Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
Se fue al cuarto de baño para aclararse la mascarilla y al volver se encontró a Sabrina metida en su cama. Se había adueñado de las almohadas de adorno y había dejado a Aimee sólo con una en su lado.
—Típico —dijo, y apagó la luz. La pantalla del ordenador seguía brillando encima de la mesa.
—Te alegras de que esté aquí, ¿verdad? —preguntó su hermana.
—No —respondió Aimee—. Y nada de ronquidos. No soporto que ronques.
Cuando llegó la mañana del domingo, Gus tuvo la sensación de que había transcurrido una vida entera desde que jugaran todos juntos a tocar y parar, cuando en realidad sólo habían pasado veinticuatro horas. Casi no había pegado ojo en toda la noche, angustiada por sus hijas, por su situación económica y por su futuro.
—Estás bien, estás bien —se dijo a sí misma. Era una cantinela familiar que solía repetirse mentalmente mientras arreglaba la casa después de una larga jornada de trabajo en La Cafetería. La cara hinchada que vio en el espejo desmintió sus palabras.
Se vistió a toda prisa, o por lo menos lo intentó, pero sin saber cómo acabó siendo la última en aparecer en el vestíbulo del hotel. Todos los demás anduvieron pululando por la recepción, hasta que Gary Rose apareció con prisas, meneando arriba y abajo el sujetapapeles. Pegada a sus talones venía una mujer rechoncha, de tez oscura y con el pelo recogido en un moño alto.
—Veo que nos has conseguido una experta en yoga —dijo Troy a Gary. Tenía un enorme chichón en la cabeza, pero por lo demás se encontraba bien.
—¿Quién es la profesora de yoga? —preguntó la mujer.
—¿No es usted?
—No, no, yo soy Priya Patel —dijo ella, y sonrió exultante—. Soy la mayor fan de Gus Simpson.
—La ganadora del concurso —intervino Porter—. Ya sabéis, la nueva participante de Comer, beber y ser. En nuestro esfuerzo por suavizar las tensiones en el plato, Alan y yo decidimos que lo mejor sería que conocieseis todos a Priya antes de volver a grabar. No nos convienen más choques de personalidades en directo.
Carmen se rio por lo bajo.
Porter carraspeó.
—Bienvenida, Priya. Todo el mundo…
—Hola, Priya —dijo el grupo al unísono. Después de un día con Gary, estaban bien entrenados.
—Entonces, a usted debe dársele bien el kárate —dijo ella a Troy, que la miró con cara de extrañeza—. Bueno, dio por hecho que a mí se me daba bien el yoga y yo doy por hecho que a usted se le da bien el kárate.
—Eso es una estupidez —respondió él.
—Más bien sí —dijo Priya.
—Pillado —dijo Troy—. O sea que puede dársenos mal el yoga a los dos. Nunca lo he practicado.
—Oh, no, en realidad a mí se me da muy bien —repuso ella—. A veces doy clases en el gimnasio al que voy. Es gratis para los socios.
—Pero creí que acababa de decir que…
—Sólo quería dejar clara una cosa: que nunca se debe dar nada por hecho.
—Tengo la sensación —intervino Gus, acercándose para unirse a la mujer y a Troy— de que va a disfrutar de lo lindo durante su hora de programa con nosotros, Priya. Creo que va a encajar usted perfectamente.
Una vez que hubieron retorcido y girado todos el cuerpo en una serie de posturas, Gary encargó a un instructor que llevase a la «pandilla» a hacer una marcha por una preciosa zona del bosque.
—Deberéis estar atentos en todo momento para no perder de vista a vuestra pareja —les explicó—. No nos interesa que nadie se nos pierda ahora.
Priya se emocionó al ver que Gus le hacía señas para que se acercara. ¿Serían pareja de marcha? No se le ocurría nada más maravilloso. «Y entonces nos fuimos de caminata juntas —podía imaginarse a sí misma diciéndole a Raj esa noche—. Le encantó mi receta de tarta de mousse de plátano, me dijo que le parecía que tenía que estar deliciosa.» Y él se quedaría impresionado y se mostraría de acuerdo, finalmente, con que era muy buena cosa que fuese a la tele. «Hiciste bien —le diría— en apuntarte a ese concurso, aun cuando te dijese que no lo hicieras.»
Ella le devolvió el gesto animadamente.
—¿Conociste a Hannah en la sesión de yoga? —preguntó Gus a Priya cuando se acercó—. ¿Por qué no hacéis juntas la marcha?
La pelirroja de la coleta y la sudadera con capucha sonrió tímidamente.
—Qué tal —dijo en voz baja—. ¿Sabe quién soy?
—¡Por supuesto! —Priya, decepcionada, se quedó mirando a Gus, que se emparejaba con el señor alto y calvo. ¿Ahora qué le contaría a Raj?—. Tú fuiste la que apagó el fuego —le dijo a la pelirroja—. Ese fragmento lo he visto varias veces.
Lo último que deseaba era que alguno pensase que no había estado bien atenta.
—Antes jugaba al tenis —la apremió Hannah.
—Bueno, eso está muy bien —dijo Priya, procurando no quitarle el ojo de encima a Gus mientras todo el grupo se alejaba del complejo hotelero. Se quedó más tranquila cuando el calvo le tendió a Gus una gorra roja de béisbol y ella se la puso. Le quedaba monísima con la melenita redondeada, pensó, y además así podía ubicarla mejor—. El ejercicio físico es muy bueno para la salud.
—Era jugadora profesional —insistió Hannah, que cada vez se sentía más segura al ver que la buena señora no sólo no tenía ni idea de quién era, sino que además le importaba tres pepinos.
—¿Sabe que normalmente desempeñamos más de cinco profesiones diferentes a lo largo de la vida? —respondió Priya—. Lo decían en un estudio que leí en Internet.
—¿Cuántas ha desempeñado usted?
—Dos. Antes de tener hijos era ingeniera.
—¿Es ama de casa a tiempo completo?
—Sí. Es una labor muy importante, muy necesaria y, por tanto, me llena mucho. —Su tono de voz era del todo inexpresivo y sonó como si estuviese leyendo una parrafada de una ficha.
—Vaya, sin duda se la ve… feliz —dijo Hannah sin mucha efusividad.
—¿Cómo entró en el programa? —le preguntó Priya de repente.
—Soy vecina de Gus.
—¿En serio? —se detuvo en seco—. Eso debe de ser increíble, vivir al lado de Gus. ¿Y va a sus fiestas, célebres en el mundo entero?
—No sé si serán famosas en todo el mundo, pero sí que he estado en unas cuantas. Aunque en realidad no salgo mucho.
Más adelante, Oliver estaba señalando un pájaro rojo que había en un árbol, para que Gus lo viera, y Priya oyó cómo su risa viajaba por el aire flotando sobre toda la hilera de caminantes, pasando por encima de Carmen y Aimee, de Sabrina y Porter, y de Troy y Gary. Eso era lo que necesitaba ella: un poco de la joie de vivre de Gus, meterla en un frasquito y llevársela a Nueva Jersey para rociarse un poco cuando se sintiera triste. Jamás habría imaginado que quedarse en casa iba a resultar mucho más duro que ir a trabajar a una oficina. Allí no había ascensos, ni subidas de sueldo ni vacaciones. Tan sólo un grupo de personas que querían cosas de ella, querían cosas de ella, querían cosas de ella. A Priya nunca le había preguntado nadie si deseaba convertirse en el corazón del hogar. Era simplemente un derecho de nacimiento. Eso le había dicho su propia madre.
Gus sabía cómo hacer feliz un hogar: cualquiera podía verlo con sólo observarla en el televisor. A Priya le había sorprendido cuánto le agradaba verla en la tele porque, hasta el día en que vio a Gus en el televisor, siempre había evitado enérgicamente todos esos canales llenos de presentadoras dicharacheras que preparaban magdalenas y organizaban fiestas. Pero Gus era incomparable.
En el fondo, era culpa de Raj. Él había dejado encendida la tele pensando que serviría de ayuda el día después de habérsela encontrado tumbada en el suelo del vestidor, hecha un mar de lágrimas. «No sé lo que me pasa», le había dicho, y él se había sentado junto a ella, allí mismo, en el vestidor, y le había cogido la mano. «No te angusties —le dijo—, el malestar desaparecerá. Nos concentraremos en pensamientos positivos y los malos sentimientos simplemente se desvanecerán.»
«A todo el mundo le puede ir bien tener un poco de paciencia —oyó que decía Raj a su madre por teléfono—, vamos a esperar un poco a ver si se le pasa.»
Pero los sentimientos no desaparecieron, sino que cristalizaron en un bulto invisible que sólo Priya era capaz de percibir, un bulto que absorbía toda la alegría que en teoría debía estar sintiendo. ¿Por qué no podía hallar deleite en todo lo que poseía? Otras mujeres se sentían así. Veían su casa, enorme y limpia, y a sus hijos, tan sanos, y le decían que tenía que animarse. Ella misma se había dicho eso un millón de veces al mirarse en el espejo. La desconexión entre la verdad que sentía en el corazón y cómo su mente le decía que debía estar sintiéndose la dejaba exhausta y derrotada.
—Qué suerte tienes —suspiró—, de poder tener una amiga como Gus.
—Si corremos, podríamos alcanzarla —sugirió Hannah, deseosa de disfrutar de su última oportunidad de correr y saltar al aire libre. Se sentía en conflicto: por una parte, su cerebro ansiaba regresar a la rutina familiar y a su casita cochera y, por otra, empezaba a sentirse enojada por haber malgastado tanto tiempo escondiéndose—. Vamos a movernos —exclamó, mientras daba saltitos en plan jogging sin moverse aún del sitio.
—Oh, sí —respondió Priya, encantada de haberse puesto las zapatillas de deporte, después de todo. Esa mañana, mientras se vestía, estaba nerviosa; Raj no paraba de cotorrear mientras ella se cambiaba el traje azul marino y hasta se planteaba la opción de enfundarse en un sari. Desde luego, el mensaje electrónico de Porter Watson había especificado que debía llevar ropa cómoda, pero como al parecer sólo iba a estar en el complejo turístico ese día (y que iba a ser su tarjeta de presentación ante Gus), se había pasado muchísimo rato decidiéndose por un atuendo que le pareciese adecuado. «En realidad, no es amiga tuya —le había dicho Raj— y le va a dar igual la ropa que lleves», un comentario que Priya consideró más descortés que necesario. «Por supuesto que no es mi amiga —le había respondido—. Gus aún no me conoce.»
Al final se decantó por unos pantalones caqui y una chaqueta larga, idéntica a la que la presentadora había llevado en la última emisión del Comer, beber y ser. En cuanto empezó el programa, se había dado cuenta enseguida de que Gus estaba tratando de dar a su aspecto un estilo diferente y Priya estaba totalmente decidida a apoyarla en sus elecciones de moda.
—Vamos a movernos —repitió, aunque Hannah se encontraba ya bastante más allá.
Carmen vio pasar a Hannah a todo correr por su lado, con la coleta moviéndose al viento mientras se abría paso entre los demás miembros del grupo, seguida unos cuantos segundos después por la ganadora del concurso, cuyos pantalones caqui le tiraban un poco en la zona del bien relleno trasero.
—Esto no es una carrera —les dijo a voces. Ella y Aimee se habían puesto de acuerdo en hacer el menor esfuerzo posible, sin siquiera hablarlo entre ellas. No pensaban hacer corriendo ni un centímetro del recorrido.
—Seguro que Hannah corre para ponerse a charlar con mi madre —dijo Aimee—. Como de costumbre.
—No sé tú, pero yo estoy deseando que termine este fin de semana —dijo Carmen. Alan se había marchado poco después de la cena, y ella y Oliver se habían quedado hasta tarde en el bar, disfrutando de una buena botella de cabernet, charlando sobre los viejos tiempos. Ella había sugerido descorchar una segunda botella, pero él había declinado la invitación y había subido a su habitación. Solo.
—Le estás abriendo un boquete a Oliver en la nuca —dijo Aimee—. Yo no elegí ser tu pareja, ¿lo sabes, no?
—Yo contigo no tengo ningún problema —dijo Carmen, irritada, y ladeó la cabeza hacia la chica—. Además, ¿qué haces tú mirando tan atentamente a Oliver? ¿Te gusta?
—Sí —respondió Aimee—. Es un buen tío. Creo que podría trabajar bien con alguien que conozco.
—¡Ajá! —Carmen le soltó un codazo en las costillas, de un modo bastante agresivo, intentando hacerse la compinche—. Te refieres a ti misma —dijo—. ¿Te… interesa? Somos amigos desde hace un montón de tiempo.
—No —respondió Aimee—. No es mi tipo, en serio.
—Es muy guapo. Le gusta cocinar. Es bastante atrevido en el dormitorio.
Aimee le lanzó una mirada de sorpresa.
—Demasiada información, gracias —dijo.
—Entonces, ¿a quién estás buscando?
—A cualquiera que no sea un fan de mi madre o que no esté enamorado de mi hermana —respondió—. Y en vista de que eso se aplica a muchísima gente residente en Nueva York, estoy más bien soltera. Y bien feliz que vivo.
—Mmm…, sí —dijo Carmen—. «Feliz» es la entrada del diccionario que hay al lado de tu foto. Con una equis gigante encima.
—A decir verdad, soy una persona bastante agradable cuando alguien se toma el tiempo necesario para llegar a conocerme —replicó Aimee de morros—. Simplemente tengo muchas responsabilidades.
—Lo de la ONU.
—Entre otras cosas. Pero así es como sé que España produce el treinta y seis por ciento del aceite de oliva de todo el mundo. Trabajo en comercio y desarrollo —le explicó.
—Qué bien —dijo la sevillana—. Debes de ser la lista de esta panda de idiotas —añadió, en español.
—Y también sé español.
—¿Y entiendes lo que digo ahora? —siguió Carmen en su lengua materna.
—Pues sí, y entiendo lo que murmuras en la cocina. Como cuando a mi madre la llamaste…
La ex Miss levantó una mano para que no lo dijese.
—¿No quieres que lo repita? —preguntó Aimee—. Pero si tú sueltas tacos como un marinero.
—Bueno, qué esperabas. Me pasé años frecuentando los vestuarios de los concursos de belleza.
Avanzando a la cabeza del grupo, justo detrás del monitor de marcha, iba Gus con la gorra de Oliver en la cabeza. Él se había dado cuenta de que guiñaba los ojos porque le molestaba el sol (se le habían olvidado las gafas) y rápidamente le había ofrecido la gorra. Ella valoraba mucho que la gente estuviera preparada.
—Más despacio —dijo Oliver ahora—. Los domingos están hechos para descansar.
Pero Gus no podía dejar de avanzar a buen ritmo. Tenía que seguir así para dejar atrás todos los miedos y la angustia que se le habían metido en los huesos la noche anterior. Adelante —se decía a sí misma—, no mires atrás. Así era como se las había apañado años atrás y le había dado resultado, ¿verdad?
Estaba enfadada con Alan por haberla hecho contratar a aquel maldito asesor financiero, pero se había sentido demasiado conmocionada como para decírselo, aunque después se serenó un poco al saber que él estaba en el mismo barco que ella. Aimee le había contado a grandes rasgos lo que había averiguado hasta el momento: no todo estaba perdido. Simplemente, ahora tenía mucho menos de lo que tenía unos días antes. Sin duda, para su ex gestor financiero todo se reducía a números, pero para Gus sentirse engañada le hacía sentirse impotente.