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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (102 page)

—Buen señor, el emperador, mi tío, os desea ver, y por nos os ruega que a él vais porque os mande hacer aquella honra que él es obligado, según le servísteis en le ganar esta Ínsula que tenía perdida, y la que vos merecéis.

—Mi señor —dijo el Caballero del Enano—, yo haré lo que el emperador mandó, que mis deseos es de le ver y servir cuanto puede alcanzar un pobre caballero extraño, como yo lo soy.

—Pues veamos el Endriago —dijo Gastiles—, y verlo han los maestros que el emperador envía para que figurado se lo lleven enteramente según su figura y parecer.

El maestro dijo:

—Señor, menester es que vayáis bien guarnecido para la defensa de la ponzoña, si no podríais recibir gran peligro en vuestra vida.

Él le dijo:

—Buen amigo, vos lo habéis eso de remediar.

—Así lo haré; dijo él. Entonces les dio unas bujetas que a las narices pusiesen en tanto que lo mirasen, y luego cabalgaron, y Gandalín con ellos para se lo mostrar, e íbales contando lo que le acaeciera a su señor y a él en aquellos lugares por donde iban y de la manera que la batalla había sido y cómo a los gritos suyos mesándose por ver a su señor tan llegado a la muerte saliera aquel diablo y de la forma que a ellos venía y todo lo que les acaeciera, como oído habéis.

En esto llegaron al arroyo donde su señor cayó amortecido, y de allí metiólos por entre las matas cabe las peñas y hallaron el Endriago muerto, que muy gran espanto les puso, tanta qué no creían que en el mundo ni en el infierno hubiese bestia tan desemejada ni tan temerosa, y si hasta allí en mucho tenían lo que aquel caballero había hecho, en mucho más lo estimaron viendo aquel diablo, que, aunque sabían ser muerto, no lo osaban tocar ni se llegar a él, y decía Gastiles que tal esfuerzo como osar, acometer aquella bestia que se no debía tener en mucho, porque siendo tan grande no se debía atribuir a ningún hombre mortal, sino a Dios, que a él sin otro alguno era debido. Los maestros lo miraron y midieron todo para le sacar propio como él era, y así lo hicieron, porque eran singulares en aquel oficio a maravilla. Entonces se volvieron al castillo y hallaron a aquel Caballero del Enano, los atendía a comer y fueron allí servidos según el lugar donde estaban con mucho placer y alegría.

Todos allí holgaron en el castillo tres días, mirando aquella tierra que muy hermosa era y la huerta del pozo de la malaventurada hija lanzó a su madre, y al cuarto día entraron todos en la mar, así que en poco espacio de tiempo fueron aportados en Constantinopla debajo de los palacios del emperador. La gente salió a la finiestra por ver el Caballero de la Verde Espada, que lo mucho deseaban ver. Y el emperador les mandó llevar unas bestias en que cabalgasen. A la hora estaba más ya el Caballero de la Verde Espada, mucho más mejorado en su salud y hermosura, vestido de unos muy hermosos y ricos paños, que el rey de Bohemia le hizo tomar cuando de él se partió. A su cuello echada aquella extraña y rica espada verde que él ganara por el sobrado amor que a su señora tenía, que en la ver y se le acordar del tiempo en que la ganó, y el vicio en que entonces en Miraflores estaba con aquélla que le tanto amaba y tan apartada de sí tenía, muchas lágrimas derramaba, así angustiosas como deleitosas, siguiendo el estilo de aquéllos que de semejante pasión y alegría son sujetos y atormentados. Pues salido de la mar, cabalgando en aquellos ricos y ataviados palafrenes que le trajeran, se fueron al emperador, que ya contra ellos venía, muy acompañado de grandes hombres y muy ricamente ataviados. Y apartándose todos, llegó el Caballero de la Verde Espada, y quísose apear para le besar las manos, mas el emperador, cuando esto vio, no lo consintió, antes se fue para él y lo tuvo abrazado y mostrándole muy gran amor, que así lo tenía con él, y dijo:

—¡Por Dios!, Caballero de la Verde Espada, mi buen amigo, comoquiera que Dios me haya hecho tan grande hombre y venga del linaje de aquéllos que este señorío tan grande tuvieron, más merecéis vos la honra que yo la merezco, que vos la ganasteis con vuestro gran esfuerzo, pasando tan grandes peligros cual nunca otro pasó, y yo tengo la que me vino durmiendo y sin merecimiento mío.

El Caballero del Enano le dijo:

—Señor, a las cosas que tienen medida puede hombre satisfacer, pero no a ésta que por su gran virtud en tanto loor me ha puesto, y por esto, señor, quedará que esta mi persona hasta la muerte se sirva en aquellas cosas que me mandare.

Y así hablando se tornó al emperador con él a sus palacios, y el de la Verde Espada iba mirando aquella gran ciudad y las cosas extrañas y maravillosas que en ella vio y tantas gentes que lo salían a ver y daba en su corazón con grande humildad muchas gracias a Dios, porque en tal lugar le guiara donde tanta honra del mayor hombre de los cristianos recibía y todo cuanto en las otras partes viera le parecía nada en comparación de aquello. Pero mucho más maravillado fue cuando entró en el gran palacio, que allí le pareció ser junta toda la riqueza del mundo. Había allí un aposentamiento donde el emperador mandaba aposentar los grandes señores que a él venían, que era el más hermoso y deleitoso que en mundo se podría hallar, así de ricas cosas como de fuentes de agua y árboles muy extraños. Y allí mandó quedar al Caballero de la Verde Espada y al maestro Helisabad que lo curase, y a Gastiles y el conde Saluder que le hiciesen compañía, y dejándolo reposar fue con sus hombres buenos donde él posaba. Toda la gente de la ciudad que viera al Caballero de la Verde Espada hablaba mucho en su gran hermosura y mucho más en el grande esfuerzo suyo, que era mayor que de caballero e otro ninguno, y si él se había maravillado de ver tal ciudad, como aquélla y tanto número de gente, mucho más lo eran ellos en le ver a él solo, así que de todos era loado y honrado más que nunca lo fue rey ni grande ni caballero que allí de tierras extrañas viniese.

El emperador dijo a su mujer, la emperatriz:

—Señora, el Caballero de la Verde Espada, aquél de que tantas cosas famosas hemos oído, está aquí. Y así por su gran valor como por el servicio que nos hizo en nos ganar aquella ínsula que tanto tiempo en poder de aquel malvado enemigo estaba y pues que tal cosa como ésta hizo, es razón de le hacer mucha honra, por ende, mandad que vuestra casa sea muy bien aderezada, en tal forma y manera que donde él fuere pueda loarla con gran razón, y hable en ella como yo os hablaba de otras que en algunos lugares había visto, y quiero que vea vuestras drenas y doncellas con el atavío y aparejo que deben estar personas que a tan alta dueña, como vos sois, sirven.

Y visto todo lo que él decía, dijo ella:

—En el nombre de Dios, que todo se hará como vos mandáis.

Otro día de mañana levantóse el Caballero de la Verde Espada y vistióse de sus paños lozanos y hermosos, según él vestir los solía, y el conde y Gastiles con él y el maestro Helisabad, y fueron todos de consuno a oír misa con el emperador a su capilla, donde los atendía, y luego se fueron a ver a la emperatriz. Pero antes que a ella llegasen hallaron en medio muchas dueñas y doncellas muy ricamente ataviadas de ricos paños, que les hacían lugar por do pasaban y buen recibimiento. La casa era tan rica y tan bien guarnida, que si la rica cámara defendida de la Ínsula Firme no otra tal nunca el Caballero de la Verde Espada viera, y los otros le cansaban de mirar tantas mujeres y tan hermosas, y las otras cosas que veía, y llegando a la emperatriz que en su estrado estaba hincó los hinojos ante ella con mucha humildad y dijo:

—Señora, mucho agradezco a Dios en me traer donde viene a vos y a vuestra grande alteza y el valor que sobre las otras señoras tiene que en el mundo son y la vuestra casa acompañada y ornada de tantas dueñas y doncellas de tan gran guisa, y a vos, señora, agradezco mucho porque me ver me quisisteis. A él le plega por la su merced de me llegar a tiempo que algo de estas grandes mercedes le pueda servir, y si yo, señora, no acertare en aquellas cosas que la voluntad y lengua decir querrían, por ser este lenguaje extraño a mí, mándeme perdonar, que muy poco tiempo ha que del maestro Helisabad lo aprendí.

La emperatriz le tomó por las manos y díjole que no estuviese de hinojos e hízole sentar cerca de sí y estuvo con él hablando una gran pieza en aquellas cosas que tan alta señora con caballero extraño que no conocía debía hablar. Y él, respondiendo con tanto tiento y tanta gracia que la emperatriz, que muy cuerda era y lo miraba, decía entre si que no podía ser su esfuerzo tan grande que a su mesura y discreción sobrepujar pudiese.

El emperador estaba a esta sazón en su silla sentado, hablando y riendo con las dueñas y doncellas como aquel que haciéndolas muchas mercedes dándoles grandes casamientos de todas muy amado era. Y díjoles en una voz alta, que todas lo oyeron:

—Honradas dueñas y doncellas, ved aquí el Caballero de la Verde Espada, vuestro leal sirviente, honradle y amadle, que así lo hace él a todas vosotras cuantas sois en el mundo, que poniéndose a muy grandes peligros por os hacer alcanzar derecho. Muchas veces es llegado al punto de la muerte, según que de él he oído aquéllos que sus grandes cosas saben.

La duquesa madre de Gastiles dijo:

—Señor, Dios le honre y lo ame y agradezca el amparamiento que a nosotras hace.

El emperador hizo levantar dos infantas, que eran hijas del rey Barandel, que era entonces rey de Hungría, y díjoles:

—Id por mi hija Leonorina y no vengan con ella sino vos ambas.

Ellas así lo hicieron, y a poco rato vinieron con ella, trayéndola entre sí por los brazos, y comoquiera que ella viniese muy bien guarnida todo parecía nada ante lo natural de su hermosura, que no había hombre en el mundo que la viese que no se maravillase y no alegrase en la mirar. Ella era niña, que no pasaba de nueve años, y llegando donde su madre, la emperatriz, estaba, besóle las manos con humilde reverencia y sentóse en el estrado más bajo que ella estaba.

El Caballero de la Verde Espada la miraba muy de grado, maravillándose mucho de su gran hermosura, que le parecía ser la más hermosa de las que él visto había por las partes donde andado había, y membróse aquella hora de la muy hermosa Oriana, su señora, que más que así amaba y del tiempo en que él la comenzó amar, que sería de aquella edad. Y de cómo el amor que entonces con ella pusiera siempre había crecido y no menguado y ocurriéndole en la memoria los tiempos prósperos que con ella hubiera de muy grandes deleites y los adversos de tantas cuitas y dolores de su corazón como a su causa pasado había. Así que en este pensar estuvo gran pieza. Y en cómo no esperaba verla sin que gran tiempo pasase, tanto fue encendido en esta membranza que como fuera de sentido le vinieron las lágrimas a los ojos. Así que todos le vieron llorar, que por su gran bondad todos en él paraban mientes, mas él, tornando en sí, habiendo gran vergüenza, limpió los ojos e hizo buen semblante. Mas el emperador, que más cerca estaba, que así lo vio llorar, atendió si viera alguna cosa que lo hubiese causado, mas no viendo en él más señales de ello, hubo gran deseo de saber cómo un caballero tan esforzado y tan discreto ante él y ante la emperatriz y tantas otras gentes había mostrado tanta flaqueza, que aún a una mujer en tal lugar, siendo alegre como lo era él, le fuera a mal tenido, pero bien creo yo que no lo haría sin algún gran misterio. Gastiles, que cabe él estaba, dijo:

—¿Qué será que tal hombre como éste en tal parte así llorase?

—Yo no se lo preguntaría —dijo el emperador—, más creo que fuerza de amor se lo hizo hacer.

—Pues, señor, si lo saber queréis, no hay quien lo sepa sino el maestro Helisabad, en quien mucho se fía y habla mucho con él apartadamente.

Entonces lo llamó mandar e hízolo sentar delante de sí, y mandando que todos se tirasen afuera, le dijo:

—Maestro, quiero que me digáis una verdad, si la sabéis, y yo os prometo como quien soy que por ello a vos ni a otro alguno no vendrá daño.

El maestro le dijo:

—Señor, tal confianza tengo yo en la vuestra gran alteza y virtud que así lo hará, que siempre me hará merced, aunque no lo merezca, y si yo la supiese decir os la he de muy buena voluntad.

—¿Por qué lloró ahora —dijo el emperador— el Caballero de la Verde Espada? Decídmelo, que de lo ver estoy espantado, que si alguna necesidad tiene en que haya menester mi ayuda, yo se la haré tan entera de que él será bien contento.

Cuando esto oyó el maestro, dijo:

—Señor, eso no lo sabría decir, porque es el hombre del mundo que mejor encubre aquello que él quiere que sabido no sea, porque es el más discreto caballero que jamás visteis; pero yo le veo muchas veces llorar y cuidar tan fieramente, que no parece en él haber sentido alguno y suspirar con tan gran ansia como si el corazón en el cuerpo le quebrase. Y ciertamente, señor, en cuanto yo cuido es gran fuerza de amor que le atormenta teniendo soledad de aquélla que ama, que si otra dolencia fuese, antes a mí que a otro ninguno soy cierto que se descubriría.

—Ciertamente —dijo el emperador—, así lo cuido yo, como lo decís, y si él ama alguna mujer a Dios pluguiese que acertase ser en mi señorío, que tanto haber y estado le daría yo que no hay rey ni príncipe que no hubiera placer de me dar su hija para él. Y esto haría yo muy de grado por le tener conmigo por vasallo, que no le podría hacer tanto bien que él más no me sirviese según su gran valor, y mucho os ruego, maestro, que trabajéis con él como quede conmigo, y todo lo que demandare se otorgaría, y estuvo una pieza cuidando que no habló, y después díjole:

—Maestro, id a la emperatriz y decidle en prioridad que ruegue al Caballero que quede conmigo, y vos así se lo aconsejad por mi amor, y en tanto proveeré yo una cosa que a memoria me ocurrió.

El maestro se fue a la emperatriz y al Caballero del Enano, y el emperador llamó a la hermosa Leonorina, su hija, y a las dos infantas que la aguardaban y habló con ellas una gran pieza ahincadamente, mas por ninguno era oído nada de lo que les decía. Y Leonorina, habiendo él ya acabado su habla, besóle las manos y fuese con las infantas a su cámara. Y él quedó hablando con sus hombres buenos. Y la emperatriz habló con el de la Verde Espada para que con el emperador quedase, y el maestro se lo rogaba y aconsejaba, y comoquiera que aquél le sería el mejor partido y más honroso que durante la vida del rey Perión, su padre, le podría venir, no lo pudo él acabar con su corazón que ningún reposo ni descanso hallaba, sino en pensar de ser tornado en aquella tierra donde la su muy amada señora Oriana era. Así que ruego ni consejo no le pudo atraer ni retraer de aquel deseo que tenía. Y la emperatriz hizo señas al emperador que el caballero no acertaba su ruego. Él se levantó y fuese para ellos, y dijo:

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