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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (24 page)

—A mí la senda trillada no me interesa lo más mínimo —replicó Carmen—. Yo quiero ser creativa.

—Una cosa es ser creativa y otra ser experimental —dijo Gus—. Monta un restaurante y experimenta todo lo que quieras, pero no en mi programa. Tenemos suerte de que algún espectador volviese a sintonizarnos después de haber preparado esa ensalada de pulpo.

—Bueno, si de verdad nos han visto esta noche, habrán podido disfrutar de un pedazo de programa —exclamó Carmen—. Casi conseguimos que todo saliera de fábula. ¡Por una vez no la liaste! Pero entonces tuvo que venir tu hijita, la malhumorada, a fastidiarlo todo con su gracia de prenderle fuego al maldito hervidor.

Fue derecha a por Aimee, la cogió del cuello de la blusa y la llevó medio a rastras en dirección a Porter, pero antes de conseguir su objetivo, la hija mayor de Gus se quitó de encima las manos de la ex Miss y de una patada la tiró al suelo.

—Quiero que desaparezca del programa —exigió Carmen, que había aterrizado sobre el trasero—. ¡Ahora mismo!

Para ser una mujer tan delgada, estaba bien fuerte, pensó Aimee mientras trataba de recuperar el aliento. El cuello de su blusa estaba desgarrado.

—De eso nada —replicó Gus, que sabía muy bien que a su hija le entusiasmaría no tener que volver a salir en pantalla. Se volvió hacia ésta—. Tú, siéntate —le dijo, y la sentó a la fuerza en uno de los sillones de la ventana en saliente. No iba a permitir, ni mucho menos, que esa reina de la belleza mangonease a Aimee—. Si vuelves a tocar a mi hija, te herviré en aceite —dijo en voz baja, arrimando la cara a Carmen—. Y, tranquila, que me aseguraré de que sea aceite de oliva español.

—¡Apártate de mí, zorra! —exclamó, insultándola en su propia lengua. La joven empezó a llorar y a gritar al mismo tiempo—. ¡Sal de aquí, sal de aquí!

Gus comenzó a hablar sin dirigirse a nadie en particular.

—Yo tenía un programa que estaba muy bien —dijo, hablando hacia la sala en general—. Trabajaba mucho. Le dedicaba muchas horas. Así durante doce años. ¿Y cómo me lo pagan? Con una Carmen Vega. Una estúpida prima donna que sabe repartir pullas a diestro y siniestro, pero que ella misma no las puede aguantar.

—¡Sal de aquí! —repitió Carmen apretando los dientes.

—No —dijo Gus, que fingía mantener la calma, pese a que sus orejas rojas delataban que estaba a punto de reventar—. Porque ésta no sólo es mi cocina y, créeme, cualquier espectador sabe que es mi cocina, sino porque nos encontramos todos en mi casa en estos momentos. En la casa de la que yo soy la dueña. La casa de la que voy a echarte de una patada en tu maldito culo. A no ser que Aimee quiera hacerlo por mí, claro. ¿Cariño?

Sentada en su sillón, su hija, muda por una vez, miraba a su madre con los ojos como platos.

—No hace falta que os peleéis —tercio Hannah—. Yo no quiero salir en la tele. De verdad. Ha sido un accidente.

—Oh, no, no lo ha sido —replicó Carmen, todavía en el suelo—. Gus encargó a Aimee que hiciera lo que hizo a propósito.

—¿Tú te crees que iba a quemar mi propia cocina intencionadamente? —gritó Gus—. ¿Sabes lo que te pasa? Que estás loca. Desequilibrada. Desquiciada.

—Creo que a todos nos vendrá bien marcharnos a casa y descansar un poco —sugirió Oliver enfáticamente, sujetando a Carmen por los hombros. Le sacaba una cabeza de estatura por lo menos, así que no le costó mucho mantenerla inmovilizada.

—Suéltame —gimió ella.

—Mirad, vamos a dejar enfriar un poco la cosa —dijo Oliver—. Acabamos de vivir una noche un poco disparatada, nada más. Mañana será otro día.

El lunes amaneció con todo el personal de relaciones públicas de Canal Cocina trabajando a toda máquina, danzando alrededor del tema de la repentina aparición de Hannah en el programa.

Ella y Gus estaban sentadas en sus sillones de la ventana en saliente, con Salt y Pepper en el regazo, viendo cómo la patrulla de limpieza que Porter había enviado a la casa limpiaba los destrozos del fogón y del techo.

—Ya está ahí fuera —dijo Hannah—. Lo mío.

¿Resulta liberador que suceda aquello que más habías temido que ocurriese? ¿Te hace sentir que todos tus miedos y todas las malas noches pasadas fueron una bobada? ¿Un esfuerzo desperdiciado? No —pensó Hannah—, no te hace sentir así. A ella la hacía sentir como si estuviese recibiendo un castigo por haber bajado la guardia. Se había pasado toda la noche siguiendo la última hora de las noticias en el ordenador y en los dos televisores del despacho que se había montado en el salón comedor de su casa, armándose de valor para contemplar cómo volvían a sacar otra vez a la luz su pasado.

—A veces el sufrimiento sólo es sufrimiento —le dijo a su amiga—. No te vuelve más fuerte. No sirve para forjar tu carácter. Sólo duele y nada más.

—Lo sé —dijo Gus, y Hannah sintió ganas de abrazarla, aunque, por supuesto, no lo hizo.

Bebieron a sorbos el café mientras los operarios rascaban el blanco techo para eliminar todas las manchas negruzcas y dejarlo inmaculado de nuevo. Ni rastro de la fealdad. Todo bien limpito.

Hannah se preguntó si su padre vería Canal Cocina, si volvería a ponerse en contacto con ella, si le enviaría una carta o un mensaje electrónico. Aunque parecía poco probable, y no sólo porque no tenía su dirección electrónica.

Porter convenció al equipo de relaciones públicas para que presentasen el episodio de la llamarada provocada por Aimee como un elemento de un programa muy especial sobre seguridad doméstica frente a incendios.

—Menudo disparate —dijo Gus cuando el productor ejecutivo la llamó a casa para pedirle que no cogiese el teléfono si la llamaban los medios de comunicación—. ¡Estuvimos a punto que incendiar mi cocina!

—Si el público está dispuesto a comprar esta historia, es lo que vamos a venderles —dijo él—. Mira, estamos recibiendo llamadas de todas partes: sale un hervidor ardiendo una noche, y Comer, beber y ser aparece mencionado en todos los programas, desde Entertainment Tonight hasta la CNN. Por no hablar de su ascenso al puesto número uno de los vídeos más vistos en YouTube.

—Yupi —dijo ella—. Debe haber pocas noticias hoy. Cuánto me alegro de que todos los años que llevo trabajando de presentadora de televisión me hayan traído hasta aquí. Mi reputación va a quedar a la altura de betún.

—Oh, no, Gus, no lo entiendes. Esto va a potenciar tu buena onda.

—¿Acaso necesito tener más buena onda?

—Todos necesitamos tener un poco más de buena onda. Es la nueva publicidad. Carmen y tú y todos los demás os estáis haciendo famosos sólo por ser estúpidos.

Gus se quedó muda.

—Mira, os van a hacer una entrevista en Regis and Kelly sobre la importancia de tener un extintor en la cocina —le explicó Porter—. Vais a ir allí las dos, tú y Carmen, felices de estar juntitas, debería añadir, y vais a mostraros de lo más animadas. Y cuando alguien os pregunte si la mujer que apagó el fuego era Hannah Joy Levine, quiero que las dos os quedéis sonriendo como la Mona Lisa.

Al término de la semana Carmen y Gus habían acudido a varios programas matutinos y a varios programas de debate de última hora de la noche y se habían visto obligadas a redactar crónicas asépticas de su testimonio «entre bambalinas» para los blogs del sitio web de Canal Cocina. («Carmen es ciertamente única», puso Gus, con Hannah mirando desde detrás para ir editando el texto mientras masticaba barritas de regaliz.).

Incluso habían sido informadas, por Alan a través de Porter, de que se contaba con las dos para desempeñar el papel de jurado en la emisión actual de El reino de la cocina, un programa en el que dos restauradores se veían las caras en una competición consistente en preparar una comida con un ingrediente insólito. El ganador se llevaba la corona de Chef Real.

No era uno de los espacios predilectos de Gus de la parrilla de Canal Cocina, un dato que hasta entonces se había guardado discretamente para sí.

—Intuyo que el ingrediente secreto será pulpo, ¿no? —le dijo a Porter. Hasta consiguió poner cara de que le hacía gracia.

—Puedo colar una petición especial para el productor del programa —dijo él.

—No, gracias. He estado tirando lo suficiente de mi considerable energía para protegerme de la maldad de Carmen. Tardaré un tiempo en volver a disfrutar del pulpo igual que antes.

En El reino de la cocina, las dos presentadoras de Comer, beber y ser aparecieron sentadas juntas, pegadas por la cadera como habían estado apareciendo desde hacía más de una semana. Las dos aguardaban con semblante sombrío, una al lado de la otra, hasta que alguna de las dos reparaba en que alguna cámara se desplazaba para enfocar la mesa del jurado, y le propinaba a la otra un toque en la rodilla. Entonces, al unísono, levantaban la vista, mostraban la mejor de sus sonrisas y fingían que charlaban moviendo los labios como si estuviesen enfrascadas en una chispeante conversación sobre gastronomía. En realidad, no se estaban diciendo literalmente nada.

Jeffery Steingarten, el crítico gastronómico de The New York Times, completaba el panel de jueces, y se las quedaba mirando de un modo bastante descarado mientras ellas seguían con su «charla» silenciosa. «Vaya par de bichos raros», les había dicho, lo cual había avergonzado e irritado a Gus. Ella le dijo que estaba reservando la voz para cuando saliera en pantalla.

El ganador de El reino de la cocina de la semana anterior, propietario de un restaurante en Chicago, iba a vérselas con un popular chef español: Karlos Arguiñano.

—No vayas a votar contra él sólo porque venga de España —susurró Carmen entre dientes, tapándose el micro que tenía prendido en el vestido, cuando llegó el momento de escribir la puntuación.

—Querida, lo que no alcanzas a entender es que a mí me encantaría comerme tu comida si no tuviera que verte o hablar contigo nunca más —replicó Gus—. Sólo porque me caigas de pena, y así es, no significa que no me guste tu comida.

Pero el repipi numerito estaba resultando agotador: estaba más disgustada que nunca con la presencia de Carmen en su vida. Esa mujer le había dejado bien claro que no iba a ponerle las cosas fáciles cuando estuviesen trabajando juntas. Sabrina seguía dándole evasivas. Y Aimee vivía mortificada con la riada sin fin de correos electrónicos que le estaban llegando de antiguos compañeros de instituto que estaban viendo el vídeo en Internet. Gus estaba furibunda y temía que todas las personas que le importaban en la vida estuviesen enfadadísimas con ella. Sólo Troy que había visto un sustancial incremento de visitas a la página web de FarmFresh, se sentía remotamente feliz. Y seguía suspirando por Sabrina, se lo notaba en la voz cuando él se negaba a hablar del tema con ella.

Le dio por llorar en la ducha, donde le resultaba más seguro soltar sollozos, y cuando no podía conciliar el sueño, se dedicaba a preparar bizcochos de chocolate o barritas de avena o galletas chiclosas hasta altas horas de la noche. Salt y Pepper gozaban con la compañía nocturna y Hannah se presentaba cada mañana obedientemente para comerse su producción nocturna.

Molida y malhumorada, Gus se sorprendió deseando que alguna celebridad adolescente le pillase el pie a un paparazzi con el coche o que alguna estrella de cine (cualquiera podría servir) se pusiera una camiseta holgada para iniciar de pronto otra cuenta atrás relacionada con la llegada de un bebé. Cualquier cosa, con tal de que los periodistas del mundo del cotilleo tuviesen otro tema sobre el que escribir que no fuera ella y Carmen y su genial programa a dúo. Era ridículo. Si hasta Kelly Ripa les había dicho que eran un maravilloso ejemplo de lo que se entiende por «las chicas al poder».

—¿Chicas al poder? —había dicho Gus—. Qué interesante.

—Gus ya no es ninguna chica —había soltado Carmen, con una dulzura empalagosa.

Todas las entrevistas habían resultado así con ella. Era agotador.

—¿Por qué todo el mundo ha armado tanto revuelo con esto del fuego? —preguntó después, esa misma semana, mientras se arrastraba hasta los estudios de Canal Cocina para grabar unos cuantos anuncios promocionales. Alan había empezado a bombardear con publicidad de Comer, beber y ser durante las pausas de otros programas, y hasta había comprado espacios publicitarios a otros canales de televisión por cable.

—Porque tiene su gracia, y además no hubo daños graves —respondió Oliver—. Aparte del hecho de que Carmen es guapa y tú estás cañón.

—Ja, ja, ja —replicó Gus, antes de llamar a voces a Porter—. ¿Por qué aquí Don Limpio no tiene que salir en ninguna de las entrevistas?

—No sufras, ya le explotaremos cuando llegue el momento —respondió el productor—. Pero ahora mismo lo que quieren los fans es verte a ti y a Carmen. Bueno, y a Hannah, pero ésa es otra historia.

—No lo va a hacer, Porter —dijo ella, que había telefoneado ya a Alan para tratar de convencerle.

—Esa es más lista que el hambre —comentó Carmen entre dientes, mientras ponía a cámara una sonrisa falsa muy ensayada.

—A todos nos encanta ver buena televisión —le estaba diciendo Porter a Alan ese mismo día, horas después, en su despacho—. Pero también sentimos curiosidad cuando vemos un accidente en la carretera. Y Comer, beber y ser se está transformando justamente en eso.

—Alegrar un poquito el menú ha sido una táctica interesante —dijo Alan, como si no hubiese sido idea suya—. De ese modo Gus no ha tenido más remedio que salir de su caparazón.

—Estaba inconmensurable. Ágil, como en los viejos tiempos. Eso me gustó.

—Cuando se pone, se pone. Yo hago campaña por ella incluso cuando ella misma ni se lo imagina.

—Y no podríamos haber planeado nada mejor que lo del hervidor en llamas —añadió Porter.

—La locura que ha desatado en los medios ha sido buena para el canal —estuvo de acuerdo Alan.

—Pero no quiero que esto se convierta en un programa de trucos, intencionados o no. Tenemos que encontrar nuestro propio ritmo. Y Carmen y Gus… —Porter dejó ahí la frase.

—Que vamos directos a un choque en cadena, quieres decir, ¿no?

—El equipo tiene que aprender a trabajar codo con codo. De lo contrario, la última entrega de nuestra minitemporada va a acabar en una pelea de tomates. Literalmente.

Aunque el equipo al completo de Comer, beber y ser no solía verse entre una emisión y otra, Porter convocó a todo el mundo a una reunión extraordinaria el lunes por la noche. Carmen, Oliver, Troy, Sabrina y Aimee se sentaron alrededor de una mesa alargada, mientras Hannah, a la que Alan no paraba de acribillar —en un sentido puramente profesional— con cestas repletas de chocolatinas Tootsie Rolls, se encontraba presente a través de una videoconferencia, sentada junto a Gus en su biblioteca.

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