América

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Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

 

América es el inicio de una trilogía que recorre la historia de los EEUU desde finales de los 50 hasta, según parece, mediados de los 70. Éste trayecto novelado, nos sumerge en la historia más oscura y violenta de la política y sociedad estadounidense de la mano de unos personajes que frecuentan y se codean con auténticas celebridades y mitos reales que, todo sea dicho, no salen muy bien parados gracias a la pluma de Ellroy. En este primer libro, Ellroy introduce a unos personajes que poco a poco nos van descubriendo las conexiones más oscuras entre el clan más angelical e idolatrado de los EEUU ( los Kennedy) y el Crimen Organizado. Conexiones que, en virtud de una política no compartida por esos oscuros compañeros de viaje, desembocarán en el magnicidio de Dallas. La complejísima trama se desarrolla a distintos niveles, con multitud de personajes reales ( H.Hugues, Jim Hoffa, Edgar Hoover, Bob Kennedy, Santo Trafficante, Fidel Castro, Lee Harvey Oswald…) e “instituciones” ( C.I.A., F.B.I., Oposición Anticastrista, Mafia, Sindicatos, Holywood…) que darán una idea al que no haya leido la novela, de por donde van los tiros. Pero aquí, a diferencia de la película de Stone, con la que no tiene nada que ver, no hay buenos. Tódos, absolutamente todos, están de mierda hasta las orejas. El final, que se queda a 30 segundos del primer disparo, es por todos conocido.

James Ellroy

América

Trilogia América - 1

ePUB v1.0

GranOso
01.01.12

Título original:
American Tabloid

Jemes Ellroy, 1995.

Traducción: Hernán Sabaté

Editor original: GranOso (v1.0 a v1.x)

ePub base v2.0

Prólogo

El país nunca fue inocente. Los norteamericanos perdimos la virginidad en el barco que nos traía y desde entonces hemos mirado atrás sin lamentaciones. Pero no se puede atribuir nuestra pérdida de la virtud a ningún suceso o serie de circunstancias en concreto. No se puede perder lo que no se ha tenido nunca.

La nostalgia como técnica de mercado nos tiene enganchados a un pasado que no existió nunca. La hagiografía convierte en santos a políticos mediocres y corruptos y reinventa sus gestos más oportunistas para hacerlos pasar por acontecimientos de gran peso moral. Nuestra línea narrativa desde entonces se ha difuminado hasta perder cualquier asomo de veracidad y sólo una descarada sinceridad puede rectificar esa línea y ajustarla de nuevo a la realidad.

La auténtica trinidad de Camelot era ésta: Dar Buena Imagen, Patear Culos y Echar Polvos. Jack Kennedy fue el testaferro mitológico de una página particularmente jugosa de nuestra historia. Tenía un acento elegante y llevaba un corte de pelo sin igual. Era Bill Clinton, salvo la penetrante mirada escrutadora de los medios de comunicación y unos cuantos michelines flácidos en la cintura.

Jack fue asesinado en el momento óptimo para asegurarse la santidad y en torno a su llama eterna siguen girando las mentiras. Ya es tiempo de desalojar su urna y de exponer a la luz unos cuantos hombres que contribuyeron a su ascenso y que facilitaron su caída.

Eran policías corruptos y artistas de la extorsión. Eran expertos en escuchas clandestinas y mercenarios y animadores de clubes para maricas. Si alguno de ellos se hubiera desviado de rumbo durante un solo segundo de su vida, la historia de Estados Unidos no existiría como la conocemos.

Es hora de desmitificar una época y de construir un nuevo mito desde el arroyo hasta las estrellas. Es hora de descubrir a los hombres malvados de entonces y de averiguar el precio que pagaron para definir su época entre bastidores, en secreto.

Va por ellos.

A Nat Sobel
PARTE I

EXTORSIONES
Noviembre – diciembre de 1958

1

(Beverly Hills, 22/ 11/ 58)

Pete Bondurant

Siempre se pinchaba a la luz del televisor.

Unos hispanos esgrimían sus armas. El jefe de los hispanos se despiojaba la barba y lanzaba soflamas. Imágenes en blanco y negro; unos payasos de la CBS en uniforme de campaña. El reportero decía: «Cuba, mal rollo. Los rebeldes de Fidel Castro contra el ejército regular de Fulgencio Batista.»

Howard Hughes se encontró una vena y bombeó la codeína. Pete lo observó a escondidas. Hughes había dejado entornada la puerta del dormitorio.

La droga surtió efecto. Al Gran Howard se le relajó el rostro.

Fuera, sonó el traqueteo de los carritos del servicio de habitaciones. Hughes extrajo la aguja y cambió de canal. El «Howdy Doody Show» reemplazó a las noticias; allí era lo habitual, en el hotel Beverly Hills.

Pete salió al patio. Era un buen mirador, con vistas de la piscina, pero aquel día hacía un tiempo asqueroso y no se veía a ninguna aspirante a actriz en biquini.

Echó un vistazo al reloj, inquieto.

Tenía un asunto de divorcio a mediodía: un marido que almorzaba solo despachándose unas copas y ligaba carne joven. Necesitaba instantáneas de buena calidad, pues las fotos borrosas parecían arañas jodiendo. También tenía un encargo de Hughes: descubrir quién emitía las citaciones a declarar en la reclamación contra la TWA amparada en la ley antimonopolio y sobornarlo para que informara de que el Gran Howard había despegado rumbo a Marte.

Howard, mañoso, lo había expuesto así: «No voy a defenderme frente a la denuncia, Pete. Sencillamente, voy a permanecer incomunicado por tiempo indefinido y forzaré el precio al alza hasta que no tenga más remedio que vender. De todos modos, ya estoy harto de la TWA. Y no voy a vender hasta sacar una tajada, como mínimo, de quinientos millones de dólares.»

Lo dijo con gesto enfurruñado, como un Pequeño Lord envejecido y yonqui.

Ava Gardner pasó junto a la piscina. Pete la saludó agitando la mano; Ava le dirigió un corte de mangas. Se conocían desde hacía tiempo. Él le había solucionado un aborto a cambio de un fin de semana con Hughes. Pete era todo un hombre del Renacimiento: proxeneta, traficante de drogas, matón con licencia de investigador privado.

Hughes y él se conocían desde hacía muchííísimo.

Junio del 52. Pete Bondurant, ayudante del comisario del condado de Los Ángeles, responsable del turno de noche en la subcomisaría de San Dimas. Una noche de mierda: un negro condenado por violación que se había dado a la fuga, el calabozo de los borrachos abarrotado de huéspedes alborotadores…

Uno de los beodos le buscó las cosquillas: «Yo te conozco, tipo duro. Tú matas a mujeres inocentes y a tu propio…»

Había matado al tipejo a golpes, con sus puños desnudos.

La oficina del comisario silenció el asunto, pero un testigo presencial se chivó a los federales. El agente al mando en Los Ángeles bautizó al borracho como «el Fulano de los Derechos Civiles Violados».

Le dieron total apoyo dos agentes: Kemper Boyd y Ward J. Litte11. Howard Hughes vio la foto de Pete en el periódico y presintió que tenía aptitudes para guardaespaldas y matón. Consiguió anular la denuncia y le ofreció un empleo: sobornador, chulo, camello…

Howard se casó con Jean Peters y la instaló en una mansión para ella sola. Pete añadió a sus ocupaciones la de «perro guardián». Un perro que disfrutaba de la mayor caseta del mundo sin pagar alquiler: la mansión contigua.

–Me parece una institución deliciosa, Pete -opinaba Howard Hughes del matrimonio-, pero también me resulta incómoda la cohabitación. Explícaselo a Jean de vez en cuando, ¿quieres?Y si se siente sola, dile que siempre la tengo presente en mis pensamientos, por muy ocupado que esté.

Pete encendió un cigarrillo. Unas nubes cruzaron el cielo y los que holgazaneaban junto a la piscina tiritaron. El intercomunicador emitió una crepitación: Hughes lo llamaba.

Entró en el dormitorio. En la tele, con el volumen bajo, aparecía el «Capitán Canguro». Una iluminación mortecina en blanco y negro… y el Gran Howard envuelto en densas sombras.

–¿Señor?

–Cuando estamos solos, llámame Howard. Ya lo sabes.

–Hoy me siento servil.

–Querrás decir que te das pisto con tu querida, esa señorita Gail Hendee. Dime, ¿se lo pasa bien en la casa de vigilancia?

–Le encanta. La chica es tan especial para las casas como tú, y dice que veinticuatro habitaciones para dos personas suavizan bastante las cosas.

–Me gustan las mujeres independientes.

–No es verdad.

–Tienes razón -Hughes mulló las almohadas-. Pero el concepto de mujer independiente sí que me gusta, y siempre he intentado explotarlo en mis películas. Y estoy seguro de que la señorita Hendee es una excelente cómplice de extorsión y una magnífica querida. Bien, Pete, y acerca de esa reclamación contra la TWA…

Pete acercó una silla.

–Los que vengan con las citaciones no llegarán hasta usted. He comprado a todos los empleados del hotel y tengo a un actor instalado en un bungaló dos pisos más arriba. Ese hombre se parece a usted y viste como usted y tengo chicas entrando y saliendo de allí a todas horas para perpetuar el mito de que todavía jode usted con mujeres. Compruebo los antecedentes de todos los hombres y mujeres que solicitan trabajo aquí para asegurarme de que el departamento de Justicia no nos cuela un espía. Todos los jefes de turno del hotel juegan a la bolsa y, por cada mes que usted pasa sin recibir esas jodidas citaciones, les regalo veinte acciones de Hughes Tool Company a cada uno. Mientras siga en este bungaló, no le llegará ninguna y no tendrá que presentarse ante el tribunal.

Hughes tiró de la manta con pequeños movimientos de paralítico.

–Eres un hombre muy cruel.

–No, soy su hombre muy cruel, señor Hughes, y por eso me permite replicarle.

–Eres mi hombre, sí, pero aún conservas ese segundo empleo, un tanto charro, de detective privado.

–Eso se debe a que usted me atosiga. Y a que a mí tampoco me va mucho la cohabitación.

–¿A pesar de lo que te pago?

–Precisamente por lo que me paga.

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo, tengo una mansión en Holmby Hills, pero la escritura de propiedad es suya. Tengo un Pontiac cupé del 58, pero el permiso de circulación es suyo. Tengo un…

–Esto no nos lleva a ninguna parte.

–Howard, usted quiere algo. Dígame qué es y me encargaré de ello.

Hughes pulsó el mando a distancia. El Capitán Canguro desapareció con un parpadeo.

–He comprado la revista
Hush-Hush
. Mis razones para adquirir una revistucha de escándalos y difamaciones son dobles. Por un lado, he tenido tratos con J. Edgar Hoover y quiero consolidar mi amistad con él. A los dos nos encanta el tipo de chismorreos sobre Hollywood que difunde
Hush-Hush
, de modo que la compra de esa revista puede resultar un movimiento político hábil y, a la vez, placentero. En segundo lugar, está la política en sí. Para ser sincero, deseo tener la oportunidad de echar fango sobre algunos políticos que no me gustan; en especial, sobre esos donjuanes libertinos como el senador John Kennedy, que quizá le dispute la Presidencia a mi buen amigo, Dick Nixon, en 1960. Como sin duda sabrás, el padre de los Kennedy y yo fuimos rivales comerciales en los años veinte y, con franqueza, aborrezco a toda la familia.

–¿Y?-dijo Pete.

–Y sé que has trabajado para
Hush-Hush
como «verificador de noticias», de modo que sé que conoces esa faceta del negocio. Es una faceta que roza la extorsión, así que estoy seguro de que sabrás llevar el asunto como es debido.

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