. Dios os guarde siempre como lo deseamos.

Según se desprende del documento, el emperador, natural protector de la cristiandad, les proponía que resistiesen hasta que él pudiera enviar refuerzos o, en todo caso, que abandonasen Mérida y fueran a establecerse en sus estados, como lo habían hecho anteriormente otros muchos cristianos. Así lo entienden los historiadores Herculano y Dozy, por deducirse del contexto. Herculano escribe a propósito lo siguiente: «Por las fórmulas y estilo de este documento se ve que los habitantes de la capital de la antigua Lusitania eran principalmente cristianos mozárabes, estos se hallaban grandemente irritados por el peso de los impuestos».

Hay constancia de que en el año siguiente (827), Ludovico envió un ejército a la Marca Hispánica, donde combatió contra el godo rebelde Aizon, aliado del emir Abderramán; pero, como advierte Francisco Javier Simonet en la obra citada, no sabemos que esta hueste marchase hacia Mérida ni es verosímil que así sucediese. Sobre este punto, cita los
Anales Berlinianos, Esp. Sagr.,
tomo x, pp. 574 y 575, y Flórez,
íbid.
, tomo xiii, p. 255, y señala: «La perfidia de este Aizon y de otros magnates godos, aliados con los sarracenos, dificultó mucho el progreso de las armas cristianas».

Sabemos por los historiadores arábigos que los habitantes de Mérida se levantaron hacia el año 827, y mataron a su gobernador, un tal Marwán Aben Yunus, apodado
al-Jilliqui,
es decir, el Gallego, y que en el año siguiente Abderramán II envió un poderoso ejército. Según Ibn Alcutia, este episodio se debió a las sublevaciones de los muladíes y beréberes de Mérida que, unidos a los cristianos, pretendieron mantener su independencia. Pero el emir cordobés, para evitar nuevas rebeliones, quiso derribar los antiguos y famosos muros de aquella ciudad, por lo que los emeritenses tomaron de nuevo las armas y se mantuvieron independientes hasta el año 833, en que, después de un fuerte asedio y tenaz resistencia, fueron vencidos.

En el asedio murieron muchas personas y también huyeron otras, entre estas últimas cierto caudillo llamado Mahmud Abd al-Yabbar al-Meridí, que había sido gobernador de la ciudad y que, según parece, pertenecía a la raza beréber y era uno de los jefes de la rebelión. El otro cabecilla era el cadí muladí Sulaymán Aben Martín (el hijo de Martín, es decir, de un cristiano).

El primero de ellos, el beréber Mahmud, acompañado de sus partidarios rebeldes, se acogió a la Galaecia y se instaló en los dominios del rey de Asturias, Alfonso II el Casto, rogándole rendidamente que le recibiese bajo su protección. El rey le mandó residir en los confines de Galicia con todo su acompañamiento. Pero al cabo de algunos años el caudillo beréber llamó a muchos moros de la próxima frontera y empezó a robar y saquear los pueblos cristianos. Sabido esto por don Alfonso, marchó contra el ingrato Mahmud, y lo sitió en el castillo de Santa Cristina, donde se había refugiado, y lo tomó por asalto, muriendo Mahmud y toda su morisma, pasados a cuchillo en el mes de mayo del año 840. La familia de Mahmud quedó en Galicia y una de sus hermanas, de notable belleza, casó con un noble gallego y, según Ben Hayyan, fue madre de un obispo de Santiago.

El otro cabecilla de los rebeldes, Sulaymán Aben Martín, también huyó y se refugió en la sierra de Santa Cruz, en la fortaleza encrespada en lo más alto de las rocas. Pero una columna cordobesa logró subir y vencer la resistencia de los muladíes. Sulaymán escapó por la encrespada pendiente con la mala suerte de que su caballo tropezase despeñándose. El jinete murió y alguien le cortó la cabeza y la llevó al emir para arrogarse la gloria de haberle abatido; pero indican los cronistas que no tardó en saberse la verdad.

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