Eisenhower tenía sangre negra (era un hecho constatado). Rin Tin Tin había dejado embarazada a Lassie. Jesucristo dirigía un prostíbulo para negros en Watts.
El asunto fue a peor. Pete anotó los datos de diecinueve solicitantes, todos ellos disparatadamente estrafalarios.
Sonó el teléfono. Debía de ser el chalado número veinte. Pete escuchó crepitaciones en la línea telefónica. Probablemente, era una conferencia de larga distancia.
–¿Quién es?
–¿Pete? Soy Jimmy.
–Jimmy, ¿cómo estás?
–En este momento, estoy helado. Aquí en Chicago hace frío.
Llamo desde la casa de un amigo y el calefactor está estropeado. ¿Estás seguro de que tu teléfono no está intervenido?
–Sí, estoy seguro. Freddy Turentine revisa todos los teléfonos del señor Hughes una vez al mes para comprobarlo.
–¿Entonces, puedo hablar?
–Adelante.
Hoffa se soltó. Pete sostuvo el teléfono lejos de la oreja, con el brazo extendido; así, le oía perfectamente.
–El comité McClellan me está atosigando, son como moscas sobre la mierda. Ese mamón, esa sabandija de Bobby Kennedy tiene a medio país convencido de que los camioneros son peores que los jodidos comunistas y nos está acosando a mí y a los míos, nos están friendo con citaciones judiciales. Y tiene investigadores arrastrándose por mi sindicato como…
–Jimmy…
–… como pulgas sobre un perro. Primero acosó a Dave Beck hasta echarlo. Ahora va a por mí. Bobby Kennedy es un jodido alud de cagadas de perro. Estoy construyendo ese complejo en Florida, el Sun Valley, y Bobby intenta seguir el rastro de los tres millones de dólares que lo financian. Imagina que los he cogido del fondo de pensiones de los estados del Medio Oeste…
–Jimmy…
–… y cree que puede utilizarme para conseguir que su hermano, el buscacoños, sea elegido presidente. Ese Bobby cree que James Riddle Hoffa es un jodido trampolín político. Cree que voy a ponerme a cuatro patas y a dejarme encular como un maldito maricón. Cree que…
–Jimmy…
–… que soy un marica como él y su hermano. Cree que voy a ceder como Dave Beck. Y por si todo esto no fuera suficiente, tengo una parada de taxis en Miami. Tengo empleados allí a un puñado de refugiados cubanos, fogosos y exaltados, y lo único que hacen es discutir que si el jodido Castro o que si el jodido Batista, como… como…
Hoffa resolló con un jadeo ronco.
–¿Qué quieres?-preguntó Pete.
Jimmy recobró un poco el aliento.
–Tengo un trabajo para ti en Miami.
–¿Cuánto?
–Diez mil.
–Acepto -dijo Pete.
Compró un pasaje para un vuelo nocturno. Utilizó un nombre falso y cargó el precio del asiento, en primera clase, a Hughes Aircraft. El avión aterrizó puntualmente, a las ocho de la mañana.
En Miami hacía un tiempo agradable y cálido.
Pete tomó un taxi hasta un local de alquiler de coches, propiedad de un camionero, donde recogió un Cadillac El Dorado nuevecito. Jimmy había movido sus hilos, pues no le pidieron fianza ni identificación alguna.
Bajo el salpicadero había una nota mecanografiada. «Pase por la parada de taxis: Flagler y Cuarenta y seis Noroeste. Hable con Fulo Machado.»
Con el mensaje venía un pequeño plano que indicaba las autopistas y calles que debía tomar.
Pete siguió las indicaciones. El paisaje se esfumó rápidamente.
Las casas amplias se volvieron más y más pequeñas. Los blancos conservadores dieron paso a gentuza blanca, negros e hispanos. La calle Flagler era una sucesión de escaparates impresentables.
La parada de taxis era de estuco a franjas atigradas. Los coches del aparcamiento estaban pintados con las mismas franjas atigradas y Pete se fijó en los hispanos de camisetas atigradas que esperaban en la acera, engullendo bollos y vino T-Bird.
Sobre la puerta, un rótulo anunciaba: «Tiger Kab. Se habla español.»
Pete aparcó justo delante. Los hombres tigre le abrieron paso cuchicheando entre sí. Pete irguió su más de metro noventa y dejó asomar el faldón de su camisa. Los hispanos vieron su arma y continuaron sus comentarios con creciente excitación.
Entró en la garita de recepción de mensajes. Bonito papel de pared: fotos de tigres desde el techo hasta el suelo. Imágenes del
National Geographic
. Pete estuvo a punto de soltar un alarido.
El encargado le hizo gestos de que se acercara. Pete se fijó en su rostro, cruzado de cicatrices de cortes de navaja como un tablero de tres en raya.
Pete acercó una silla. Caracortada se presentó.
–Soy Fulo Machado. Esto me lo hizo la policía secreta de Batista, así que écheme una buena mirada antes de nada y luego olvídese del asunto, ¿de acuerdo?
–Hablas un inglés muy bueno.
–Trabajaba en el Hotel Nacional, en La Habana. Un crupier norteamericano me enseñó. Pero resultó ser un maricón que intentaba beneficiárseme.
–¿Y qué le hiciste tú?
–El maricón tenía una cabaña en una granja de cerdos en las afueras de La Habana, donde llevaba a muchachitos cubanos para cepillárselos. Lo encontré allí con otro como él y los maté a los dos con mi machete. Luego, recogí todo el pienso de los comederos de los cochinos y dejé abierta la puerta de la cabaña. Una vez leí en la
National Geographic
que los cerdos hambrientos encuentran irresistible la carne humana en descomposición, ¿sabe?
–Fulo, me encantas -comentó Pete.
–Reserve su juicio para más adelante, por favor. Puedo ser muy voluble cuando se trata de los enemigos de Jesucristo y de Fidel Castro. Pete reprimió una expresión de disgusto.
–¿Ha dejado un sobre para mí alguno de los muchachos de Jimmy?-preguntó.
Fulo se lo entregó. Pete lo rasgó, impaciente. Bien: una simple nota y una foto.
«Anton Gretzler, 114 Hibiscus, Lake Weir, Florida (cerca de Sun Valley). OL48812.» La fotografía mostraba a un tipo alto, casi demasiado gordo para subsistir.
–Jimmy debe de confiar en ti -comentó Pete.
–Sí. Avaló mi permiso de residencia en el país, así que sabe que me mantendré leal.
–¿Qué es eso de Sun Valley?
–Es lo que se llama, creo, una «subdivisión». Jimmy está vendiendo parcelas a los miembros del sindicato de transportistas por carretera.
–¿Y quién, a tu juicio, tiene más influencia en estos tiempos: Cristo o Castro?
–Yo diría que actualmente hay empate.
Pete se registró en el Eden Roc y llamó a Anton Gretzler desde una cabina telefónica. El gordo accedió a un encuentro: a las tres, a la entrada de Sun Valley.
Tras una cabezada, Pete acudió a la cita con adelanto. Sun Valley era una mierda: tres caminos de tierra asomaban entre las ciénagas a cuarenta metros de la autopista interestatal. La zona estaba parcelada en solares del tamaño de cajas de cerillas con separaciones de basura y chatarra. Los marjales marcaban el perímetro; Pete vio varios caimanes al sol.
La tarde era cálida y húmeda. Un sol perverso recocía la vegetación hasta agostarla. Pete se apoyó en el coche y estiró un poco los músculos. Un camión pasó arrastrándose por la carretera, entre eructos de vapor. El hombre del asiento del pasajero agitó las manos como si pidiera auxilio. Pete se volvió de espaldas y dejó que los idiotas pasaran de largo.
Una ráfaga de viento levantó nubes de polvo. El camino de acceso se nubló. Un gran sedán se desvió de la Interestatal y avanzó a ciegas.
Pete se hizo a un lado. El coche frenó en seco y el gordo Anton Gretzler se apeó. Pete avanzó hacia él.
–¿Señor Peterson?-preguntó Gretzler.
–El mismo. ¿Señor Gretzler?
El gordo le tendió la mano. Pete no se movió.
–¿Sucede algo? Me ha dicho que tenía mucho interés en verme, ¿no?
Pete condujo al gordinflón a un claro de la marisma. Gretzler captó enseguida la insinuación: no te resistas. Unos ojos de caimán asomaron del agua.
–Fíjate en mi coche -Pete lo tuteó-. ¿Tengo aspecto de ser uno de esos pardillos del sindicato dispuesto a comprar una casa prefabricada de baja calidad?
–Pues… no.
–Entonces, ¿no crees que estás dejando en mal lugar a Jimmy al enseñarme esta mierda de parcelas?
–Bueno…
–Jimmy me ha contado que tiene un buen bloque de casas por aquí, casi a punto para la venta. Y tú tenías instrucciones de esperar y enseñárselas a los camioneros.
–Bueno… He pensado que…
–Jimmy dice que eres un tipo impetuoso. Dice que no debería haberte aceptado como socio en este asunto. Dice que le has contado a cierta gente que él había tomado dinero prestado del fondo de pensiones del sindicato y que se había quedado una parte. Dice que te has chivado de lo de ese fondo como un capullo.
Gretzler se encogió. Pete lo agarró por la muñeca y se la quebró. Los huesos se astillaron y asomaron a través de la piel. Gretzler intentó gritar, pero se contuvo y permaneció mudo.
–¿Has recibido alguna citación del comité McClellan? Gretzler hizo gestos de asentimiento, frenético.
–¿Has hablado con Robert Kennedy o con sus investigadores?
Cagado de miedo, Gretzler dijo que no con la cabeza.
Pete escrutó la carretera. No había coches a la vista, ni testigos…
–POR FAVOR -gimió Gretzler.
Pete le voló los sesos en mitad de una jaculatoria.
(Filadelfia, 27/11/58)
Kemper Boyd
El coche: un Jaguar XK-140 deportivo, británico, con asientos de cuero entre verde y tostado. El garaje: subterráneo y en completa calma. El trabajo: robar el Jaguar al FBI y enredar después al estúpido que le había pagado para que lo hiciera.
El hombre abrió la portezuela del lado del conductor e hizo un puente con los cables de encendido. La tapicería despedía un intenso aroma; el cuero auténtico elevaría el precio de «reventa» a la estratosfera.
Condujo el coche hasta la calle y esperó a que el tráfico le permitiera pasar. El aire frío empañó el parabrisas.
El comprador estaba en la esquina. Era una especie de Walter Mitty, un mirón de crímenes que tenía que contemplarlos de cerca.
El ladrón de coches asomó del garaje. Un coche patrulla le cortó el paso. El comprador vio lo que sucedía… y huyó.
Los policías de Filadelfia se desplegaron empuñando armas largas y gritaron las órdenes de rigor al ladrón: «¡Salga del coche con las manos en alto!» / «¡Salga ahora mismo!» / «¡Al suelo!»
El hombre obedeció. Los agentes le echaron encima toda la parafernalia: esposas, grilletes y cadenas. Lo cachearon y lo pusieron en pie con brusquedad. El ladrón se golpeó la cabeza contra la luz cereza de un coche patrulla…
La celda le resultó familiar. Bajó las piernas de la litera y proclamó enseguida su verdadera identidad.
Soy el agente especial Kemper C. Boyd, del FBI, infiltrado en una organización interestatal de robo de coches.
No soy Bob Aiken, ladrón de coches por cuenta propia.
Tengo cuarenta y dos años. Estoy graduado en la facultad de Derecho de Yale. Soy un veterano con diecisiete años de servicio en el Cuerpo y una hija en la universidad… y soy ladrón de coches autorizado por el FBI desde hace mucho tiempo.
Reconoció la ubicación de la celda: nivel B, edificio de los Federales en Filadelfia.
Le latía la cabeza. Le dolían las muñecas y los tobillos. Hizo una última declaración para reafirmar su identidad.
He manipulado pruebas de robos y he sacado dinero de ello durante años. ¿ESTO ES COSA DE ASUNTOS INTERNOS?
Vio las celdas vacías a ambos lados del pasillo. Observó unos papeles sobre el retrete: maquetas de periódico encabezadas por titulares a toda plana:
«Ladrón de coches sufre ataque cardíaco bajo custodia federal» / «Ladrón de coches fallece en una celda del Edificio Federal». Debajo, venía el texto de la noticia:
Esta tarde, la Policía de Filadelfia ha llevado a cabo una audaz detención a la sombra de la pintoresca plaza de Rittenhouse Square.
Respondiendo a una denuncia efectuada por un informante anónimo, el sargento Gerald P. Griffen y cuatro agentes más han capturado a Robert Henry Aiken, de 42 años, cuando acababa de robar un caro Jaguar de importación. Aiken no opuso resistencia a la detención y…
Escuchó un carraspeo y una voz:
–¿Señor?
Kemper levantó la vista. Un funcionario abrió la puerta de la celda y le franqueó el paso.
–Puede salir por la puerta de atrás, señor. Hay un coche esperándolo.
Kemper se adecentó la ropa y se alisó los cabellos. Salió por la puerta de servicio y vio una limusina gubernamental que bloqueaba el paso.
Aquella limusina…
Kemper subió a la parte de atrás.
–Hola, señor Boyd -dijo J. Edgar Hoover.
–Buenas tardes, señor.
Una mampara se levantó y dejó aislada la parte trasera del vehículo. El chófer puso en marcha el coche. Hoover carraspeó.
–Su misión de infiltración ha terminado bastante precipitadamente. La policía de Filadelfia ha actuado con cierta brusquedad, pero tiene merecida fama de portarse así y, de haberlo hecho de otro modo, no habría resultado verosímil.
–He aprendido a mantener el tipo en situaciones así. Estoy seguro de que la detención ha resultado creíble.
–¿Ha fingido acento de la Costa Este para su papel?
–No; he utilizado el habla del Medio Oeste. Aprendí el acento y los giros de la región cuando trabajaba en la oficina de St. Louis y pensé que se ajustarían mejor a mi aspecto físico.
–Tiene razón, por supuesto. Personalmente, no me atrevería a rectificarle en nada relativo a personificar a un criminal. Esa chaqueta deportiva que lleva, por ejemplo. No la aceptaría como indumentaria habitual para un agente, pero es muy adecuada para un ladrón de coches de Filadelfia.
Ve al grano, jodido entrometido…
–De hecho, agente Boyd, usted siempre ha vestido con distinción. O quizá sería más exacto decir «con lujo». Para ser franco, ha habido ocasiones en que me he preguntado cómo podía costearse un vestuario como el suyo con su sueldo.
–Debería ver mi apartamento, señor. Lo que sobra en mi guardarropía, falta en todo lo demás.
Hoover soltó una risilla.
–Debe de ser así, porque dudo que le haya visto dos veces con el mismo traje. Estoy seguro de que las mujeres, a las que tan aficionado es, apreciarán ese gusto suyo para la vestimenta.
–Así lo espero, señor.