Amigas entre fogones (26 page)

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Authors: Kate Jacobs

—Muy bueno —dijo, y consultó su sujetapapeles—. Carmen. Estupendo, pandilla, entonces mañana a las siete tenéis deportes de equipo.

—Yo por las mañanas no funciono —dijo Sabrina.

—Otro punto muy bueno —dijo Gary—. Pero no es opcional. —Se puso a repartirles unas fotocopias—. No me odiéis, pero esta noche tenemos algunos deberes.

Troy puso cara de desánimo al recibir su montón de hojas.

—¿Qué con…?

—Buena pregunta, Oliver —dijo Gary, demasiado alto.

—Yo soy Troy, el coreano de la mata espesa de pelo, ¿sí? —Se lo dijo con cara de chufla—. Oliver es ese de ahí, el que es muy blanco y muy calvo.

—Oh, es verdad, es verdad —respondió Gary—. Perdonad el despiste. Vais a tener que ayudarme un poco con los nombres durante un día o dos.

—¿No ha visto nuestro programa? —preguntó Carmen.

—Parte de la razón por la que Alan escogió a Gary es que no es un fan —les explicó Porter—. Una pizarra en blanco, si os gusta más así.

—Y parte de vuestros deberes consiste en responder a este cuestionario personal —dijo Gary al tiempo que repartía lápices de una caja—. Después contestaréis un segundo cuestionario sobre vuestros compañeros de equipo, aportando toda clase de detalles jugosos. Así pues, ¡adelante, equipo!

—Esto no tiene nada que ver con el deporte —dijo Aimee—. Mira, nosotros en realidad no somos un equipo.

—Lo sé —respondió Gary—. Para eso estoy yo aquí, para arreglarlo.

Carmen se había puesto un camisón rosa y se había hecho un ovillo en la cama, pero no se había tomado la molestia de rellenar los cuestionarios de ese memo de Gary. Ni siquiera estaba segura de tener aún el lápiz que le había dado. ¿De verdad esperaba que le devolviese las preguntas contestadas? Pensó en telefonear a su publicista para quejarse de la ridícula situación por la que estaba siendo forzada a pasar, pero también se daba cuenta de que no podía hacer nada y, además, eran más de las once de la noche del viernes del fin de semana festivo del mes de mayo. Hasta Carmen Vega tenía sus límites, ¿no?

Había llamado a Oliver por teléfono varias veces, tanto a su habitación como al móvil, pero no había respondido a sus llamadas. Cuando Gary les dejó marchar a todos, Oliver y Troy se habían ido a la sala de juegos y suponía que posiblemente allí seguirían. Jugando al come-cocos y cosas así. Oliver, como bien sabía ella, tenía en el salón de su propio piso de Tribeca una consola de marcianitos; fue el regalo que se había hecho a sí mismo cuando se sacó el título del Instituto Culinario.

Se puso sus zapatillas de deporte, unos pantalones finos de algodón y un cárdigan encima del camisón, cogió la tarjeta de la habitación y salió.

Veinte minutos después, tras descubrir que la sala de video-juegos cerraba esa noche y no haber encontrado a Troy o a Oliver por ninguna parte (y sin conseguir que este último cogiese el móvil, una vez más), Carmen se dirigió a la puerta del hotel para salir.

—¿Tomando un poco de aire de la noche, señora? —le preguntó el chico encargado del mostrador de recepción. Ella le saludó con la mano, se abotonó la chaqueta y se preparó para recibir una ráfaga de aire frío. Sin embargo, había sido un día caluroso y la noche estaba templada.

Se paseó unos minutos por el exterior de la recepción del hotel y luego echó a andar hacia los jardines sin rumbo fijo. Estaba sola y se sentía bastante valiente para vagar sin compañía por un entorno desconocido. Al cabo de un rato llegó a las canchas de tenis del complejo turístico; franja tras franja de cemento verde. Allí, sentada en un banco, con la cabeza inclinada sobre las rodillas, vio a una persona en chándal gris, con la capucha puesta, que de alguna manera le resultó familiar. A sus pies había una raqueta de tenis.

—¿Conque sales de tu escondite? —preguntó Carmen en dirección a la bola de algodón.

—No estoy segura —respondió Hannah, que levantó la cabeza para dejar la cara al descubierto—. No he pasado de aquí.

—¿No te has registrado en el hotel entonces?

—No.

Carmen se sentó a su lado.

—¿Cómo has llegado?

—En coche. En mi Miata rojo de 1990, el que me compré después de ganar el Open de Estados Unidos. Mi permiso de conducir ni siquiera está en vigor.

—Bueno, no se lo contaré a Gus. Estoy segura de que no le hará ninguna gracia.

—Gus es la que me llamó —dijo Hannah—. Me telefoneó esta noche para decirme que tenía suerte de no estar aquí. Me contó que tenéis a un tal Gary, un tipo bajito que os va a obligar a todos a participar en una serie de jueguecitos.

—Y no has podido resistir la tentación, claro —dijo Carmen, y levantó las cejas—. Este fin de semana va a ser una tremenda pérdida de tiempo.

—Pensé que quizá podría venir a echarle una mano a Gus, supongo. En realidad, no lo sé. Hacer planes no es precisamente lo mío.

—¿Lo tuyo no es vivir como una reclusa o algo así? —Carmen se apretó los cordones de las zapatillas—. Yo he procurado no seguir las noticias. Prefiero ver las cosas con mis propios ojos.

—Gracias a Dios.

—Ser famosa no es algo tan fantástico como lo pintan, ¿verdad?

—Totalmente de acuerdo —respondió Hannah.

—Entonces, ¿a qué te dedicas cuando no estás apagando incendios en casa de Gus?

—Escribo. Artículos sobre salud en su mayor parte, pero a veces escribo también sobre relaciones y sobre la crianza de los hijos. Nada de deportes, vaya.

—Eso es ser un genio —dijo Carmen—. ¡Una mujer que vive temiendo que la encuentre un periodista se convierte ella misma en periodista!

—Reconozco que no lo había pensado así. —Hannah comprobó el peso de la raqueta en las manos—. En público, nadie se puso de mi lado, ¿sabes? Pero en privado hubo personas que me echaron un cable. Así fue como conseguí mi primer encargo como articulista, un periodista deportivo me recomendó.

—¿Te pusiste a escribir sobre tenis?

—No, sobre chollos de viajes de verano. Me dediqué a llamar a cadenas de hoteles y a averiguar qué ofertas especiales tenían. Prácticamente no gané nada, a diez céntimos por palabra.

—Pero era un trabajo. —Carmen pensó en cuando vivía en aquella casita de invitados de California, sin saber adónde acudir.

—Así es —reconoció Hannah—. Aprendí a ejercer de reportera a base de hacerlo. Y fue también una cosa buena, porque yo nunca fui a la universidad.

—Yo estudié en una escuela de cocina —dijo Carmen—. Pero no empecé hasta después de todos esos concursos de belleza y demás aventuras. No como Gus, que sí ha salido de una universidad.

—A lo mejor crecemos más deprisa cuando tenemos que trabajar. —Hannah se encogió de hombros.

—Qué pena que no me haya traído la raqueta —dijo Carmen—. Sé jugar un poco.

—¿Ah, sí? —Hannah dirigió la mirada a la cancha—. Yo hace años que no juego.

—Pero guardaste la raqueta.

—Tengo diecisiete raquetas muertas de risa en el armario de la habitación de invitados —explicó—. No podía tirarlas. Me ha dado miedo hasta tocarlas.

—Juguemos —dijo Carmen—. Venga, vamos. —Levantó a Hannah tirando de ella.

—No tienes raqueta. Y no tenemos pelotas.

—Pelotearemos un rato nada más. Con la imaginación. —Carmen se fue hacia el otro lado de la red, lanzó una pelota imaginaria al aire con la mano derecha y la golpeó con la izquierda.

Hannah la miraba sin moverse de su sitio.

—Vale, punto para mí —dijo Carmen—. Si ni siquiera vas a hacer el intento de devolvérmela, voy a ganar por ausencia de contrincante.

Sirvió de nuevo.

—Ace! —exclamó—. ¡Caramba, soy buena!

Con unos pasitos rápidos Hannah se colocó en el otro lado de la red.

—¿Hay arbitro?

—Por supuesto. ¿No le ves ahí, en la silla? Lo que me pone a cien son los pesados esos que están tratando de distraerme. Deben de ser tus fans.

—Ja! De ésos ya no quedan —dijo Hannah, conectando mentalmente con el servicio de Carmen. Todos los músculos de su cuerpo parecían estar despertando de un largo letargo, cada paso que daba le traía un recuerdo.

—Los fans están aquí —dijo la ex Miss al tiempo que se lanzaba a por la pelota—. Falta mía. Sirves tú.

—Esto es de locos —dijo Hannah, pero se arqueó hacia atrás para lanzar la pelota imaginaria al aire. Dio un raquetazo por primera vez en quince años, y un gemido le brotó de dentro al hacerlo—. Aaaaah —gritó, sintiendo el sufrimiento.

—Tuya otra vez —voceó Carmen desde el otro lado de la red—. A la esquina de tu derecha.

Hannah corrió a por la pelota, notando el peso de la raqueta y recurriendo de manera instintiva a un revés.

—¡Ve! —gritó a la pelota, a esa pelota de tenis que sólo estaba en su imaginación.

Carmen corrió a la red.

—Remate —dijo, prácticamente danzando por la cancha.

—Se te ha ido al quinto pino por la izquierda, ha rebotado detrás de tu cabeza —gritó Hannah, mientras Carmen corría hacia atrás en dirección a la línea.

—¡Entró! —gritó a voz en cuello—. El punto es tuyo.

Hannah se quedó inmóvil en su lado de la cancha, conmocionada, con unos lagrimones rodándole por la cara, mientras le brotaba de lo más profundo un grito.

—¡Malditos sean! —chilló mientras Carmen trotaba por la cancha en dirección a ella—, ¡Malditos sean todos!

Permanecieron sentadas un buen rato, una junto a la otra, en el banco de dentro de la cancha de tenis.

—Aunque no lo parezca, soy una mujer fuerte —dijo Hannah—. No siempre estoy hecha un guiñapo.

—Es evidente que no. Dos Wimbledon, el Open de Estados Unidos y el de Australia. Está bastante bien.

—Pero ningún Grand Slam.

—Yo también hago eso —dijo la española—. También me quito méritos. Esta salsa no pica lo suficiente, Carmen. A esta croqueta le falta gancho. Me critico, me critico, me critico.

—Siempre he creído que lo mejor es hablar cara a cara con mis contrincantes —dijo Hannah—. En mi opinión, tu jugarreta del pulpo estuvo mal.

—Era una broma.

—No. Cuando se trata de una emisión televisiva en vivo y en directo no hay sitio para bromas. A nadie la hace gracia ser víctima de una cámara oculta. Sólo lo fingen.

—Todo vale en la cocina.

—¿Tú crees? —Hannah no estaba convencida—. Las cosas pueden llegar rápidamente demasiado lejos si te pones a racionalizarlas. Te lo digo por experiencia.

Carmen se cruzó de brazos.

—El pulpo puede estar riquísimo, ¿sabes? Como los erizos de mar, las angulas, montones de tipos de marisco que aquí no son comunes. Mi madre hace un guiso de marisco que huele tan bien que se te hace la boca agua en cuanto notas su aroma.

—Qué bien —repuso Hannah, antes de reconocer la verdad—. Yo odio probar cosas nuevas. No me gustaría probar ese guiso.

—El mero hecho de que sea diferente de lo que estás acostumbrada a comer no lo convierte en algo malo —rebatió Carmen—. Yo no quería incluir la sangría en aquel programa.

—Sin embargo, todo el mundo piensa que sangría y paella es lo típico de España. A mí me pareció un gesto de generosidad por parte de Gus que prepararais unas recetas españolas.

—Sí, pero en realidad esas recetas no representaban la gastronomía de mi país —replicó Carmen—. La sangría es para las noches de fiesta. Para los adolescentes. Y nunca en toda mi vida he bebido sangría blanca.

—¿Pues qué habrías preparado tú?

—Nada —respondió Carmen—. Simplemente habría servido un buen vino, un albariño tal vez.

—Hay que crear algo mientras las cámaras graban —dijo Hannah—. No puedes limitarte a servir vino de una botella.

—Bueno, a lo mejor habría ofrecido una merienda típica, como el chocolate con churros —dijo—. Viene a ser como tomar chocolate derretido a cucharadas.

—¡Eso me suena bien!

—Sí —dijo Carmen, y le palmeó el brazo en un gesto amistoso—. Te lo prepararé un día de éstos y ya verás.

—Pensaba que no me querías en el programa.

—Oh, y es cierto. Te encerraría en una cámara frigorífica si pensase que ibas a participar de manera habitual. —Sonrió para demostrarle que estaba de broma—. Te prometo que no te mataré. Sólo porque no quiera que otro más me robe la atención que me he ganado a pulso no significa que no me caigas bien.

—Tú no eres así de amable —dijo Hannah, con actitud aprobatoria—. Tú eres una competidora.

—La amabilidad es para las fiestas elegantes y para las despedidas de soltera. —Carmen dobló el brazo y sacó músculo—. La dureza y los reflejos es lo que se necesita para el arduo trabajo diario. A mí las mujeres americanas me parecen raras.

—¿Por qué?

—Quieren gobernar la casa con mano de hierro y luego dejan que en la oficina todo el mundo les pase por encima —dijo—. Yo no vivo así. Es de locos.

—Creen que están siendo amables, estoy segura.

—Permitir que te traten a empujones no es lo mismo que ser amable —repuso Carmen—. Y tenerte a ti en el programa va a distraer al público aún más de mi marca.

—¿Tu marca?

—De lo que vendo —dijo—. La comida de Carmen Vega.

—¿Así que quieres contactos para poner productos tuyos en la sección de los congelados?

—No. Lo que quiero son inversores para montar un restaurante. Quiero que me nombren Iron Chef. Quiero ser la mejor cocinera del mundo.

—¡Pero eso es de la competencia de Canal Cocina!

—¿Te habrías quedado tú al lado de un entrenador que no te hiciese ganar?

—Mi padre era mi entrenador —dijo Hannah—. No tenía muflías alternativas.

—Y mira dónde estás ahora. No te preocupes, no tengo intención de ir con el cuento a la prensa. Lo último que necesito es que me arrebates más atención.

—A mi padre le gustaba el juego —explicó Hannah en tono amargo—. Antes que nada, era un jugador. Le gustaba la emoción.

—¿Qué decía tu madre de todo esto? —Carmen le hizo un gesto para que la siguiera—. Me estoy helando, vamos dentro.

—Mi madre no estaba. Murió cuando yo era sólo un bebé. Mi padre volvió a casarse con una mala víbora. Mi monstruastra.

—El tenis fue tu vía de escape.

—No, en realidad no. —Ahora caminaban a paso ligero por los jardines—. Tenía que jugar todos los días. Mi padre quería una campeona.

—No todo el mundo puede convertirse en un campeón —dijo Carmen—. Yo lo sé muy bien.

—Es asombrosa la maldita cantidad de esfuerzo que se requiere —dijo Hannah—. Pero yo tenía talento. Mi padre había sido un magnífico jugador júnior. Pero le faltó disciplina.

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