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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (104 page)

Pues allí holgó el de la Verde Espada tres días con el emperador, haciendo que Gastiles, su sobrino, y el conde Saluder le trajesen por aquella ciudad y le mostrasen las cosas extrañas que en ella había, como cabeza y más principal cosa que era de la cristiandad y después en el palacio, siendo todo lo más del tiempo en la cámara de la emperatriz hablando con ella y con otras grandes señoras, de que muy guardada y acompañada era, y luego se pasó al aposentamiento de la hermosa Leonorina, donde halló muchas hijas de reyes y duques y condes y de otros hombres grandes, con las cuales pasó la más honrada y graciosa vida que fuera de la presencia de Oriana su señora en otro lugar tuvo, preguntándole ellas con mucha afición que les dijese las maravillas de la Ínsula Firme, pues que allá había estado, especialmente lo del arco de los leales amadores y de la cámara defendida y quién y cuántos pudieron ver las hermosas imágenes de Apolidón y Grimanesa y asimismo que les dijese la manera de las dueñas y doncellas de casa del rey Lisuarte y cómo se llamaban las más hermosas. Él respondióles a todo con mucha discreción y humildad lo que de ello sabía aquel que tantas veces lo viera y tratara, como la historia lo ha contado, y así acaeció que mirando él la gracia y sobrada hermosura de aquella infanta y de sus doncellas, comenzó a pensar en su señora Oriana, creyendo que si allí ella estuviese que toda la beldad del mundo sería junta y ocurriéndole en la memoria tenerla tan apartada y alongada de sí, sin ninguna esperanza de la poder ver, fue puesto en tan gran desmayo, que casi fuera de sentido estaba. Así que aquellas señoras conocieron, como nada de lo que le hablaban por él era oído, y así estuvo por una gran pieza hasta que la reina Menoresa, que era señora de la gran Ínsula llamada Gadabasta y la más hermosa mujer de toda Grecia, después de Leonorina, le tomó por la mano y le hizo recordar de aquel gran pensamiento tirándolo a sí, del cual se partió gimiendo y suspirando como hombre que gran cuita sentía, mas de que en su acuerdo fue hubo gran vergüenza, que bien conoció que todas ellas le había de ser refutado, y dijo:

—Señoras, no tengáis por extraño ni por maravilla a quien ve vuestras grandes hermosuras y, gracias a Dios, en vos puso de se membrar de algún bien si lo ya vio y pasó con grandes honras y placeres y sin merecimiento lo perder en tal guisa que no sé tiempo en que cobrarlo pueda por afán ni por trabajo que yo pueda haber.

Esto lo decía él con aquella tristeza que el su atormentado corazón su semblante enviaba, así que aquellas señoras fueron a gran piedad de él movidas, mas él, con gran fuerza retrayendo las lágrimas que del corazón a los ojos le venían, pudo tomar a sí y a ellas a la perdida alegría. En estas cosas y otras semejantes pasó allí el Caballero de la Verde Espada el tiempo prometido, y queriéndose ya despedir de aquellas señoras, le daban joyas muy ricas, pero él ninguna quiso tomar, sino tan solamente seis espadas que la reina Menoresa le dio, que eran de las hermosas y buen guarnidas que en el mundo se podían hallar, diciéndole que no se las daba sino porque cuando las diese a sus amigos se membrase de ella y de aquellas señoras que tanto le amaban.

La hermosa Leonorina le dijo:

—Señor Caballero del Enano, pídoos yo por cortesía que si ser pudiere presto nos vengáis a ver y estar con mi padre, que os mucho ama, y sé yo que le haréis mucho placer y a todos los hombres de su corte y a nosotras muchos más, porque seremos so vuestro amparo y defensa si alguno nos enojare, y si esto ser no puede, ruégoos yo, con todas estas señoras, que nos enviéis un caballero de vuestro linaje, cual entendiereis que será para nos servir do menester nos fuere y con quien en remembranza vuestra hablemos y perdamos algo de la soledad en que vuestra partida nos deja, que bien creemos según lo que en vos parece que los habrá tales que sin mucha vergüenza os podrán excusar.

—Señora —dijo él—, eso se puede con gran verdad decir, que en mi linaje hay tales caballeros que ante la su bondad la mía en tanto como nada se tendría, y entre ellos hay uno que fío yo por la merced de Dios si él a vuestro servicio venir puede, que aquellas grandes honras y mercedes que yo de vuestro padre y de vos he recibido sin se lo merecer, las satisfará con tales servicios que donde quiera que yo esté pueda creer ser ya fuera de esta tan gran deuda.

Esto decía él por su hermano don Galaor, que pensaba de le hacer venir allí donde tanta honra le harían, y también serían sus grandes bondades tenidas en aquel grado que debían ser. Mas esto no se cumplió así como el Caballero de la Verde Espada lo pensaba. Antes, en lugar de don Galaor, su hermano, vino allí otro caballero de su linaje en tal punto y sazón, que hizo a aquella hermosa señora sufrir tantas cuitas y tanto afán que a duro contarse podría: porque él pasó así por la mar como por la tierra las aventuras extrañas y peligrosas, cual nunca otro en su tiempo ni después de mucho tiempo se supo que igual le fuese, así como en un ramo que de estos libros sale, llamado las
Sergas de Esplandián,
como ya se os ha dicho, se recontará.

Pues aquella señora Leonorina, con mucha afición le rogando que él o aquel caballero que él decía les enviase, y él así se lo prometiendo dándole licencia se subieron todas a las finiestras del palacio, donde hasta le perder de vista por la mar, donde en su galera iba, no se quitaron. Ya se os ha contado antes cómo el Patín envió a Salustanquidio, su primo, con gran compaña de caballeros, y la reina Sargamira, con muchas dueñas y doncellas, al rey Lisuarte a le demandar a su hija Oriana para casar con ella. Ahora sabed que estos mensajeros, por dondequiera que iban, daban cartas del emperador a los príncipes y grandes que por el camino hallaban, en que les rogaba que honrasen y sirviesen a la emperatriz Oriana, hija del rey Lisuarte, que ya por su mujer tenía. Y aunque ellos por sus palabras mostrasen buena voluntad a lo hacer, entre sí rogaban a Dios que tan buena señora, hija de tal rey, no llegase a hombre tan despreciado y desamado de todas las gentes que le conocían, lo cual era con mucha razón, porque su desmesura y soberbia eran tan demasiada que a ninguno, por grande que fuese, de los de su señorío y de los otros que él sojuzgar podía no hacía honra, antes los despreciaba y aviltaba como si con aquélla creyese ser su estado más seguro y crecido. ¡Oh, loco el tal pensamiento, creer ningún príncipe que siendo por sus merecimientos desamado de los suyos, que pueda ser amado de Dios! Pues si Dios es desamado, ¿qué puede esperar en este mundo y en el otro? Por cierto no ál, salvo en el uno y en el otro ser deshonrado y destruido, y su ánima es en los infiernos perpetuamente.

Pues estos embajadores llegaron a un puerto descontra la Gran Bretaña que llaman Zamando, y allí aguardaron hasta hallar barcas en que pasasen, y entrando hicieron saber al rey Lisuarte cómo ellos iban a él por mandado del emperador su señor, con que mucho le placería.

Capítulo 75

De cómo el Caballero de la Verde Espada se partió de Constantinopla para cumplir la promesa por él hecha a la muy hermosa Grasinda, y cómo estando determinado de partir con esta señora a la Gran Bretaña por cumplir su mandado, acaeció, andando a caza, que halló a don Bruneo de Bonamar malamente herido. Y también cuenta la aventura con que Angriote de Estravaus se topó con ellos y se vinieron juntos a casa de la hermosa Grasinda.

Partido el Caballero de la Verde Espada del puerto de Constantinopla, el tiempo le hizo bueno y enderezado para su viaje, el cual era pensar ir a aquella tierra donde su señora Oriana era. Esto le hacía ser muy ledo, aunque en aquella sazón fuese tan cuidado y tan atormentado por ella como nunca tanto lo fue, porque él morara tres años en Alemania y dos en Romania y en Grecia, que en este medio tiempo nunca de ella no solamente no hubo su mandado mas ni supo nuevas algunas. Pues también le avino que a los veinte días fue aportado en aquella villa donde Grasinda era. Y cuando ella lo supo fue muy leda, que ya sabía cómo el Endriago matara y los fuertes gigantes que en las ínsulas de Romania había vencido y muerto, y ella se aderezó lo mejor que pudo, como rica y gran señora que era, para lo recibir, y mandó que llevasen caballos para él y para el maestro Helisabad en que de la galera saliese, y el de la Verde Espada se vistió de ricos paños, y en un caballo hermoso y el maestro en un palafrén, se fueron a la villa, donde habiendo ya sabido sus extrañas y famosas cosas por maravilla era mirado y honrado de todos, y asimismo el rico en aquella tierra era.

Grasinda le salió a recibir al palacio con todas sus dueñas y doncellas, y él, descabalgando, se le humilló mucho, y ella a él, como aquéllos que de buen amor se amaban, y Grasinda le dijo:

—Señor Caballero de la Verde Espada, en todas las cosas os hizo Dios cumplido, que habiendo pasado tantos peligros, tantas extrañas cosas, la vuestra buena ventura que lo quiso os trajo a cumplir y quitar la palabra que me dejasteis, que de hoy en cinco días es la fin del año por vos prometido y a él plega de os poner en corazón que tan enteramente me cumpláis el otro don que aún por demandar está.

—Señora —dijo él—, nunca yo, si Dios quisiere, faltaré lo que por mí fuere prometido, especialmente a tan buena señora como vos sois, que tanto bien me hizo, que si en vuestro servicio la vida pusiere no se me debe agradecer, pues que por vuestra causa dándome al maestro Helisabad la tengo.

—Bien empleado sea él servicio —dijo ella—, pues que tan bien agradecido es, y ahora vos id a comer, que no puedo yo por mi voluntad pedir tanto que vuestro gran esfuerzo no cumpla más.

Entonces lo llevaron al corral de los hermosos árboles, donde ya de la herida le habían curado, como se os contó, y allí fue servido y el maestro Helisabad, como en casa de señora que tanto los amaba, y en una cámara que con aquel corral se convenía albergó el Caballero de la Verde Espada aquella noche, y antes que durmiese habló muy gran pieza con Gandalín, diciéndole cómo iba ledo en su corazón por ir contra la parte donde su señora era si el don de aquella dueña no le estorbase. Gandalín le dijo:

—Señor, tomad el alegría cuando viniere y lo ál remitid a Dios Nuestro Señor, que puede ser que el don de la dueña será en ayudar y acrecentar vuestro placer.

Así durmió aquella noche con algo más de sosiego, y a la mañana siguiente se levantó y fue a oír misa con Grasinda en su capilla, que con sus dueñas y doncellas lo atendía, y desde que fue dicha, mandando a todos apartar, tomándole por la mano en un poyo que allí estaba, con él se sentó, y razonando con él dijo:

—Caballero de la Verde Espada, sabréis como un año antes que aquí vos vinieseis todas las dueñas que extremadamente sobre las otras hermosas eran, se juntaron en unas bodas que el duque de Basilea hacía, a las cuales bodas fui yo en guarda del marqués Saluder, mi hermano, que vos conocéis. Estando todas juntas, y yo con ellas, entraron y todos los altos hombres que a aquellas fiestas vinieron, y el marqués, mi hermano, no sé si por afición o por locura, dijo en alta voz que todos lo oyeron que tan grande era mi hermosura que vencía a todas las dueñas que allí eran, y si alguno lo contrario dijese que él por armas se lo haría decir, y no sé si por su esfuerzo de él o porque así a los otros como a él pareciese, hasta que no respondiendo ninguno yo quedé y fui sojuzgada por la más hermosa de Romania, que es tan grande como vos lo sabéis. Así con esto siempre mi corazón es muy ledo y muy lozano, y mucho más lo sería y en muy mayor alteza si por vos pudiese alcanzar lo que tanto mi corazón desea, y no dudaría trabajo de mi persona ni gasto de mi estado por grande que fuese.

—Mi señora —dijo él—, demandad lo que más os placerá y sea cosa que yo cumplir pueda, porque sin duda se pondrá luego en ejecución.

—Mi señor —dijo ella—, pues lo que yo os pido por merced es que, siendo sabedora de cierto haber en la casa del rey Lisuarte, señor de la Gran Bretaña, las más hermosas mujeres de todo el mundo, me llevéis allí. y por armas, si por otra guisa ser no puede, me hagáis ganar aquella gran gloria de hermosura sobre todas las doncellas que allí hubiera, que aquí en estas partes gané sobre las dueñas, como ya os diré, diciendo que en su corte no hay ninguna doncella tan hermosa como lo es una dueña que vos lleváis, y si alguno lo contradijera, se lo hagáis conocer por fuerza de armas, y yo llevaré una rica corona que por mi parte pongáis, y así ponga otra el caballero que con vos se hubiere de combatir para que el vencedor, en señal de tener la más hermosa de su parte, las lleve a ambas, y si Dios con honra nos hiciere partir de allí, llevarme habéis a una que llaman la Ínsula Firme, donde me dicen que hay una cámara encantada en que ninguna mujer, dueña ni doncella, entrar puede, sino aquélla que de hermosura pasare a la muy hermosa Grimanesa, que en su tiempo par no tuvo, y éste es el don que yo os demando.

Cuando esto fue oído por el Caballero de la Verde Espada fue todo demudado y dijo, con semblante muy triste:

—¡Ay, señora, muerto me habéis, y si gran bien me hicisteis, en crecido mal me lo habéis tornado!, y fue allí tollido, que ningún sentido le quedó. Esto fue cuidando que si con tal razón a la corte del rey Lisuarte fuese era perdido con su señora Oriana, que más que a la muerte temía, y sabía bien que en la corte había muy buenos caballeros que por él la tomaría la empresa que teniendo el derecho y la razón de su parte, tan enteramente según la diferencia tan grande de la hermosura de Oriana a la de todas las del mundo, que no podía él salir de la tal demanda que tomase sino deshonrado o muerto. Y de otra parte pensaba si falleciese de su palabra aquella dueña, que sin le conocer tantas honras y mercedes de ella había recibido, que sería muy gran confundimiento de su prez y honra. Así que él estaba en la mayor afrenta que después que de Gaula saliera estado había, y maldecía a sí y a su ventura y a la hora en que naciera y a la venida en aquellas tierras de Romania, pero luego le vino súbitamente un gran remedio a la memoria, y éste fue acordársele que Oriana no era doncella y que el que por ella la batalla tomase la tomaba a tuerto. Y cuando después él pudiese ver a Oriana le haría entender la razón de cómo aquello pasaba. Y hallado este remedio, dejando el cuidado grande en que estaba, que mucho atormentado le había a le poner en el mayor estrecho que él nunca pensó tener, mas luego tomó muy ledo y de buen semblante, como si por él nada pasado hubiera, y dijo a Grasinda:

—Mi buena señora, demándoos perdón por el enojo que os he hecho, que lo quiero cumplir todo lo que pedís si la voluntad de Dios fuere y si en algo dudé, no por mi voluntad, mas por la de mi corazón, a quien yo resistir no puedo que a otra parte enderezaba su viaje; de las palabras que yo dije él fue la causa, como aquél que en todas las cosas sojuzgado me tiene; mas las grandes honras que yo de vos he recibido tuvieron tales fuerzas que las suyas quebrantando me dejan libre para que sin ningún entrevalo aquello que tanto os agrada cumplir pueda.

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