—¡Muy bien! —replicó Barbicane sonriendo—; ¿y dónde había una mano con fuerza bastante para arrojar la piedra que dio ese golpe?
—No hace falta mano —repuso Miguel, que no se daba fácilmente por vencido—; y en cuanto a la piedra, supongamos que sea un cometa.
—¡Ah sí, los cometas! —exclamó Barbicane—. ¡Cómo se abusa de ellos! Querido Miguel, tu explicación no es mala, pero tu cometa es inútil. El golpe que ha producido esa rotura puede haber venido del interior del astro. Una contracción violenta de la corteza lunar, producida por el frío, ha podido producir esos rayos gigantescos.
—Pase la contracción, que es como si dijéramos un cólico lunar —respondió Miguel Ardán.
—Por lo demás —añadió Barbicane—, esa opinión es la de un sabio inglés, Nasmyth, y me parece que explica perfectamente la disposición, radiada de esas montañas.
—¡No es tonto ese Nasmyth! —respondió Miguel.
Los viajeros, a quienes el espectáculo no podía apenas cansar, admiraron por largo rato los esplendores de Tycho. Su proyectil, impregnado de efluvios luminosos, en aquella doble irradiación del Sol y de la Luna, debía parecer un globo incandescente. Había pasado, pues, casi súbitamente de un frío rigurosísimo a un calor intenso; como si la Naturaleza quisiera prepararlos así a convertirse en selenitas.
¡Convertirse en selenitas! Esta idea volvió a suscitar la cuestión de la habitabilidad de la Luna. ¿Podrían afirmar algo en pro o en contra? Miguel Ardán instó a sus dos amigos a formular opinión, y les preguntó terminantemente si creían que la animalidad y la humanidad se hallasen re presentadas en el mundo lunar.
—Creo que podemos responder —dijo Barbicane—; pero, a mi parecer, no se debe plantear la cuestión de esa manera; pido presentarla yo de otra.
—Como gustes —respondió Miguel.
—Véanlo aquí —prosiguió Barbicane—. El problema es doble, y exige una doble solución. Primera: ¿es habitable la Luna? Segunda: ¿ha estado habitada?
—Muy bien —respondió Nicholl—. Averigüemos ante todo si la Luna es habitable.
—Por mi parte no puedo decir nada —replicó Miguel.
—Y yo respondo, ahora, desde luego, negativamente —continuó Barbicane—. En su estado actual, con esa envoltura atmosférica, seguramente muy reducida, con sus mares la mayor parte secos, sus vegetales insignificantes, sus bruscas alternativas de frío y calor, sus noches y sus días de trescientas cincuenta y cuatro horas, la Luna no me parece habitable, ni siquiera propia para el desenvolvimiento de la vida animal, ni suficiente para las necesidades de la existencia, tal como nosotros la comprendemos.
—Convenido —respondió Nicholl—; pero ¿no puede ser habitable para seres de distinta organización que la nuestra?
—A eso —dijo Barbicane—, ya es más difícil responder. Sin embargo, procuraré hacerlo, aunque antes he de preguntar a Nicholl si el movimiento no le parece el resultado necesario de una existencia cualquiera que sea su organización.
—Sin duda alguna —respondió Nicholl.
—Pues bien, mi digno compañero; les responderé que hemos observado los continentes lunares a una distancia de 500 metros a lo sumo, y no hemos advertido indicios de movimiento en la superficie de la Luna. La presencia de una humanidad cualquiera se hubiera revelado por alguna obra de sus manos, por cultivos, por construcciones, por ruinas, aunque no fuera más. ¿Y qué es lo que hemos visto? Por todas partes el trabajo de la Naturaleza; en ninguna el del hombre. Si en la Luna existen seres representantes del reino animal, se hallan sepultados en esas insondables cavidades donde no llega a penetrar la mirada; cosa que yo no puedo admitir, porque habrían dejado huellas de su paso en esas llanuras que debe cubrir la capa atmosférica, por más reducida que sea, y esas huellas no se ven por ningún sitio. Queda, pues, únicamente la hipótesis de una raza de seres vivos enteramente ajenos al movimiento que es la vida.
—Es decir, criaturas vivas que no viven —dijo Miguel.
—Precisamente —respondió Barbicane—, lo cual no tiene sentido alguno para nosotros.
—Entonces, ¿podremos formular nuestra opinión? —dijo Miguel.
—Sí —respondió Nicholl.
—Pues bien —continuó Miguel Ardán—, la comisión científica reunida en el proyectil del «Gun-Club», después de apoyar sus argumentos en los hechos nuevamente observados, decide por unanimidad de votos, respecto de la habitabilidad de la Luna, que dicho planeta no es habitable.
Este acuerdo fue anotado por el presidente Barbicane en su libro, donde figura el acta de la sesión de diciembre.
—Ahora —dijo Nicholl— pasemos a la segunda cuestión, completamente independiente de la primera. Pregunto, pues, a tan respetable comisión: ¿Si la Luna no es habitable, ha estado habitada?
—El ciudadano Barbicane tiene la palabra —dijo Miguel Ardán.
—Amigos míos —respondió Barbicane—, no he aguardado yo este viaje para formarme opinión sobre esa habitabilidad pasada de nuestro satélite. Y añadiré que nuestras observaciones personales no hacen sino confirmarme en dicha opinión. Creo, afirmo, que la Luna ha estado habitada por una raza humana organizada como la nuestra; que ha producido animales conformados anatómicamente como los animales terrestres, pero añado que esas razas humanas o animales han pasado ya extinguiéndose para siempre.
—Entonces —preguntó Miguel—, ¿supones que la Luna es un mundo más viejo que la Tierra?
—No —respondió Barbicane con acento de convicción—, es un mundo que ha vivido más deprisa, y cuya formación y descomposición, han sido, por consiguiente, más rápidas. Relativamente las fuerzas organizadoras de la materia han sido mucho más violentas en el interior de la Luna que en el interior del globo terrestre, como lo prueba de sobra el estado actual de ese disco resquebrajado, trastornado y abollado por todas partes. La Luna y la Tierra han sido masas, gaseosas en su origen; estos gases han pasado al estado líquido bajo diversas influencias, y más tarde se ha formado la masa sólida. Pero no cabe duda de que nuestro globo se hallaba todavía en el estado gaseoso o líquido, cuando la Luna, solidificada ya por el enfriamiento, era habitable.
—Eso opino yo también —dijo Nicholl.
—Entonces —continuó Barbicane— la rodeaba una atmósfera. Las aguas, contenidas por la envoltura gaseosa, no podían evaporarse. Por la influencia del aire, del agua, de la luz, del calor solar y del calor central, la vegetación se apoderaba de los continentes preparados para recibirla, y seguramente la vida se manifestó hacia aquella época, porque la Naturaleza no se entretiene en cosas inútiles y un mundo tan perfectamente habitable ha tenido que estar necesariamente habitado.
—Sin embargo —objetó Nicholl—, muchos fenómenos inherentes a los movimientos de nuestros satélites deberán dificultar la expansión de los reinos vegetal y animal; por ejemplo, esos días y esas noches de trescientas cincuenta y cuatro horas.
—En los polos terrestres —dijo Miguel— duran seis meses.
—Argumento de poco valor, puesto que los polos no están habitados.
—Amigos míos —añadió Barbicane—, tenemos que, si en el estado actual de la Luna, esas noches y esos días tan largos crean diferencias de temperatura insoportables para el organismo, no sucedía así en aquella época de los tiempos históricos. La atmósfera envolvía al disco en una capa fluida, los vapores tomaban en, ella la forma de nubes, y esta pantalla natural templaba el ardor de los rayos solares y contenía la irradiación nocturna. La luz, como el calor, podían fundirse en el aire. Y de aquí provenía un equilibrio entre estas influencias que no existe hoy, por haber desaparecido esa atmósfera casi del todo. Además, voy a sorprenderos…
—Sorpréndenos —dijo Miguel Ardán.
—Me inclino a creer que en la época en que la Luna se hallaba habitada, las noches y los días no duraban trescientas cincuenta y cuatro horas.
—¿Y por qué?
—Porque según toda probabilidad, el movimiento de la Luna sobre su eje no era entonces igual a su movimiento de revolución, lo cual es hoy causa de que cada punto del disco lunar se halle expuesto a los rayos solares durante quince días consecutivos.
—De acuerdo —respondió Nicholl—, pero, ¿qué razón hay para sospechar que esos dos movimientos iguales hoy, no lo fueron en otro tiempo?
—La de que esa igualdad ha sido determinada por la atracción terrestre. Y en tal caso, ¿quién nos dice que esa atracción fuera bastante fuerte para modificar los movimientos de la Luna en la época en que la Tierra se hallaba todavía en estado fluido?
—Y después de todo —replicó Nicholl—, ¿quién nos asegura que la Luna haya sido siempre satélite de la Tierra?
—¿Y quién nos dice —exclamó Miguel Ardán— que la Luna no existiera desde mucho antes que la Tierra?
Las imaginaciones se desbordaban por el cuerpo ilimitado de las hipótesis. Barbicane quiso refrenarlas.
—Ésas son opiniones demasiado aventuradas —dijo—, y encierran problemas verdaderamente irresolubles. No vayamos tan lejos; admitamos únicamente la insuficiencia de la atracción primordial, y entonces, por desigualdad de los dos movimientos de atracción y de revolución, comprenderemos que los días y las noches hayan podido ser en la Luna tan frecuentes como en la Tierra. Por lo demás, aun sin estas condiciones, era posible la vida.
—¿Es decir —preguntó Miguel—, que según todos estos antecedentes, la Humanidad ha desaparecido de la Luna?
—Sí —respondió Barbicane—, después de haber existido, sin duda, millares de siglos. Luego, poco a poco, por haber empezado a enrarecerse la atmósfera el disco se hacía inhabitable, como le sucederá un día a la Tierra, por el enfriamiento.
—¿Por el enfriamiento?
—Naturalmente —respondió Barbicane—. A medida que se fueron apagando los fuegos interiores, a medida que se fue concentrando la materia incandescente, la esfera lunar se enfrió. Poco a poco se produjeron las consecuencias naturales de este fenómeno; desaparición de los seres organizados, desaparición de la vegetación. Poco después se enrareció la atmósfera, arrastrada probablemente por la atracción terrestre; desapareciendo el aire respirable, debía desaparecer también el agua por evaporación. En aquella época, la Luna, que ya era inhabitable, no estaba habitada; era un mundo muerto tal y como lo vemos hoy.
—¿Y dices que a la Tierra le está reservada la misma suerte?
—Es muy probable.
—¿Para cuándo?
—Para cuando el enfriamiento de su corteza sólida la haya hecho inhabitable.
—¿Y se ha calculado el tiempo que nuestro desgraciado esferoide tardaría en enfriarse?
—Sin duda.
—¿Y conoces tú esos cálculos?
—¡Pues habla de una vez, sabio cachazudo! —exclamó Miguel Ardán—. Que me matas de impaciencia.
—Pues bien, amigo Miguel —respondió tranquilamente Barbicane—; se sabe la disminución de temperatura que la Tierra sufre en el espacio de un siglo. Y según los cálculos más fundados, la temperatura media se habrá reducido a cero dentro de cuatrocientos mil años.
—¡Cuatrocientos mil años! —exclamó Miguel—. ¡Ah! ¡Respiro! ¡En verdad te digo que estaba asustado! ¡Al escucharte imaginaba que no teníamos ni cincuenta mil años de vida!
Barbicane y Nicholl no pudieron menos de reírse de los temores de su compañero. Después, Nicholl, que deseaba acabar, planteó de nuevo la cuestión que estaba debatiendo.
—¿Luego la Luna ha estado habitada?
La respuesta fue afirmativa, por unanimidad.
Pero durante aquella discusión, fecunda en teorías un poco aventuradas, aun cuando reuniese las ideas generales de la ciencia sobre este punto, el proyectil había corrido rápidamente hacia el Ecuador lunar, alejándose regularmente del disco. Habían pasado el circo de William y el paralelo cuarenta a la distancia de 800 kilómetros. Dejaron luego a la derecha a Pitatus a los 30° seguía al Sur de este mar de los Nublados, a cuyo Norte se habían aproximado ya. Diferentes circos fueron apareciendo confusamente en la deslumbradora blancura de la Luna llena, Bouillaud, Purbach, de forma casi cuadrada con su cráter central, y después Arzachel, cuya montaña interior brilla con resplandor extraordinario.
Al fin, como el proyecto se alejaba, continuamente, los perfiles se fueron borrando a la vista de los viajeros, las montañas se confundieron a lo lejos y todo aquel conjunto maravilloso y extraño del satélite de la tierra quedó pronto reducido a su imperecedero recuerdo.
Barbicane y sus amigos permanecieron largo rato mudos y pensativos, mirando aquel mundo que habían visto de lejos, como Moisés la tierra de Canaán, y del que se alejaban para no volver. La posición del proyectil, respecto a la Luna, se había modificado, y a la sazón su fondo se hallaba vuelto hacia la Tierra.
Esta variación, observada por Barbicane, no dejó de sorprenderle. ¿Si el proyectil debía gravitar en torno del satélite siguiendo una órbita elíptica, por qué no le presentaba una misma parte, como hace la Luna respecto de la Tierra? Era éste un punto oscuro.
Observando la marcha del proyectil, se podía conocer que al separarse de la Luna seguía una curva análoga a la que había trazado al acercarse; describía, pues, una elipse muy alargada, que se extendería probablemente hasta el punto de atracción igual, donde se neutralizaban las influencias de la Tierra y de su satélite.
Tal fue la consecuencia que Barbicane dedujo atinadamente de los hechos observados; convencimiento de que participaron sus dos amigos.