Alrededor de la luna (19 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Un experimento análogo del presidente Barbicane en la superficie de estos tres astros hubiera presentado, por lo tanto, menores dificultades. Si sus habitantes han intentado hacerlo, tal vez hayan examinado la constitución de la mitad de este disco, que su satélite oculta eternamente a sus ojos. Pero si no han abandonado nunca su planeta no estarán más adelantados que los astrónomos de la Tierra.

Entretanto, el proyectil describía en la sombra aquella incalculable trayectoria que ningún punto de partida podía determinar. ¿Se había modificado su dirección, ya por la influencia de la atracción lunar, ya por la influencia de un astro desconocido? Barbicane no podía decirlo; pero se había operado un cambio en la posición relativa del vehículo, y Barbicane lo demostró a eso de las cuatro de la mañana aproximadamente.

Este cambio consistía en que la base del proyectil se había inclinado hacia la superficie de la Luna y se mantenía en la dirección de una perpendicular que pasaba por su eje. La atracción, es decir, la gravedad, había producido esta modificación. La parte más pesada del proyectil se inclinaba hacia el disco invisible, exactamente como si hubiera caído hacia él.

¿Caería, en efecto? ¿Irían a alcanzar por fin los viajeros su tan deseado objeto? No. Y la observación de un punto de mira bastante explicable por otra parte vino a demostrar a Barbicane que su proyectil no se aproximaba a la Luna, y que se separaba siguiendo una curva casi concéntrica.

Dicho punto de mira fue un rayo de luz que Nicholl señaló de repente sobre el límite del horizonte, formado por el disco negro, y que no podía confundirse con una estrella. Era una incandescencia rojiza que aumentaba de volumen poco a poco, prueba incontestable de que el proyectil se aproximaba a él y no caía normalmente en la superficie del astro.

—¡Un volcán! Es un volcán en actividad —exclamó Nicholl—; un derrame de los fuegos interiores de la Luna. Este mundo no está aún completamente muerto.

—¡Sí, una erupción! —dijo Barbicane, que observaba cuidadosamente el fenómeno con el anteojo de la noche.

¿Qué podría ser, si no fuera un volcán?

—En este caso —dijo Miguel Ardán— es necesario aire para mantener esta combustión. Por lo tanto hay una atmósfera que rodea esta parte de la Luna.

—Es posible —notó Barbicane—, pero no absolutamente necesario. El volcán puede suministrarse el oxígeno por la descomposición de ciertas materias y lanzar así sus llamas en el vacío. Hasta me parece que esta deflagración tiene la intensidad y el resplandor de los objetos cuya combustión se produce el oxígeno puro. No nos apresuremos, pues, afirmando la existencia de una atmósfera lunar.

La montaña en ignición debía estar situada aproximadamente hacia el grado cuarenta y cinco de latitud Sur de la parte invisible del disco. Pero, con gran disgusto de Barbicane, la curva que describía el proyectil le arrastraba lejos del punto señalado por la erupción, no siendo posible por lo tanto determinar su naturaleza. Media hora después de haberlo visto, desaparecía este punto luminoso detrás del sombrío horizonte. Sin embargo, la comprobación del fenómeno era un hecho de suma importancia en los estudios selenográficos. Probaba que no había desaparecido aún todo el calor de las entrañas de ese globo, y allí donde existe el calor, ¿quién podría afirmar que no habían sentido hasta entonces los reinos vegetal y animal las influencias destructoras? La existencia de aquel volcán en erupción indiscutiblemente comprobada por los sabios de la Tierra, hubiera originado sin duda muchas teorías favorables a la grave cuestión de la habitabilidad de la Luna.

Se dejaba arrastrar Barbicane por sus reflexiones y se olvidaba de sí mismo en una muda contemplación en que se agitaban los misteriosos destinos del mundo lunar. Buscaba el lazo que había de unir los hechos observados hasta entonces, cuando un nuevo incidente le volvió bruscamente a la realidad.

Este incidente, más que un fenómeno cósmico, era un peligro amenazador, cuyas consecuencias podían ser desastrosas.

En medio del éter y entre sus tinieblas profundas había aparecido de repente una masa enorme. Era como una luna, pero incandescente, y de un brillo tanto más insoportable cuanto que rompía fuertemente la profunda oscuridad del espacio. Aquélla masa, de forma circular, despedía una luz tal que inundaba completamente el proyectil. Las caras de Barbicane, de Nicholl, de Miguel Ardán, violentamente iluminadas con sus blancas ráfagas, tomaban esta apariencia especial lívida, cadavérica, que los físicos producen con la luz artificial del alcohol impregnado de sal.

—¡Diablo! —gritó Miguel Ardán—. ¡Estoy horrorizado! ¿Qué inesperada Luna es ésta?

—Un bólido —contestó Barbicane.

—¿Un bólido inflamado en el vacío?

—Sí.

Aquel globo de fuego era efectivamente un bólido. Barbicane no se engañaba. Si estos meteoros cósmicos no presentan generalmente, cuando se observan desde la Tierra, más que una luz algo menor que la de la Luna, allí, en aquel sombrío éter, brillan extraordinariamente. Estos cuerpos errantes llevan en sí mismos el principio de su incandescencia. El aire ambiente no les es necesario para su deflagración. En efecto, si algunos de ellos atraviesan las capas atmosféricas a dos o tres leguas de la Tierra, otros, por el contrario, describen una trayectoria a una distancia que no llega a la atmósfera. Ejemplo: los bólidos como el de 27 de octubre de 1884, qué apareció a una altura de 128 leguas, y el de 18 de agosto de 1741, que desapareció a una distancia de 182 leguas. Algunos de estos meteoros tienen tres o cuatro kilómetros de anchura y poseen una velocidad que puede llegar hasta 75 kilómetros por segundo, siguiendo una dirección inversa a la del movimiento de la Tierra. Este globo errante, repentinamente aparecido en la sombra a una distancia de 100 leguas por lo menos, debía medir, según cálculo de Barbicane, un diámetro de 2,000 metros. Avanzaba con una velocidad de dos kilómetros por segundo aproximadamente, o sea, de 30 leguas por minuto. Cortaba el camino del proyectil y debía alcanzarle a los pocos minutos. Al acercarse, aumentaba su volumen en una proporción enorme.

Imagínense, si pueden, la situación de los viajeros. Era imposible describirla. A pesar de su valor, sangre fría e indiferencia ante el peligro, estaban mudos, petrificados, con los miembros crispados y sobrecogidos por un asombro terrible. Su proyectil, cuya marcha no podían desviar, corría derecho hacia la masa ígnea, más intensa que la boca encendida de un horno de reverbero. Parecía que se precipitaba hacia un abismo de fuego. Barbicane había cogido las manos de sus compañeros, y todos miraban al revés de sus párpados medio cerrados al esferoide caldeado al rojo blanco. Si el pensamiento no estaba extinguido en ellos, si su cerebro funcionaba aún en medio de, su espanto, debían creerse perdidos.

A los dos minutos de la súbita aparición del bólido, ¡dos siglos de angustia!, con el proyectil próximo a chocar con él, estalló como una bomba el globo de fuego, pero sin producir ningún ruido en medio de aquel vacío, en donde el sonido, que no es más que la agitación de las capas de aire, no podía, por tanto, producirse.

Nicholl profirió un grito: sus compañeros y él se precipitaron al cristal de las lumbreras.

¡Qué espectáculo! ¿Qué pluma podría describirlo, qué paleta podría ser tan rica de colores para reproducirlo?

Era algo así como la boca de un cráter, como el esparcimiento de un incendio inmenso. Millares de fragmentos luminosos alumbraban y cortaban el espacio con sus resplandores. Todos los tamaños, todos los matices, todos los colores estaban mezclados, formando irradiaciones amarillas, amarillentas, rojas, verdes, grises, una corona, en fin, multicolor de fuegos artificiales. Del terrible y enorme globo no quedaban más que pedazos lanzados en todas las direcciones, convertidos a su vez en asteroides, unos flameantes como espadas, otros rodeados de una nube blanquecina y otros que dejaban en pos de sí señales brillantes de polvo cósmico.

Aquellos fragmentos incandescentes se cruzaban y chocaban, fraccionándose en pedazos más pequeños, algunos de los cuales chocaron con el proyectil. El cristal de la izquierda llegó a quebrarse por el golpe violento de uno de ellos. Parecía que flotaba el proyectil entre una granizada de bombas, de las cuales la menor podría aniquilarle en un momento.

La luz que satura el éter se desarrollaba en incomparable intensidad, porque los asteroides la difundían en todas sus direcciones. Hubo un momento en que fue tan viva, que Miguel Ardán llevó hacia su lente a Barbicane y Nicholl, gritando: «¡Por fin vemos la Luna, hasta ahora invisible!».

Y al través de un efluvio luminoso de algunos segundos, divisaron todos aquel disco misterioso que la vista del hombre contemplaba por primera vez.

¿Qué distinguieron a aquella distancia que no podían calcular? Algunas zonas prolongadas sobre el disco, verdaderas nubes formadas en un medio atmosférico muy reducido, en el que aparecían no solamente todas las montañas, sino también los relieves de menor importancia, los circos, los cráteres abiertos y caprichosamente dispuestos, tal como existen en la superficie visible. Después, espacios inmensos, no ya áridas llanuras, sino verdaderos océanos abundantemente distribuidos, que reflejaban sobre su líquido espejo toda la magia deslumbradora de los fuegos del espacio. Finalmente en la superficie de los continentes, extensas masas sombrías, que semejaban selvas inmensas al rápido fulgor del relámpago.

¿Era una ilusión, un error de la vista, un espejismo por decirlo así? Podían dar una afirmación científica a una observación tan superficialmente obtenida. ¿Se atrevían a decidir sobre el problema de su habitabilidad, con la ligera ojeada del disco invisible? Nuestros tres atrevidos viajeros se hallaban sumidos en un mar de confusiones.

Entretanto, las fulguraciones del espacio se apagaron poco a poco; su resplandor accidental se disminuyó, los asteroides se alejaron con diversas trayectorias y se apagaron a lo lejos. El éter volvió a habituales tinieblas; las estrellas, un momento eclipsadas, brillaron en el firmamento, y el disco apenas entrevisto, se ocultó de nuevo en la impenetrable noche.

Capítulo XVI. El hemisferio meridional

Acababa de librarse el proyectil de un peligro tan terrible como imprevisto; porque, ¿quién podía figurarse el encuentro de bólidos? Estos cuerpos errantes podían suscitar a los viajeros nuevos y graves peligros. Eran para ellos otros tantos escollos sembrados en aquel mar de éter y que, menos afortunados que los navegantes, no podían evitar. Pero, ¿se quejaban por ello los aventureros del espacio? Todo lo contrario; puesto que la Naturaleza les había dado el espléndido espectáculo de un meteoro cósmico, estallando con una expansión formidable y, además, tan incomparable fuego artificial, inimitable para cualquier Duggieri, había iluminado por espacio de algunos segundos el mundo invisible de la Luna, Durante esta rápida iluminación, se les habían mostrado los continentes, los mares y las selvas. ¿Llevaba, pues, la atmósfera sus moléculas vivificadoras a esa cosa desconocida? ¡Problemas insolubles planteados a la curiosidad humana!

Eran entonces las tres y media de la tarde. El proyectil seguía su dirección curvilínea alrededor de la Luna. ¿Había sido modificada otra vez su trayectoria por el meteoro? Era de temer. No obstante, el proyectil debía describir una curva imperturbablemente determinada por las leyes de la mecánica racional. Barbicane se inclinaba a creer que esta curva sería más bien una parábola que una hipérbola. Sin embargo, admitida la parábola, debería salir el proyectil con bastante rapidez del cono de sombra proyectado en el espacio al lado opuesto del Sol. Éste era, efectivamente, muy estrecho; tan pequeño es el diámetro angular de la Luna, si se le compara con el diámetro del astro del día. Pero hasta entonces flotaba el proyectil en esta profunda sombra. Cualquiera que hubiese sido su velocidad, que no había podido ser sino muy mediana, continuaba su período de ocultación. Esto era evidente y no hubiera debido ser así en el caso propuesto de una trayectoria parabólica. Nuevo problema que atormentaba el cerebro de Barbicane, verdaderamente aprisionado en el círculo de incógnitas que no podía descifrar.

Ninguno de los viajeros pensaba en descansar un momento. Todos acechaban algún hecho inesperado que arrojase nueva luz sobre sus estudios uranográficos. A cosa de las cinco distribuyó Miguel Ardán, con el nombre de comida, algunos pedazos de pan y de carne fiambre, que fueron rápidamente devorados, sin que nadie abandonase su lumbrera, cuyos cristales se llenaban continuamente de costras por la condensación de los vapores.

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