Alrededor de la luna (24 page)

Read Alrededor de la luna Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Otro nuevo fenómeno había de señalar el punto de parada del proyectil en la línea neutral. En aquel punto, en que se anulaban las dos atracciones terrestre y lunar, los objetos «no pesarían», reproduciéndose aquel singular fenómeno que tanto había sorprendido ya una vez a Barbicane y sus compañeros. En aquel momento preciso sería menester obrar.

Ya el vértice cónico del proyectil se hallaba sensiblemente vuelto hacia el disco lunar; y la posición permitía utilizar perfectamente todo el retroceso producido por el empuje de los cohetes. Las probabilidades se volverían favorables a los viajeros. Si la velocidad del proyectil quedaba enteramente anulada en aquel punto muerto, bastaría un movimiento determinado hacia la Luna, por ligero que fuera, para determinar su caída.

—La una menos cinco minutos —dijo Nicholl.

—Todo está listo —dijo Miguel Ardán, acercando una mecha preparada la llama del gas.

—¡Espera! —dijo Barbicane, que tenía en la mano su cronómetro.

En aquel momento no se dejaba sentir la gravedad, y los viajeros notaban en sí mismos aquella completa desaparición. Estaban inmediatos al punto neutral, si no en él mismo.

—¡La una! —dijo Barbicane.

Miguel aplicó la mecha inflamada a un aparato que ponía en comunicación instantánea a los cohetes. No se oyó detonación alguna en la parte exterior, donde faltaba el aire. Pero por las lumbreras, vio Barbicane un fogonazo prolongado que se apagó al punto.

El proyectil sufrió una sacudida que se percibió muy distante en lo interior.

Los tres amigos miraban, escuchaban sin hablar, respirando apenas; podían oírse los latidos de sus corazones en medio de aquel absoluto silencio.

—¿Caemos? —preguntó por último Miguel Ardán.

—No —respondió Nicholl—; puesto que el fondo del proyectil no se vuelve hacia el disco lunar.

En aquel momento, Barbicane, apartándose del cristal de la lumbrera, se volvió hacia sus compañeros, los cuales le vieron horriblemente pálido, con la frente arrugada y los labios contraídos.

—¡Caemos! —dijo.

—¡Ah! —exclamó Miguel Ardán—. ¿Hacia la Luna?

—Hacia la Tierra —respondió Barbicane.

—¡Diablo! —exclamó. Ardán. Añadió luego, filosóficamente—: ¡Bueno! ¡Al entrar en el proyectil pensábamos que no sería fácil salir de él!

Comenzaba, en efecto, aquella espantosa caída. La velocidad que conservaba el proyectil le había llevado más allá del punto muerto, sin que pudiera impedirlo la explosión de los cohetes. Aquella velocidad que, a la ida, había arrastrado al proyectil fuera de la línea neutral, lo arrastraba también a la vuelta. La física exigía que, en su órbita elíptica, «volviera a recorrer todos los puntos por donde había pasado antes».

Era una caída terrible; desde una altura de 78.000 leguas y que ningún muelle ni resorte podía debilitar. Con arreglo a las leyes de la balística, el proyectil debía dar en la Tierra con una velocidad igual a la que lo animaba al salir del columbiad, o sea, a una velocidad de 16.000 metros en el último segundo.

Y para dar una idea de comparación, diremos que se ha calculado que un objeto arrojado desde la parte más alta de las torres de Nuestra Señora de París, cuya altura no pasa de los 200 pies, llega al suelo con una velocidad de 120 leguas por hora. En el caso a que nos referimos, el proyectil debía caer en la Tierra con una velocidad de «cincuenta y siete mil seiscientas leguas por hora».

—¡Estamos perdidos! —dijo fríamente, Nicholl.

—Pues bien, si morimos —respondió Barbicane, con una especie de fervor religioso—, el resultado de nuestro viaje será mucho mayor de lo que pensábamos. ¡Dios mismo nos dirá su secreto! ¡En la otra vida, el alma no necesita máquinas ni aparatos para saberlo todo! ¡Se identificará con la sabiduría eterna!

—En todo caso —replicó Miguel Ardán—, el otro mundo todo entero bien puede consolarnos de la pérdida de este astro íntimo que se llama Luna.

Barbicane se cruzó de brazos, en ademán de sublime resignación.

—¡Hágase la voluntad de Dios! —dijo, con voz profundamente emocionada.

Capítulo XX. Los sondeos de la Susquehanna

—¡Eh, teniente! ¿Cómo va ese sondeo?

—Creo, caballero, que la operación toca a su fin —contestó el teniente Bronsfield—; pero ¿quién iba a figurarse semejante profundidad tan cerca de tierra, a un centenar de leguas únicamente de la costa americana?

—Efectivamente, Bronsfield, es una gran depresión —dijo el capitán Blomsberry—. Existe en estos lugares un valle submarino, ahondado por la corriente de Humboldt, que sigue las costas de América hasta el estrecho de Magallanes.

—Estas grandes profundidades —siguió diciendo el teniente— son poco favorables para la colocación del cable telegráfico. Es mejor un fondo plano, como el que tiene el cable americano entre Valentín y Terranova.

—Convengo en ello, Bronsfield. Y con vuestro permiso, teniente, ¿qué profundidad tenemos ahora?

—Caballero —contestó Bronsfield—, tenemos ahora veintiún mil quinientos pies de sonda empleada y aún no ha tocado fondo el proyectil que la sumerge, porque de lo contrario se hubiera elevado la sonda por si sola.

Es un aparato ingenioso el de Brock —dijo el capitán Blomsberry—. Permite observar los sondeos con gran exactitud.

—¡Toca! —gritó en aquel momento uno de los timoneles de proa, que vigilaba la operación.

El capitán y el teniente se llegaron inmediatamente al castillo de proa.

—¿Qué profundidad tenemos? —preguntó el capitán.

—Veintiún mil setecientos sesenta y dos pies —contestó el teniente apuntando esta cifra en su cuaderno de observaciones.

—Bien, Bronsfield —dijo el capitán—, voy a trasladar este resultado a mi mapa. Ahora mandad que suban a bordo la sonda. Mientras se lleva a cabo esta operación, que enciendan las hornillas, y así estaremos dispuestos a partir cuando vos concluyáis. Son las diez de la noche, y, con vuestro permiso, teniente, voy a acostarme.

—¡Háganlo, caballero, háganlo! —respondió el teniente Bronsfield.

El capitán de la Susquehanna, un valiente entre los valientes, tomó su ponche, que valió interminables muestras de satisfacción al repostero; se acostó, río sin antes felicitar a su criado por lo bien acondicionado del lecho, y se durmió con apacible sueño.

Eran las diez de la noche. El día 11 de diciembre concluía con una noche magnífica.

La Susquehanna, corbeta de 500 caballos de la marina nacional de los Estados Unidos, se ocupaba en hacer sondeos en el Pacífico, a 100 leguas aproximadamente de la costa americana, hacia la altura de esta península prolongada que se dibuja en la costa de Nuevo Méjico.

Poco a poco había cesado el viento, y nada agitaba las capas del aire. El gallardete de la corbeta colgaba inerte, inmóvil, sobre el mastelero del juanete.

El capitán Johnathan Blomsberry, uno de los más ardientes socios del «Gun-Club», casado con una Horschbidan, tía del capitán e hija de un honrado negociante de Kentucky; el capitán Blomsberry, decimos, no hubiera podido desear mejor tiempo para conducir con un buen resultado sus delicadas operaciones de sondeo. Su corbeta no había sufrido ninguno de los efectos de la enorme tempestad que barriendo las nubes amontonadas sobre las Montañas Rocosas permitió observar la marcha del famoso proyectil. Todo marchaba a su gusto, y no olvidaba dar gracias al cielo con todo el fervor de un clérigo.

La serie de sondeos verificados por el Susquehanna tenía por objeto reconocer los fondos más favorables para atender un cable submarino que pusiera en comunicación la isla Hawai con la costa americana.

Tan vasto proyecto era debido a la iniciativa de una compañía poderosa. Su director, el inteligente Ciro Field, tenía el pensamiento de cubrir todas las islas de Oceanía con una extensa red eléctrica; empresa grandiosa y digna del genio americano.

Se habían encomendado las primeras operaciones de sondeo a la corbeta Susquehanna. Durante aquella noche se encontraba ésta exactamente a los 27° 7' de latitud Norte y 41° 37' de longitud Oeste del meridiano de Washington.

La Luna, a la sazón en su último cuarto, empezaba a surgir en el horizonte.

Después de retirarse el capitán Blomsberry se reunieron a popa el teniente Bronsfield y otros oficiales. Cuando asomó la Luna todos los pensamientos se dirigieron hacia este astro, contemplado entonces por las mira das de todo un hemisferio. Los mejores anteojos marinos no hubieran podido descubrir el proyectil errante alrededor de su semiglobo, y, sin embargo, todos se dirigieron hacia el brillante disco que millones de miradas interrogaban en aquel mismo instante.

—Partieron hace diez días —dijo entonces el teniente Bronsfield—. ¿Qué será de ellos?

—Habrán llegado, mi teniente —contestó un joven guardia marina—, harán en este, momento lo que todo viajero cuando llega a un país nuevo: pasearse.

—Lo creo, porque vos lo decís —respondió, sonriendo, el teniente Bronsfield.

—Claro es que no puede dudarse de su llegada —dijo otro de los oficiales—. El proyectil habrá llegado a la Luna en el momento del plenilunio, el 5, a medianoche. Estamos a 11 de diciembre, lo que hace seis días. En seis veces veinticuatro horas, sin oscuridad, hay tiempo para instalarse, cómodamente. Me parece estar viendo a nuestros valientes compatriotas acampando en el fondo de un valle, a la orilla de un arroyo selenita, cerca del proyectil, medió enterrado por la caída, entre residuos volcánicos, y al capitán Nicholl empezando sus operaciones, mientras que Barbicane pone en limpio sus apuntes. Miguel Ardán embalsama las soledades lunares con el perfume de sus «abonos».

—¡Así debe ser! —exclamó el joven guardiamarina, entusiasmado por la descripción ideal de su superior.

—Es de creer —respondió el teniente, que no se entusiasmaba tanto—. Desgraciadamente nos faltarán siempre noticias directas del mundo lunar.

—Perdone, mi teniente —dijo el guardia—; yo opino que el presidente Barbicane puede escribirnos.

Una explosión de risa acogió esta respuesta.

—Nada de cartas —respondió vivamente el joven—. La administración de Correos no tiene nada que ver en este asunto.

—¿Acaso será por telégrafo eléctrico? —preguntó irónicamente un oficial.

—Tampoco —respondió el guardia—; pero es muy fácil establecer comunicación gráfica con la Tierra.

—¿Y cómo?

—Con el telescopio de Long's Peak. Ya sabéis que aproxima la Luna a dos leguas únicamente de las Montañas Rocosas, y que permite ver en su superficie los objetos de nueve pies de diámetro. Construyendo nuestros ingeniosos amigos un alfabeto gigantesco y escribiendo palabras de cien toesas y frases de una legua de longitud, podrán enviarnos noticias suyas.

Se aplaudió ruidosamente al joven guardia que, en realidad, no carecía de imaginación. El teniente Bronsfield convino también en que la idea era factible. Añadió que, enviando rayos luminosos agrupados en haz por medio de espejos parabólicos, se podían establecer también comunicaciones directas; en efecto, estos rayos serían tan visibles en la superficie de Venus o de Marte como el planeta Neptuno lo es de la Tierra. Acabó diciendo que los puntos brillantes observados ya sobre los planetas próximos, muy bien podrían ser señales hechas a la Tierra. Hizo observar, sin embargo, que si se pudiesen tener noticias del mundo lunar por estos medios, no podría hacerse lo mismo desde el mundo terrestre, a no ser que los selenitas tuvieran a su disposición instrumentos apropiados para hacer todas sus observaciones a tan grandes distancias.

—Evidentemente —respondió uno de los oficiales—; pero lo que sobre todo debe interesarnos es saber qué ha sido de los viajeros y qué han visto. Además, si el experimento ha tenido buen éxito, lo que no dudo, volverá a hacerse otro. El columbiad sigue empotrado en el suelo de la Florida. Con un proyectil, y pólvora, y siempre que la Luna pase por el cenit, se le podrá mandar un cargamento de viajeros.

—Es indudable —contestó el teniente Bronsfield— que J. T. Maston irá un día de éstos a reunirse con sus amigos.

—Pues si quiere —exclamó el joven guardia— estoy dispuesto a acompañarle.

—¡Oh, no faltarán aficionados! —replicó Bronsfield—. Y como se abra la mano, bien pronto habrá emigrado a la Luna la mitad de los habitantes de la Tierra.

Esta conversación de los oficiales de la Susquehanna se prolongó poco más o menos hasta la una de la mañana. Imposible sería describir todos los sistemas, todas las teorías emitidas por aquellas atrevidas inteligencias. Parecía que nada era imposible para los americanos, desde la tentativa de Barbicane. Hasta tenían el propósito de enviar a las playas selenitas, no ya una comisión de sabios solamente, sino toda una colonia y un ejército con infantería, caballería y artillería, para conquistar el mundo lunar.

Other books

Beyond This Horizon by Robert A Heinlein
The Gringo: A Memoir by Crawford, J. Grigsby
The Forever Girl by Alexander McCall Smith
Crazy Little Thing by Tracy Brogan
Studio Sex by Liza Marklund