Alrededor de la luna (16 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

—No son surcos —dijo Barbicane—, son fallas.

—Vaya por las fallas —respondió con docilidad, Miguel—; falta ahora saber qué se entiende por fallas en el mundo científico.

Barbicane explicó a su compañero lo que sabía de las fallas lunares. Sabía que eran surcos observados en todas las partes no montañosas del disco; que estos surcos, por lo general aislados, miden de cuatro a cincuenta leguas de extensión; que su anchura varía de mil a mil quinientos metros, y que sus bordes son rigurosamente paralelos. Pero no sabía más sobre su formación ni su naturaleza.

Armado del anteojo observó Barbicane aquellas fallas con la mayor atención y advirtió que sus bordes estaban formados por pendientes sumamente escarpadas y constituían una especie de parapetos paralelos, que la imaginación se figuraba como líneas de fortificación elevadas por los ingenieros selenitas.

De estas diferentes fallas, unas eran enteramente rectas, como tiradas a cordel; otras presentaban una ligera curva, aunque conservando en sus bordes el paralelismo; aquéllas se entrecruzaban; éstas cortaban los cráteres; aquí surcaban cavidades tales como Posidonio o Petavio; allí serpenteaban los mares, tales como el mar de la Serenidad.

Estos accidentes naturales debieron de excitar necesariamente la imaginación de los astrónomos terrestres. Las primeras observaciones no habían descubierto las fallas. Ni Hevelius ni Cassini ni La Hire ni Herschel parecían haberlas conocido. El primero que las señaló a la atención de los sabios fue Schroeter en 1789. Después las estudiaron otros, entre ellos Pastoff, Gruithuysen, Beer y Moedler. Hoy su número se eleva a setenta; pero si han sido contadas, en cambio no se ha determinado su naturaleza. Está demostrado, sin embargo, que no son fortificaciones, ni lechos de antiguos ríos hoy secos; porque por una parte, las aguas, tan ligeras en la superficie de la Luna, no hubieran podido abrir tales cauces, y por otra, aquellos surcos atraviesan muchas veces cráteres situados a gran elevación.

No obstante hay que reconocer que Miguel Ardán tuvo una idea algo fundada, y que, sin saberlo él, era la misma de Julio Schmidt.

—¿Por qué razón —decía— esas inexplicables apariencias no han de ser fenómenos de vegetación?

—¿Y en qué te fundas para sospecharlo? —preguntó Barbicane.

—No te alteres, dignísimo presidente —respondió Miguel—. ¿No podría suceder que esas líneas oscuras, que parecen formar espaldones, fuesen hileras de árboles dispuestos con regularidad?

—¿Te has empeñado en ver vegetación? —dijo Barbicane.

—No tal —replicó Miguel Ardán—; no pretendo sino explicar lo que no explicáis los sabios. Mi hipótesis, cuando menos, tiene la ventaja de indicar por qué desaparecen o parecen desaparecer esas fallas en épocas determinadas y periódicas.

—¿Por qué lo dices?

—Porque esos árboles se hacen invisibles cuando se quedan sin hojas, y vuelven a ser visibles cuándo las echan de nuevo.

—Ingeniosa es tu explicación, querido compañero, pero inadmisible.

—¿Por qué?

—Porque en la superficie de la Luna puede decirse que no hay estaciones y, por consiguiente, no pueden verificarse los fenómenos de vegetación de que hablas.

En efecto, la escasa oblicuidad del eje lunar mantiene allí al sol a una altura casi igual en cada latitud. En las regiones ecuatoriales, el astro radiante ocupa casi invariablemente el cenit, y apenas pasa del horizonte en las regiones polares. De manera que según se halla situada cada región, así vive en invierno, primavera, estío u otoño perpetuo, lo mismo que en el planeta Júpiter, cuyo eje se halla igualmente poco inclinado sobre su órbita.

—¿Qué origen tienen, pues, estas fallas? He ahí una cuestión difícil de resolver. Seguramente serían posteriores a la formación de los cráteres y los circos, porque algunas han cortado el recinto de éstos Es posible que habiéndose formado en las últimas épocas geológicas, sean debidas simplemente a la expansión de las fuerzas naturales.

A todo esto, el proyectil había llegado a la altura del grado 40 de latitud lunar, a una distancia de la superficie del astro no superior, sin duda, a ochocientos kilómetros. Los objetos se dibujaban en los anteojos como si sólo distaran dos leguas. En aquel punto, a los pies de los observadores, se hallaba el Helicón, de quinientos cinco metros de alto, y a la izquierda se perfilaban en redondo esas medianas alturas que encierran una, corta porción del mar de las Lluvias, con el nombre de golfo de los Lirios.

La atmósfera terrestre habría de ser ciento setenta veces más transparente de lo que es para que los astrónomos pudieran hacer, a través de ella, observaciones completas en la superficie lunar. Pero en el vacío en que flotaba el proyectil no se interponía fluido alguno entre el ojo del observador y el objeto observado. Además Barbicane se hallaba a una distancia que no habían alcanzado nunca los más potentes telescopios, ni el de John Rosse, ni el de las Montañas Rocosas. Estaba, pues, en condiciones sumamente favorables para resolver la importante cuestión de la habitabilidad de la Luna. Así y todo, esta solución se le escapaba todavía; no distinguía más el lecho desierto de las grandes llanuras, y hacia el Norte montañas áridas; pero ninguna obra que revelase la mano del hombre, ni la ruina que revelara su paso. Tampoco se veía aglomeración de animales que indicase allí el desarrollo de la vida, ni aun en escala inferior. En ninguna parte se percibían movimientos, ni aparecía vegetación. De los tres reinos que formaban el globo terrestre, uno solo estaba en el globo lunar: el mineral.

—¡Ah! —exclamó un tanto consternado Miguel—. ¿Conque no hay nadie?

—No —respondió Nicholl—, a lo menos hasta ahora. Ni un hombre ni un animal, ni un árbol. Después de todo, si la atmósfera se ha refugiado en el fondo de las cavidades, dentro de los circos o en la superficie opuesta de la Luna, nada podemos prejuzgar.

—Esto aparte —añadió Barbicane—, un hombre no es visible ni aun para la vista más perspicaz a la distancia de siete kilómetros. Si hay, pues, selenitas, ellos pueden ver nuestro proyectil, pero nosotros no podemos verlos a ellos.

Hacia las cuatro de la mañana, y a la altura del cincuenta paralelo, la distancia se había reducido a seiscientos kilómetros. A la izquierda se extendía una línea de montañas de caprichosos contornos y dibujadas en plena luz. Hacia la derecha, por el contrario, se abría un agujero negro, como un gran pozo insondable y oscuro perforado en el suelo lunar.

Aquel agujero era el lago Negro, era Platón, circo profundo, que se puede estudiar cómodamente desde la Tierra, entre el último cuarto y la Luna nueva, cuando las sombras se proyectan del oeste al este.

Esta coloración negra se encuentra rara vez en la superficie del satélite. Hasta ahora no se ha reconocido sino en las profundidades del circo de Endimion, al este del mar del Frío, en el hemisferio norte y en el fondo del circo de Grimaldi, en el Ecuador, hacia el borde oriental del astro.

Platón era una montaña circular situada a los 51° de latitud norte y 9° de longitud este. Su circo tiene 92 kilómetros de largo y 61 de ancho. Barbicane sintió mucho no pasar perpendicularmente por encima de su extensa abertura, en la que había un abismo que sondear y quizás algún fenómeno misterioso que sorprender. Pero no podía modificarse la marcha del proyectil, y era forzoso aceptarlo tal como era. Si no se saben dirigir los globos, menos aún los proyectiles, cuando uno va encerrado dentro de las paredes.

A cosa de las cinco de la mañana se había pasado el límite septentrional del mar de las Lluvias. Los montes La Condamine y Fontenelle quedaban uno a la izquierda y otro a la derecha. Aquella parte del disco, desde los 60°, se volvía enteramente montañosa. Los anteojos lo acercaban a una legua, distancia inferior a la que separaba la cumbre del Monte Blanco del nivel del mar. Toda aquella región estaba erizada de pozos y circos. Hacia los 60° dominaba Filofao, de tres mil setecientos metros de altura, con un cráter elíptico de dieciséis leguas de largo y cuatro de ancho.

Entonces el disco, visto desde aquella distancia, ofrecía un aspecto sumamente raro. Los paisajes presentaban condiciones muy diferentes de los de la Tierra, pero también inferiores.

Como la Luna no tiene atmósfera, esta ausencia de envoltura gaseosa produce consecuencias ya demostradas. No hay crepúsculo en la superficie, sino que la noche sucede al día y el día a la noche de repente, como una luz que se enciende o se apaga en medio de una oscuridad profunda. Tampoco hay transición desde el frío al calor, sino que la temperatura pasa en un momento desde el grado de la ebullición del agua a los más absolutamente fríos del espacio.

Otra consecuencia de la falta de aire es el que reinan tinieblas completas allí donde no llegan los rayos del Sol. Lo que en la Tierra se llama luz difusa, materia luminosa que el aire mantiene en suspensión, que crea los crepúsculos y las auroras, que produce las sombras, las penumbras y toda esa magia de claroscuros, no existe en la Luna. De ahí resulta una dureza de contraste que no admite sino dos colores: el blanco y el negro. Si un selenita se preserva la vista de los rayos solares, el cielo le parece enteramente negro y las estrellas brillan a sus ojos como en la más oscura noche.

Júzguese la impresión que tan extraño aspecto produciría en Barbicane y en sus amigos. Sus ojos se desorientaban y no podían apreciar las distancias de los diferentes términos entre sí. Un paisaje lunar, que no se halla suavizado por el fenómeno del claroscuro, no podría ser reproducido por un paisajista de la Tierra; todo se reduciría a manchas negras sobre un fondo blanco.

Este aspecto no se modificó ni aun cuando el proyectil, a la altura de los 80° se halló separado de la Luna sólo por una distancia de cien kilómetros; ni tampoco cuando, a las cinco de la mañana, pasó a menos de cincuenta kilómetros de la montaña de Gioja, distancia que los anteojos reducían a medio cuarto de legua. Creían tocar la Luna con la mano; y les parecía imposible que el proyectil no la tropezase de un momento a otro, aunque no fuera más que por el Polo Norte, cuya cumbre brillante se dibujaba violentamente sobre el fondo negro del cielo.

Miguel Ardán quería abrir una lumbrera y precipitarse a la superficie lunar, sin espantarse a la idea de una caída de doce leguas. La tentativa hubiera sido inútil, porque si el proyectil no debía llegar a ningún punto del satélite, Miguel, arrastrado por un movimiento, no llegaría tampoco.

En aquel momento eran las seis; aparecía el polo lunar. El disco no presentaba a las miradas de los viajeros más que una mitad fuertemente iluminada, mientras la otra desaparecía en las tinieblas.

De repente, el proyectil pasó la línea que dividía la luz intensa de la sombra absoluta y quedó súbitamente sumido en una profunda oscuridad.

Capítulo XIV. La noche de trescientas cincuenta y cuatro horas

Al producirse tan súbitamente aquel fenómeno, el proyectil pasaba a menos de 50 kilómetros del Polo Norte de la Luna. Le habían bastado unos cuantos segundos para sepultarse en las tinieblas absolutas del espacio. La transición se había operado tan rápidamente, tan sin degradación de luz, que no parecía sino que el astro de la noche se hubiera apagado a impulsos de un gigantesco soplo.

—¡Se ha fundido, ha desaparecido la Luna! —exclamó Miguel Ardán, estupefacto.

En efecto, no se veía un reflejo, ni una sombra, ni nada de aquel disco tan deslumbrador momentos antes. La oscuridad era completa y aún la hacía mayor el brillo de las estrellas; tenía ese color negro propio de las noches lunares, que duran trescientas cincuenta y cuatro horas y media en cada lugar del disco, noche inmensa que proviene de la igualdad entre los movimientos de traslación y rotación de la Luna sobre sí misma y alrededor de la Tierra. El proyectil, sumergido en el cono de sombra del satélite, no sufría ya la acción de los rayos solares, lo mismo que los puntos de la parte invisible de éste.

Reinaba completa oscuridad en lo interior; no se veía nada; así que, por más deseoso que estuviera Barbicane de economizar el gas encerrado en el depósito, no hubo más remedio que hacer este gasto para disipar las tinieblas en que les había sumido la desaparición del Sol.

—¡Vaya al diablo el astro radiante! —exclamó Miguel Ardán—; va a obligarnos a consumir gas, cuando podía suministrarnos gratis sus rayos.

—No acusemos al Sol —replicó Nicholl—; no tiene él la culpa, sino la Luna, que se pone en medio como una pantalla.

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