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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (37 page)

—En el nombre de Dios —dijo el rey—, yo quiero ir con vos.

Y mandó traer sus armas y armóse aína y cabalgó en su caballo que él mucho apreciaba y la doncella le dijo que ciñese la espada que ella traía y él, dejando la suya, que era la mejor del mundo, tomó la otra y echó su escudo al cuello y la doncella le llevó el yelmo y la lanza pintada y fuese con ella defendiendo a todos que ninguno fuese tan osado que tras él pensase de ir. Y así anduvieron un rato por la carrera, mas la doncella se la hizo dejar y guió por otra parte, cerca de unos árboles que estaban donde entraran los que llevaban a Oriana, y allí vio estar el rey un caballero todo armado sobre un caballo negro y al cuello un escudo verde, el yelmo otro tal. La doncella dijo:

—Señor, tomad vuestro yelmo, que veis allí el caballero que os dije.

Él lo enlazó luego, y tomando la lanza dijo:

—Caballero soberbio y de mal talante, ahora os guardad, y bajando la lanza y el caballero la suya, se dejaron correr contra sí cuanto los caballos podían llevar, e hiriéronse de las lanzas en los escudos así que luego fueron quebradas y la del rey quebró tan ligero que sólo no la sintió en la mano y cuidó que falleciera de su golpe y puso mano a la espada y el caballero a la suya e hiriéronse por cima de los yelmos y la espada del caballero entró bien la medida por el yelmo del rey, mas la del rey quebró luego por cabe la manzana y cayó el hierro en el suelo, entonces conoció que era traición y el caballero le comenzó a dar golpes por todas partes a él y al caballo. Y cuando el rey vio que el caballero le mataba, fuese a abrazar con él, y el otro asimismo con él y tiraron por sí tan fuerte que cayeron en tierra, y el caballero cayó debajo y el rey tomó la espada que el otro perdiera de la mano y comenzóle a dar con ella los mayores golpes que podía.

La doncella que esto vio dio grandes voces diciendo:

—¡Ay, Arcalaus!, acorre que mucho tardas y dejas morir a tu cohermano.

Cuando el rey así estaba para matar al caballero oyó un grande estruendo y volvió la cabeza y vio diez caballeros que contra él venían corriendo y uno venía delante diciendo a grandes voces:

—Rey Lisuarte, muerto eres, que nunca un día reinarás ni tomarás corona en la cabeza.

Cuando esto oyó el rey, fue muy espantado y temióse de ser muerto y dijo con gran esfuerzo que siempre tuvo y tenía:

—Bien puede ser que moriré, pues tanta ventaja me tenéis, mas todos moriréis por mí como traidores y falsos que sois.

Y llegado aquel caballero al más correr de su caballo, dio al rey de toda su fuerza una tal lanzada en el escudo, que sin detenencia ninguna de más poder se valer le puso las manos en tierra. Mas luego fue levantado como aquél que se quería amparar hasta la muerte, que muy cercana a si la tenía y diole tan cruel golpe de la espada en la pierna del caballo que se la cortó toda y el caballero cayó so el caballo y luego dieron todos sobre él, y él se defendía bravamente, mas defensa no tuvo ahí menester, que él fue malparado de los pechos de los caballos y los dos caballeros que eran a pie abrazáronse con él y sacáronle la espada de las manos, después tiráronle el escudo del cuello y el yelmo de la cabeza y echáronle una gruesa cadena a la garganta en que había dos ramales e hiciéronle cabalgar en un palafrén y tomándole sendos caballeros por los ramales comenzáronse de ir contra él, y llegando entre los árboles en un valle hallaron a Arcalaus, que tenía a Oriana y a la doncella de Dinamarca y el caballero que iba ante el rey dijo:

—Cohermano, ¿veis aquí al rey Lisuarte?.

—Cierto —dijo él—, buena venida fue ésta, y yo haré que nunca de él tema ni de los de su casa.

—¡Ay, traidor! —dijo el rey—, bien sé yo que harías tú toda traición; eso te haría yo conocer aunque yo mal llagado, si te ahora conmigo quisieses combatir.

—Cierto —dijo Arcalaus—, por vencer tal caballero como vos no me preciaría yo más.

Así movieron todos de consuno por aquella carrera que se partía en dos lugares y Arcalaus llamó a un su doncel y díjole:

—Vete a Londres cuanto pudieres y di a Barsinán que se trabaje de ser rey, que yo le tendré lo que le dije, que todo es ya a punto.

El doncel se fue luego y Arcalaus dijo a su compaña:

—Id vos a Daganel con diez caballeros de éstos y llevad a Lisuarte y metedlo en la mi cárcel y yo llevaré a Oriana con estos cuatro y mostrarle he dónde tengo mis libros, mis cosas en Monte Aldín.

Éste era de los más fuertes castillos del mundo. Pues allí fueron partidos los diez caballeros con el rey y los cinco con Oriana, en que iba Arcalaus dando a entender que su persona valía tanto como cinco caballeros.

¿Qué diremos aquí, emperadores, reyes y grandes que en los altos Estados sois puestos? Este rey Lisuarte en un día con su grandeza el mundo pensaba señorear y en este mismo día, perdida la hija sucesora de los reinos, él preso, deshonrado, encadenado en poder de un encantador malo, cruel, se vio, sin darle remedio. ¡Guardaos, guardaos!, tened conocimiento de Dios, que aunque los grandes altos Estados da, quiere que la voluntad y el corazón muy humildes y bajos sean y no en tanto tenidos que las gracias, los servicios, que Él merece sean en olvido puestos, sino aquellos con que sostenerlos pensáis, que es la gran soberbia, la demasiada codicia, aquello que es el contrario de lo que Él quiere, os lo hará perder con semejante deshonra y, sobre todo, considerad los sus secretos y grandes juicios, que siendo este rey Lisuarte tan justo, tan franco, tan gracioso, permitió serle venido tan cruel revés, ¿qué hará contra aquéllos que todo esto al contrario tienen? ¿Sabéis qué? Que así como su voluntad fue que de este cruel peligro milagrosamente se remediase, acatando merecer algo de ello las sus buenas obras, así a los que las no hacen, ni ponen mesura en sus maldades en este mundo de los cuerpos, y en el otro las ánimas serán perdidos y dañados. Pues ya el Muy Poderoso Señor, contento, en haber dado tan duro azote a este rey, queriendo mostrar que así para bajar lo alto y lo alzar sus fuerzas bastan, puso en ello el remedio que ahora oiréis.

Capítulo 35

Cómo Amadís y Galaor supieron la traición hecha y se deliberaron de procurar si pudiesen la libertad del rey y de Oriana.

Viniendo Amadís y Galaor por el camino de Londres donde no menos peligro de muerte habían recibido estando en la prisión de la dueña, señora del castillo de Gantasi, siendo a dos leguas de la ciudad, vieron venir a Ardián, el enano, cuanto más el rocín lo podía llevar. Amadís, que lo conoció, dijo:

—Aquél es mi enano y no me creáis si con cuita de alguno no viene, porque nos demanda.

El enano llegó a ellos y contóles todas las nuevas, cómo llevaban a Oriana.

—¡Ay, Santa María!, val —dijo Amadís—; y, ¿por dónde van los que la llevan?.

—Cabe la villa es el más derecho camino, dijo el enano.

Amadís hirió al caballo de las espuelas y comenzó a ir cuanto más podía, así tullido que sólo no podía hablar a su hermano que iba en pos de él. Así pasaron entrambos cabe la villa de Londres, cuanto los caballos podían llevar que sólo no cataban por nada, sino Amadís que preguntaba a los que veía por dónde llevaban a Oriana y ellos se lo mostraban, pasando Gandalín por so las fenestras donde estaba la reina y otras muchas mujeres. La reina lo llamó y lanzóle la espada del rey que era una de las mejores que nunca caballero ciñera, y díjole:

—Da esta espada a tu señor y Dios le ayude con ella y di a él y a Galaor que el rey se fue de aquí hoy, en la mañana, con una doncella y no tornó, ni sabemos dónde lo llevó.

Gandalín tomó la espada y fuese cuanto más pudo, y Amadís, que no cataba por dónde iba con la gran cuita y pesar, erró el paso de un arroyo y cuidando saltar de la otra parte el caballo, que cansado era, no lo pudo cumplir y cayó en el lodo. Amadís descendió y tiróle por el freno y así lo alcanzó Gandalín y diole la espada del rey, y díjole las nuevas de él, como la reina lo dijera, y tomando el caballo de Gandalín tornó al camino y Galaor se fue su paso en cuanto él cabalgó y halló un rastro por donde parecía haber ido caballeros, y atendió a su hermano, y dejando la carrera acogiéronse al rastro y a poco rato encontraron unos leñadores y aquéllos vieran toda la aventura del rey y de Oriana, mas no supieron quién eran, ni a ellos se osaron allegar, antes se escondieron en las matas más espesas, y el uno de ellos dijo:

—Caballeros, ¿venís vos de Londres?.

—Y, ¿por qué lo preguntáis?, dijo Galaor.

—Porque si hay de allá caballero menos o doncella —dijo él— que nos vimos aquí una aventura.

Entonces les dijeron cuanto vieran de Oriana y del rey y ellos conocieron luego que el rey fuera preso a traición y díjoles Amadís:

—¿Sabéis quién eran y quién prendió a ese rey?.

—No —dijo él—, mas oí a la doncella que lo aquí trajo llamar a grandes voces a Arcalaus.

—¡Ay, Señor Dios! —dijo Amadís—, plegaos de me juntar con aquel traidor.

Los villanos les fueron mostrar por dónde llevaron los diez caballeros al rey y los cinco a Oriana, y dijo el villano:

—El uno de los cinco, era el mejor caballero que nunca vi.

—¡Ay! —dijo Amadís—, aquél es el traidor de Arcalaus, y dijo a Galaor:

—Hermano, señor, id vos en pos del rey, y Dios guie a mí y a vos, e hiriendo el caballo de las espuelas se fue por aquella vía y Galaor por la que el rey llevaban, a cuanto más andar podían.

Partido Amadís de su hermano, cuitóse tanto de andar, que cuando el sol se quería poner, le cansó el caballo tanto, que de paso no lo podía sacar y yendo con mucha congoja vio a la mano diestra cabe una carrera un caballero muerto y estaba cabe él un escudero que tenía por la rienda un gran caballo. Amadís se llegó a él y díjole:

—Amigo, ¿quién mató a ese caballero?.

—Matólo —dijo el escudero— un traidor que acá va y lleva las más hermosas doncellas del mundo forzadas y matóle no por otra razón sino por le preguntar quién era, y yo no puedo haber quien me ayude a lo llevar de aquí.

Amadís le dijo:

—Yo te dejaré este mi escudero que te ayude y dame ese caballo y prometo te dar dos caballos mejores por él.

El escudero se lo otorgó. Amadís subió en el caballo, que era muy hermoso, y dijo a Gandalín:

—Ayuda al escudero y tanto que pongáis al caballero en algún poblado tórnate a este camino y vente en pos de mí.

Y partiendo de allí comenzó de se ir por el camino cuanto podía y hallóse ya cerca del día en un valle donde vio una ermita y fue allá por saber si moraba ahí alguno, y hallando un ermitaño le preguntó si pasaran por allí cinco caballeros que llevaban dos doncellas.

—Señor —dijo el hombre bueno—, no pasaron que los yo viese; mas, ¿visteis vos un castillo que allá queda?.

—No —dijo Amadís—, ¿y por qué lo decís?.

—Porque —dijo él— ahora se va de aquí un doncel, mi sobrino, que me dijo que albergara ahí a Arcalaus el Encantador y traía unas hermosas doncellas forzadas.

—Por Dios —dijo Amadís—, pues ese traidor busco yo.

—Cierto —dijo el ermitaño—, él ha hecho mucho mal en esta tierra y Dios saque tan mal hombre del mundo o lo enmiende, mas, ¿no traéis otra ayuda?.

—No —dijo Amadís—, sino la de Dios.

—Señor —dijo el ermitaño—, ¿no decís que son cinco y Arcalaus que es el mejor caballero del mundo y más sin pavor?.

—Sea él cuanto quisiere —dijo Amadís—, que él es traidor y soberbio y así lo serán los que aguardan y por esto no les dudaré.

Entonces, le preguntó quien era la doncella. Amadís se lo dijo. El ermitaño dijo:

—¡Ay!, Santa María os ayude, que tan buena señora no sea en poder de tan mal hombre.

—Habéis alguna celada —dijo Amadís— para este caballo.

—Sí —dijo él—, y de grado os lo daré.

Pues en tanto que el caballo comía preguntóle Amadís cuyo era el castillo. El hombre bueno le dijo:

—De un caballero que Grumen se llama, primo cohermano de Dardán, aquél que en casa del rey Lisuarte fue muerto y cuido que por eso acogería ahí los que desaman al rey Lisuarte.

—Ahora os encomiendo a Dios —dijo Amadís—, y ruégoos que me hayáis mientes en vuestras oraciones y mostradme el camino que al castillo guía.

El hombre bueno se lo mostró y anduvo tanto que llegó a él y vio que había el muro alto y las torres espesas y llegóse a él, mas no oyó hablar a ninguno dentro y plugóle que bien cuidó que Arcalaus no sería aún salido y anduvo el castillo alrededor y vio que no había más de una puerta. Entonces se tiró afuera entre unas peñas y apeándose del caballo tomóle por la rienda y estuvo quedo teniendo siempre los ojos en la puerta, como aquél que no había sabor de dormir. A esta sazón rompía el alba y cabalgando en su caballo tiróse más afuera por un valle, que hubo recelo si visto fuese, de poner en sospecha que no saldrían los del castillo, cuidando ser más gente y subió en un otero cubierto de grandes y espesas matas. Entonces vio salir por la puerta del castillo un caballero y subióse en otro otero más alto. Y cató la tierra a todas partes. Después tornóse al castillo y no tardó mucho que vio salir a Arcalaus y sus cuatro compañeros muy bien armados y entre ellos la muy hermosa Oriana, y dijo:

—¡Ay, Dios!, ahora y siempre me ayude y me guíe en su guarda.

En esto, se llegó tanto Arcalaus, que pasó cabe donde él estaba y Oriana iba diciendo:

—Amigo, señor, ya nunca os veré, pues que ya se me llega la mi muerte.

A Amadís le vinieron las lágrimas a los ojos y descendiendo del otero lo más aína que él pudo, entró con ellos en un gran campo y dijo:

—¡Ay, Arcalaus, traidor!, no te conviene llevar tan buena señora.

Oriana, que la voz de su amigo conoció, estremecióse toda, mas Arcalaus y los otros se dejaron a él correr y él a ellos, e hirió a Arcalaus que delante venía tan duramente que lo derribó en tierra por sobre las ancas del caballo y los otros le hirieron, y de ellos fallecieron de sus encuentros y Amadís pasó por ellos y tornando muy presto su caballo hirió a Grumen, el señor del castillo, que era uno de ellos de tal guisa que el hierro y el fuste de la lanza le salió de la otra parte y cayó luego muerto, y fue la lanza quebrada. Después metió mano a la espada del rey y dejóse ir a los otros y metió entre ellos tan bravo y con tanta saña, que por maravilla era los golpes que les daba y así le crecía la fuerza y el ardimiento en andar valiente y ligero que le parecía si el campo todo fuese lleno de caballeros que le no podían durar y defender ante la su buena espada, haciendo él estas maravillas que oís.

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