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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (165 page)

Ahora dice la historia que Amadís y Grasandor se partieron un lunes por la mañana de la gran ínsula llamada de la Torre Bermeja, donde aquel fuerte gigante llamado Balán era señor, y Amadís rogó a Nolfón, mayordomo de Madasima, que le diese un hombre de los suyos que le guiase a la Peña de la Doncella Encantadora. Nolfón le dijo que le placía y que si él quisiese subir a la peña, que entonces tenía buen tiempo, por ser invierno y en lo más frío de él, y que si le mandaba ir con él que de grado lo haría. Amadís se lo agradeció y le dijo que no era menester que él dejase lo que le había mandado, que a él le bastaba solamente una guía.

—¡En el nombre de Dios! —dijo el mayordomo—, y él os guíe y enderece en esto y en todo lo otro que le comenzareis como hasta aquí lo ha hecho.

Entonces se despidieron unos de otros, y el mayordomo fue su camino de Anteina, y Amadís y Grasandor movieron por la mar con la guía que llevaban y bien anduvieron cinco días que la peña no pudieron ver, aunque el tiempo les hacía bueno, y el sexto día una mañana viéronla, tan alta que no parecía sino que a las nubes tocaba. Pues así anduvieron hasta ser al pie de ella y hallaron allí un barco en la ribera, sin persona que lo guardase, de que fueron maravillados; pero bien creyeron que alguno que a la peña era subido lo dejara allí. Amadís dijo a Grasandor:

—Mi buen señor, yo quiero subir en esta roca y ver lo que el mayordomo nos dijo si es así verdad como él contó y mucho os ruego, aunque alguna congoja sintáis que me aguardéis aquí hasta mañana en la noche, que yo podré venir o haceros señal desde arriba cómo me va, y si en este comedio o al tercero día no tornare, podréis creer que mi hacienda no va bien y tomaréis el acuerdo que os más agradare.

Grasandor le dijo:

—Mucho me pesa, señor, porque no me tengáis por tal que mi esfuerzo basta para sufrir cualquier afrenta que sea, hasta la muerte, en especial hallándome en vuestra compañía, que lo que a vos sobra de esfuerzo podrá suplir lo que en mí faltare, y el mal o bien que de esta subida se podrá seguir quiero que mi parte me quepa.

Amadís lo abrazó riendo y dijo:

—Mi señor, no le toméis a esa parte lo que yo dije, que ya sabéis vos muy bien si soy testigo de lo que vuestro esfuerzo puede bastar, y pues así os place, así se haga como lo decís.

Entonces mandaron que les diesen algo de comer, y así fue hecho, y desde que hubieron comido lo que les bastaba para tan gran subida y a pie, que a caballo era imposible, tomaron sus armas todas sino sus lanzas y comenzaron su camino, el cual era todo labrado por la peña arriba, pero muy áspero de subir, y así anduvieron una gran pieza del día, a las veces andando y otras muchas descansando, que con el peso de las armas recibían gran trabajo, y a la mitad de la peña hallaron una casa como ermita, labrada de canto, y dentro en ella una imagen como ídolo de metal, con una gran corona en la cabeza, del mismo metal, la cual tenía arrimada a sus pechos una gran tabla cuadrada dorada de aquel metal y sostenía la imagen por las manos ambas, como que la tenía abrazada y estaban en ellas escritas unas letras asaz grandes, muy bien hechas, en griego, que se podían muy bien leer, aunque fueron hechas desde el tiempo que la Doncella Encantadora allí había estado, que eran pasados más de doscientos años, que esta doncella fue hija de un gran sabio en todas las artes, naturales de la ciudad de Argos, en Grecia, y más en las de la mágica y nigromancia, que se llamaba Finetor, y la hija salió de tan sutil ingenio que se dio a aprender aquellas artes y alcanzólas de tal manera que muy mejor que su padre ni que otro alguno de aquel tiempo la supo, y vino a probar aquella peña, como dicho es, la forma de cómo lo hizo por ser muy prolijo, y por no salir del cuento que conviene lo deja la historia de contar.

Cuando Amadís y Grasandor entraron en la ermita sentáronse en un poyo de piedra que en ella hallaron por descansar y a cabo de una pieza levantáronse y fueron a ver la imagen, que les parecía muy hermosa, y miráronla gran rato y vieron las letras, y Amadís las comenzó a leer, que en el tiempo que anduvo por Grecia aprendió ya cuanto del lenguaje y de la letra griega y mucho de ello le mostró Helisabad cuando por la mar iba y también le mostró el lenguaje de Alemania y de otras tierras, los cuales él muy bien sabía, como aquél que era gran sabio en todas las artes y había andado muchas provincias, y las letras decían así:

—En el tiempo que la gran ínsula florecerá y será señoreada del poderoso rey y ella señora de otros muchos reinos

y caballeros por el mundo famosos serán juntos en uno la alteza de las armas y la flor de la hermosura, que en su tiempo par no tendrán, y de ello saldrá aquél que sacará la espada con que la orden de su caballería cumplida será y las fuertes puertas de piedra serán abiertas, que en sí encierran el gran tesoro.

Cuando hubo leído las letras le dijo a Grasandor:

—Señor, ¿habéis leído estas letras?

—No —dijo él—, que no entiendo.

—¿En qué lenguaje son escritas?

Amadís le dijo todo lo que decían, y le semejaba profecía antigua y que a su pesar no se acabaría por ninguno de ellos aquella aventura comoquiera que bien pensó que él y Oriana, su señora, podrían ser estos dos de quien se había de engendrar aquel caballero que la acabase, mas de esto no dijo nada, y Grasandor le dijo:

—Si por vos no se acaba, que sois hijo del mejor caballero del mundo y aquél que en todo su tiempo en mayor alteza ha tenido y sostenido las armas, y de la reina que, según he sabido, fue una de las más hermosas que en su tiempo hubo, muchos tiempos pasarán antes que haya fin, por eso vamos suso a la peña y no nos quede cosa alguna por ver y por probar, que así como a otros es cosa extraña acabar una grande aventura, así lo será, y mucho más a vos, de la acabar, y si tal acaeciere veré yo lo que ninguno hasta hoy pudo ver en vuestro tiempo.

Amadís se rió mucho y no le respondió ninguna cosa, pero bien vio que su dicho valía poco, porque ni la bondad de su padre en armas ni la hermosura de su madre no igualaba gran parte a lo de él y de Oriana, y díjole:

—Ahora subamos, y si ser pudiere lleguemos suso antes que esa noche.

Entonces salieron de la ermita y comenzaron a subir con gran afán, que la peña era muy alta y agra, y tardaron tanto que antes que a la cumbre llegasen les tomó la noche, así que les convino quedar debajo de una peña, en la cual toda la noche estuvieron hablando en las cosas pasadas, todo lo más en sus amigas y mujeres que allí tenían sus corazones y en las otras señoras que con ellas estaban. Y Amadís dijo a Grasandor que si la ira y saña de su señora no temiese, que en bajar de la peña se iría donde estaban don Cuadragante y don Bruneo y Agrajes y los otros sus amigos para los ayudar. Grasandor le dijo:

—Así lo quería yo; pero no conviene que a tal sazón se haga, porque según os partisteis de la Ínsula Firme con tanta prisa y yo con ella os vine a demandar, si acá nos tardásemos gran tristeza y dolor se causaría de ello a vuestra amiga, especialmente no sabiendo cómo os halle, así que tendría por bien que aquella ida a la ver primero que a otra parte que excusar se pueda se cumpliese y entretanto sabremos más nuevas de aquellos caballeros que decís y tomaremos el mejor acuerdo, y si menester fuere nuestra ayuda hagámosla con más compaña que con nos vaya.

—Así se haga —dijo Amadís—, y sea nuestro camino por la Ínsula del Infante y allí tomaremos un barco para uno de estos vuestros escuderos, en que lleve mi carta a Balán el Gigante, por la cual le rogaré que desde su ínsula envíe tal recaudo a donde ellos están, que presto podremos ser avisados de lo que hacen en la Ínsula Firme, donde lo atenderemos.

—Mucho bien será —dijo Grasandor.

Así estuvieron debajo de la peña, a las veces hablando y a las veces durmiendo, hasta que el día vino, que comenzaron a subir aquello poco que les quedaba, y cuando fueron en la cumbre miraron a todas partes y vieron un llano muy grande y muchos edificios de casas derribadas, y en medio del llano estaban unos palacios muy grandes y gran parte de ellos caídos, y luego fueron por los ver y entraron debajo de un arco de piedra muy hermoso, encima del cual estaba una imagen de doncella de piedra hecha en mucha precisión, y tenía en la mano diestra una péndola, de la misma piedra, tomara con la mano, como si quisiese escribir, y en la mano siniestra un rótulo con unas letras en griego que decían en esta manera:

—La cierta sabiduría es aquélla que ante los dioses, más que ante los hombres, aprovecha, y la otra es vanidad.

Amadís leyó las letras y dijo a Grasandor lo que decía. Y asimismo les dijo:

—Si los hombres sabios tuviesen conocimiento de la merced que de Dios reciben en les dar tanta parte de su gracia que con ellos sean regidos, aconsejados y gobernados otros muchos si quisiesen ocupar su saber en haber cuidado de apartar de su ánima aquellas cosas que apartarla pueden ir con aquella claridad y limpieza como en el mundo venir la hizo aquél su muy Alto Señor. ¡Oh, cuán bienaventurados serían los tales y cuán fructuoso y provechoso su saber! Pero siendo al contrario, como comúnmente por nuestra mala inclinación y condición nos acaece, empleamos aquel saber que para nuestra salvación nos fue dado en las cosas que prometiéndonos honras, deleites, provechos mundanales perecederos de este mundo, nos hacen perder el otro eterno sin fin. Así como lo hizo esta sin ventura doncella, que en estas pocas letras tan grandes sentencias y doctrinas muestra, y tanto su juicio fue dotado y cumplido de todas las más sutiles artes y de tan poco de su gran saber tuvo conocimiento ni se supo aprovechar. Pero dejemos ahora de hablar en esto, pues que errando como los pasados no hemos de seguir lo que siguieron y vamos adelante a ver lo que se nos ofrece.

Así pasaron por aquel arco y entraron en un gran corral en que habían unas fuentes de agua, cabe las cuales parecía haber habido grandes edificios, que ya estaban derribados, y las casas que alrededor otro tiempo allí fueron no parecía de ellas, sino tan solamente las paredes de canto, que eran quedadas, que las aguas no habían podido gastar y asimismo hallaron entre aquellos casares, cuevas muchas de las serpientes que allí se acogían, y bien cuidaron que no podrían ver lo que buscaban sin alguna gran afrenta, pero no fue así que ninguna de ellas ni otra cosa que estorbo les hiciese pudieron ver. Así entraron por las casas adelante, embarazados sus escudos y los yelmos en las cabezas y las espadas desnudas en las manos, y pasado aquel corral entraron en una gran sala que era de bóveda, que la fortaleza del betún y del canto pudieron defender que en cabo de tantos años se pudiesen ver gran parte de su rica labor, en cabo de esta sala vieron unas puertas cerradas de piedras tan juntas que no parecía cosa que dentro entuviese, y por donde se juntaban estaba metida una espada por ellas hasta la empuñadura, y luego vieron que aquélla era la cámara encantada donde estaba el tesoro. Mucho miraron al guarnecimiento de ella, mas no pudieron saber de qué fuese, tan extraño era hecho, especialmente la manzana y la cruz, que lo que el puño cerró semejóles que era de hueso tan claro como el cristal y tan ardiente y colorado como un fino rubí, y asimismo vieron a la parte diestra de la una puerta siete letras muy bien tajadas, tan coloradas como viva sangre, y en la otra parte estaban otras letras mucho más blancas que la piedra, que eran escritas en latín, que decían así:

—En vano se trabajará el caballero que esta espada de aquí quisiese sacar con valentía ni fuerza que en sí haya, si no es aquél que las letras de la imagen figuradas en la tabla que ante sus pechos tiene señala y que las siete letras de su pecho encendidas como fuego con éstas juntará, para éste se ha guardado, por aquélla que con su gran sabiduría alcanzó a saber que ni en su tiempo ni después muchos años vendría otro que igual le fuese.

Cuando Amadís esto vio y miró las letras coloradas luego le vino a la memoria ser tales aquéllas como las que su hijo Esplandián tenía en la parte siniestra, y creyó que para él como mejor de todos, y que a él mismo de bondad pasaría estaba aquella aventura guarda, y dijo contra Grasandor:

—¿Qué os parecen estas letras?

—Paréceme —dijo él— que entiendo bien lo que las blancas dicen, pero las coloradas no las alcanzo a leer.

—Ni yo tampoco, aunque ya a mi parecer en otra parte vi otras semejantes que ellas, y pienso que vos las visteis.

Entonces Grasandor las tornó a mirar más que antes, y dijo:

—¡Santa María Val!, éstas son las mismas que vuestro hijo tiene, y a él es otorgada esta aventura; ahora os digo que iréis de aquí sin la acabar y quejaos de vos mismo que visteis otro que más que vos vale.

Amadís le dijo:

—Creed, mi buen amigo, que cuando leímos las letras de la tabla que la imagen de la ermita por donde pasamos tiene, pensé esto que me decís, y porque no me tengo yo por tan bueno como allí dice que será el que engendrare aquel caballero, no os lo osé decir, y estas letras me hacen creer lo que habéis dicho.

Grasandor le dijo riendo y de buen semblante:

—Descendamos de aquí y tornemos a nuestra compana, que según me parece por un aparejo llevaremos de aquí las honras y la historia de este viaje, y dejemos esto para aquel doncel que comienza a subir donde vos descendéis.

Así se salieron entrambos, haciendo placer el uno con el otro, y cuando fueron fuera de los grandes palacios dijo Amadís:

—Miremos si aquella cámara encantada tiene otro lugar alguno por donde a ella con algún artificio la pudiesen entrar.

Entonces anduvieron a la redonda de los palacios a la parte donde la cámara estaba, y hallaron que era toda de una piedra sin haber en la juntura ninguna.

—A buen recaudo —dijo Grasandor— está esta hacienda. Bien será que la dejemos a su dueño y que en su fucia de esta espada que vinisteis a ganar no dejéis esa vuestra que con tantos suspiros y cuidados y grande afición de vuestro espíritu ganasteis.

Esto decía Grasandor porque la ganó como el más alto y leal enamorado que en su tiempo hubo, que no se pudo aquello alcanzar sin que en muchas y fuertes congojas su ánimo puesto fuese, como la parte segunda de esta historia cuenta.

Entonces se fueron por aquel llano, donde les parecía que había más población, y hallaron unas albercas muy grandes cabe unas fuentes y unos baños derribados y unas casillas pequeñas muy bien hechas con algunas imágenes de metal, y otras de piedra, y así otras muchas cosas antiguas. Pues estando así como oís vieron venir adonde ellos estaban un caballero armado de todas armas blancas y su espada en la mano, que subiera por el camino mismo que ellos, que no había otra subida, y como a ellos llegó saludólos, y ellos a él, y el caballero les dijo:

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