Amigas entre fogones (30 page)

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Authors: Kate Jacobs

—¡Céntrate, Gus, céntrate! —Alan estaba gritando. Le puso en la mano un vaso con un líquido color ámbar—. Whisky. Ahora, bébetelo.

—¿Por qué no, eh, chicas? —Gus echó la cabeza hacia delante y luego se bebió de un trago toda la copa.

—¡Eh, eh! —exclamó Alan—. Para el carro, vaquera.

—Ya no puedes decirme lo que tengo que hacer —respondió Gus—. No eres mi jefe, como dicen por ahí. Ya no.

—Sí que lo soy —replicó él. Cogió el mando de la tele y encendió el televisor para sintonizar un canal de noticias veinticuatro horas, que lucía un letrero parpadeante en la pantalla en el que se leían las palabras «Ultima hora».

«Al parecer muchas de nuestras estrellas favoritas de la televisión y de Hollywood se han quedado sin un montón de pasta —decía alegremente la locutora, con un peinado tipo casco rubio—. Se ha sabido que el popular gestor financiero David Fazio era un mago del timo. Agentes federales han estado investigando.»

Alan apretó el botón de «Silencio».

—No te has quedado sin tu empleo, Augusta. —Con semblante serio, le sirvió otra copa de whisky—. Te has quedado sin un montón de dinero. Y a mí me ha pasado lo mismo.

—¿Cómo has dicho?

Aimee ajustó el televisor para leer los subtítulos y así poder seguir lo que la locutora estaba diciendo. Al parecer, el gestor de inversiones de su madre había robado a una impresionante lista de famosos que habían depositado en él su confianza. El, junto con el dinero, se habían esfumado.

—Esto es lo que hay: David Fazio se ha llevado todo nuestro dinero y está sentado en una playa de Brasil con una fulana en tanga. —Alan se echó un poco más de hielo en su vaso.

—¿Qué?

—A lo mejor es una morena —dijo él secamente—. A lo mejor está en la Riviera francesa. Sea como sea, se ha largado con nuestra pasta.

—Más despacio —dijo Gus, mientras se dejaba caer en una silla—. Aunque estoy bastante segura de que estás en un error. El año pasado obtuve un rendimiento del veinte por ciento.

—Igual que mucha otra gente. Ese rendimiento no procedía de inversiones realizadas con nuestro dinero —dijo Alan—. Simplemente venía de los nuevos inversores memos gilipollas que querían trabajar con el tipo que les llevaba las cuentas a las estrellas.

—Estoy… estoy… —Gus no podía encontrar las palabras. Aimee se acercó a ella y, colocándose detrás, le frotó los hombros.

—Tu dinero no está en un banco en alguna parte, ni el mío tampoco —le explicó él—. Nunca lo estuvo. Se ha tirado todo este tiempo usándolo, gastándoselo.

—Pero los extractos…

—Falsos —dijo Alan, acercándose con más botellitas para llenarles a todas los vasos.

—Alan, he sido dienta de David desde el día que me lo presentaste. Y cada año obtenía excelentes resultados en la bolsa. Esta mañana me costó un poco contactar con él, pero esta noticia no tiene ni píes ni cabeza.

—Fazio nos la ha jugado a todos. Utilizaba nuestros fondos para tratar de atraer nuevos clientes en fiestas caras y cenas deslumbrantes y, luego, en cuanto se hacía con su dinero, se lo quitaba también.

—No me lo puedo creer —dijo Gus—. ¿Cómo te has enterado?

—La noticia saltó esta mañana. Un periodista me llamó para pedirme información. Y, permíteme que te lo asegure: hay nombres mucho más gordos que han caído en la misma trampa que nos ha tendido este tío a ti y a mí.

Se agachó sobre los talones para colocarse a la altura de Gus y poder mirarla a los ojos.

—Llama a tu abogado inmediatamente —empezó, y a continuación le dijo todo lo que tenía que hacer al tiempo que se sujetaba momentáneamente un dedo tras otro cada vez que mencionaba una tarea de una lista imaginaria—. Aimee, quiero que ayudes a tu madre a hacer inventario de lo que hay y dónde lo tiene. Revisa todos sus papeles. Lo bueno de todo es que tienes la casa y aún tienes el programa.

—Sólo queda un puñadito de emisiones de esta absurda minitemporada que nos impusiste —dijo Gus—. ¿Y después qué?

—Después lo que tú quieras —dijo Alan—. Eres una mujer lista. Usa esta rabia para animar el programa y hacerlo subir a nuevas cotas de gloria en lo que a índices de audiencia toca.

—¿Cómo?

—Eh, yo sólo soy el presidente del canal. —Alan se irguió—. Tú eres la creativa.

—¿Y Carmen?

—Le añade al programa algo de sabor, ¿no te parece? He cometido muchos errores, pero ella no es uno de ellos.

—Entonces, ¿vas en serio con ella?

Alan se encogió de hombros.

—Supongo que sí —dijo—. Pero en estos precisos instantes debo centrar toda mi atención en la situación que tenemos entre manos. Tanto tú como yo acabamos de quedarnos sin un montón de ceros y a mí me gustaría recuperar unos cuantos.

Serpientes y escaleras. Eso era lo que Sabrina había estado tratando de recordar para decírselo a Gary. Subías uno, dos, tres peldaños y, ¡ala! otra vez abajo.

El recuerdo de Christopher jugando con las niñas le vino a la mente como un fogonazo repentino. Gus abrió los ojos: estaba debajo de la manta, con las cortinas corridas. ¿Era de noche?, se preguntó, hasta que miró el reloj y vio que sólo eran las cuatro de la tarde. Percibía un leve aroma a whisky, que le venía del vaso medio vacío que había en la mesilla de noche, y se acordó de Alan, de la noticia y de lo rápido que había bebido sin contar con el beneficio de haber comido algo antes. Aimee y Sabrina la habían acostado, se acordaba ahora, y le había resultado muy agradable que alguien cuidase de ella. Le recordó a tiempos muy lejanos.

Le estallaba la cabeza.

Christopher había sido un entusiasta jugador de serpientes y escaleras, pero siempre, siempre, siempre se las arreglaba para caer en una serpiente antes de llegar arriba, y así tener que retroceder, retroceder, retroceder hasta quedar por detrás de las niñas.

—No soy partidario de tener que enseñar a mis hijas el concepto de perder —decía cuando ella protestaba—. Quiero que sean mujeres escandalosamente seguras de sí mismas.

Christopher también había querido que ella fuese escandalosamente segura de sí misma. ¿Le habría sorprendido verla en televisión? Al principio pensaba que sí, pero luego, conforme había ido haciéndose mayor, había llegado a sospechar que quizá no le hubiese sorprendido ni lo más mínimo. Su fe en el éxito de Gus jamás flaqueó, y él había sido testigo de los diversos intentos que había hecho con varios trabajos, cuando aún estaba empeñada en entender de qué iba todo. La vida.

Había convertido parte del sótano en un cuarto oscuro para que pudiese revelar sus propias fotografías, le había puesto un lavadero y todo, y se quedaba despierto toda la noche ayudándola a poner las mechas en las retorcidas velas multicolor que ella fabricaba en la cocina y que vendía a una tienda que había cerca de su casa. Ya en aquel entonces Gus se había imaginado una línea de artículos de menaje del hogar, pensó irónicamente; no tenía ningunas ganas de levantarse de la cama.

Todo eso, incluso cuando él había abandonado sus ambiciones en el mundo del periodismo para poder mantenerlas a ella y a las niñas como prioridad número uno.

«Hay que hacer lo que hay que hacer», decía.

Ella sabía que tenía razón, necesitaban comer, dormir, comprarles zapatos a las niñas. Pero, en su fuero interno, le había juzgado por tirar la toalla tan fácilmente. Ahora podía ver que en aquel entonces había sido demasiado dura con él.

En las semanas posteriores a su fallecimiento, Gus se concentró amargamente en todos los rasgos difíciles de él. En la cantidad de veces que llegaba tarde de trabajar, en las ocasiones en que la interrumpía cuando le parecía que llevaba demasiado rato hablando.

De alguna manera le había resultado más simple así, odiándole por haberla abandonado. Lo que más aborrecía era saber, en lo más profundo de su ser, que se había llevado consigo gran parte de su propia felicidad. Que incluso esos momentos de pura alegría (cuando Aimee ganaba un partido de fútbol, cuando Sabrina se llevó el papel principal de la obra de teatro del colegio) iban acompañados del pellizco que sentía en el estómago y de la inevitable sensación de culpa. Le odiaba por haberla abandonado, y se odiaba a sí misma por todos los momentos en que había sido mezquina y egoísta con él.

Le odiaba por no ser capaz de perdonarse a sí misma. Por no ser capaz de hacerla sentir mejor. Por dejarla a ella sola tirando del carro. Gus no había podido ver por dónde tenía que ir para llegar al futuro, y había echado a caminar a ciegas hacia delante porque no había otra dirección.

Su sueño, cuando estudiaba fotografía en Wellesley, no había sido montar un establecimiento gastronómico para vender bocadillos y sopa. Pero le gustó bastante dirigir La Cafetería y, además, seguían necesitando comer, dormir y comprar zapatos. Irónicamente, en realidad, ya que le proporcionó una visión muy diferente de Christopher. Era un hombre al que siempre se le dio bien escuchar. Y él le habría podido dar buenos consejos sobre cómo digerir lo de su muerte.

Al final acabó costándole recordar cualquier detalle malo. Nada de lo que su marido había hecho le parecía horroroso ya.

Hasta le perdonó por haber muerto.

Gus se volvió mejor madre (más organizada, más eficiente, más capaz) de lo que había sido en todos los años anteriores. Prometió a Christopher que velaría por que sus hijas estuviesen bien y fuesen felices, fuera como fuera.

Y ahora al parecer no lo eran.

Y todo el dinero había desaparecido.

Era como si hubiese caído en una serpiente gigante y se deslizase hacia abajo, incapaz de parar, hasta el punto donde había estado veinte años atrás, con dos hijas superadas por las emociones, pesares económicos y nada más que interrogantes e incertidumbre. Lavado, aclarado, vuelta a empezar: su vida rodaba metida en un ciclo infinito.

—Oh, Dios mío, ayúdame —dijo Gus en voz alta—. Estamos en la ruina.

LECHE DERRAMADA
20

El resto del grupo se había quedado en el vestíbulo del hotel, matando el rato, después de que Gus subiese a su habitación con sus hijas, y en el ambiente había quedado un poso incómodo.

Hannah, que se había puesto la capucha de la sudadera, había sacado del bolsillo un paquete de chicles Fruit Stripe. Se había llevado una mochila entera de chucherías por si al final se quedaba todo el fin de semana. Por si al final tenía que quedarse escondida en su habitación.

Oliver aceptó un chicle e incluso llegó a intentar ponerse en la piel la calcomanía del envoltorio. Carmen declinó el ofrecimiento y se marchó a por zanahorias, dijo, pero Troy pareció titubear.

—No, gracias —dijo—. Soy un poco anti golosinas. Por la competencia en el mundillo de la empresa y todo eso.

—Claro, por supuesto —dijo Hannah, pensando en las Velvet Crumbles, Aeros y barritas Flake que la esperaban arriba. Sus años de tenista en el circuito profesional le habían dejado una pasión por las golosinas internacionales.

Se metió dos chicles en la boca.

—Entonces me quedo con el tuyo —le dijo a Troy.

—Maldición. Justo estaba a punto de cambiar de idea.

Oliver les mostró su calcomanía de una cebra.

—Creo que me gustan más los chicles que vienen con chistes.

—El Bazooka Joe —apuntó Troy—. Que no nos oiga Gary, o nos pillará compartiendo recuerdos sobre golosinas.

—Menudo día el de hoy —dijo Oliver—. Han sido demasiadas cosas.

—¿Te preocupas por Gary Rose? —Hannah intentó hacer un globo.

—En absoluto —respondió él—. Pero puedo imaginar la seria conversación que está teniendo lugar unos pisos más arriba.

—Ha sido duro para Sabrina —dijo Troy.

—Y para Gus —dijo Hannah.

—Y para Aimee —dijo Oliver—. Para las tres. Han pasado por experiencias bastante difíciles.

Volvió a mirar su calcomanía.

—¿Cuánto dura esto? —preguntó a Hannah.

—Si no te acercas al agua, posiblemente un día. A lo mejor hasta dos.

—Suficiente. Quiero ponerme otra en la otra mano. A ver si alguien se fija.

—Lo que tú digas, tío —dijo Troy—. Mira que eres raro.

—Qué va —replicó Oliver—. Sólo soy un espíritu libre. —Se despidió de ellos con la mano y se fue a por algo de comer al bufé del almuerzo.

—Bueno, pues ahora sólo quedamos nosotros —dijo Troy—. No puedo prometer que tengan más chicle en el comedor, pero podríamos comer algo. Me agradaría tener compañía. Sabrina está arriba con su madre.

—No, yo no puedo entrar ahí —dijo Hannah—. Demasiada gente.

—Pero si estamos en mitad del vestíbulo —repuso él—. No eres invisible.

—Es más difícil reconocerme cuando llevo la capucha puesta —le explicó ella.

—Mmm…, sólo en tu imaginación. Mira, no soporto comer solo. Espérame aquí mientras voy a por un par de bocadillos y luego podemos salir fuera. Buscamos algún sitio apartado y nos los comemos.

Hannah estuvo de acuerdo porque le encantaba la idea de volver a estar al aire libre y porque, estando Gus ocupada, no tenía a nadie más con quien hablar. Tampoco es que Carmen y ella se hubiesen hecho amigas del alma en una sola noche, aunque es cierto que le había dado el cepillo de dientes extra que había metido en su maleta. Había sido todo un detalle.

Troy volvió con un sándwich de pan blanco y pavo y otro de pan de centeno con ensalada de pollo, y una bonita selección de frutas.

—Eso no son chucherías —dijo Hannah—. Soy alérgica.

—Te he traído algo bueno. —Señaló las latas de refresco que le asomaban de los bolsillos de los pantalones cortos.

—¿Cómo puedes beber cola? Las ponen en máquinas expendedoras también, ¿sabes?

—Chissss —dijo Troy al tiempo que la llevaba ya hacia los jardines—. Me chiflan las burbujas. Es un problemilla que tengo.

Mientras andaba detrás de él, Hannah sonrió para sí.

—Prefiero las bebidas ecológicas, hechas con caña de azúcar y todo eso —dijo él—. Pero un hombre tiene que tener lo que tiene que tener.

—¿Estamos hablando aún de refrescos?

—Vale, vale —dijo él, y se sentó debajo de un árbol—. Gus te lo habrá contado todo sobre Sabrina y sobre mí.

—Qué va. Un poquito sólo. Nada del otro mundo. Se le da bien guardar secretos. —Se quitó la chaqueta de chándal para que le diese un poco el sol en los brazos—. Aquí tienes la prueba.

—¡Madre mía, cómo me acuerdo de ti! —exclamó Troy—. De chaval era muy aficionado al tenis. Y tú estabas en todas las páginas deportivas.

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