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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (37 page)

—¿El qué?

—Esto —dijo—. Una cena de domingo como hacíamos antes. —Llevó a Aimee y a Sabrina hasta la encimera, que estaba repleta de cuencos de cocina con avena, cacao, pepitas de chocolate, harina y huevos a temperatura ambiente.

—Vamos a preparar una tarta de cumpleaños —anunció—. Para vuestro padre.

—Su cumpleaños fue hace meses —dijo Aimee.

—Entonces vamos con un poco de retraso —respondió su madre—. De unos dieciocho años y varios meses.

—Los muertos no comen tarta —dijo Sabrina.

—No. Pero los vivos sí.

Gus les ofreció sendas cucharas de madera.

—Celebrémoslo por una vez —dijo.

—¿En recuerdo de los buenos tiempos? —preguntó Sabrina.

—Claro que sí. Vamos a honrar la memoria de vuestro padre y vamos a honrarnos a nosotras mismas.

—¿Y qué hay de los malos tiempos —preguntó Aimee— y de todo lo que pasó en el hotel?

—Vamos a honrar eso también —dijo Gus—. Todo a la vez, todo lo que hace que esta noche estemos donde estamos. Incluyendo todos los errores que hemos cometido.

Entre las tres, como una familia, mezclaron los ingredientes, engrasaron los moldes, metieron la mezcla en el horno y prepararon una sencilla cobertura a base de mantequilla, azúcar glas y vainas de vainilla. No había ninguna cámara grabando, ni había que sostener un diálogo ingenioso, ni había nadie más que pudiera atraer la atención de su madre. Y durante todo ese tiempo el estofado de carne siguió bullendo a fuego lento, haciéndoles la boca agua.

—Ésta era la comida favorita de vuestro padre —dijo Gus—. Y está casi lista. Pero hay una última cosa. —Llevó a sus hijas al comedor y abrió una botella de champán. Llenó rápidamente las cuatro copas altas de cristal. Les dio una a cada una y dejó otra en el cuarto sitio de la mesa.

—Christopher siempre tuvo un sitio en nuestra mesa y siempre lo tendrá —dijo—. Aunque otras personas no puedan verle aquí, nosotras sabremos que está, ¿verdad que sí?

Aimee y Sabrina asintieron en silencio.

—Me gustaría hacer un brindis —siguió diciendo Gus—. Por Aimee, cuyas buenas obras y duro trabajo siempre he visto, pero siempre dando por hecho que sabías cuánto los valoraba. Quiero que sepas que estoy muy orgullosa. —Dio un sorbito de su champán—. Y por Sabrina, que ya no es ningún bebé, sino una mujer increíblemente creativa, con un potencial infinito. Eres una mujer adulta y estás a punto de casarte, y nunca te he dicho felicidades.

—Mamá —dijo Aimee—. Perdona por haberte avergonzado en el hotel.

—No puedo decir que disfrutara con lo que pasó —dijo Gus—. Pero hasta las cosas dolorosas pueden formar parte del plan.

—Gracias, mamá —dijo Sabrina—. He traído unas revistas sobre novias para enseñártelas esta noche, pero quiero que sepas que lo he hablado con Billy y vamos a pagar nuestra boda de nuestro propio bolsillo.

Sabrina se había sorprendido cuando, al volver del retiro, sintió que se moría de ganas de ver a Billy, de pedirle que se sentara inmediatamente para que escuchase todas sus aventuras, antes de que le diera tiempo a él de contarle qué había hecho durante el fin de semana. Se había sentido entusiasmada de nuevo mientras Billy y ella sopesaban fechas para la boda y hablaban de la vida que querían vivir juntos. De quedarse en Nueva York, tal vez mudándose a Brooklyn, y de que Sabrina montase su propio estudio mientras él continuaba su competición con otros ejecutivos. Ella le había prometido que se apuntaría a golf y él había accedido a teñirse el cabello en cuanto empezase a ponérsele gris. Verdaderamente habían empezado a conectar.

—No hace falta —dijo Gus en relación con el pago de la boda—. No estoy completamente sin blanca. Además, estoy deseando que traigas a Billy a casa para que pueda conocerle como es debido. O podría acercarme a veros a la ciudad. Avisando antes, por supuesto.

—Gracias por decir eso —dijo Sabrina—. Pero quiero contribuir de alguna manera a ayudarte después de lo que ha pasado. Y si lo único que puedo hacer de momento es dejar de pedir cosas, empezaré por ahí.

—Yo te ayudaré a elaborar el presupuesto —se ofreció Aimee.

—Y yo prepararé la tarta —dijo Gus—. Porque estamos juntas en esto, aunque os estéis convirtiendo en dos mujeres hechas y derechas.

—Ya lo somos —puntualizó Sabrina.

—Sí, sí, bueno, dejadme que me haga a la idea primero. —Gus bajó la vista hacia la mesa, tan bien puesta—. Oh, fijaos, no hay ningún centro de mesa. En fin, Aimee, supongo que ahora es cuando intervienes tú.

—Eso es cosa de Sabrina, mamá.

—No, creo que es hora de que pruebes tú, para variar —dijo su madre—. Sorpréndeme. —Y cogió su copa y se fue para ver cómo iban las cosas en la Aga.

—¿Qué hago? —le preguntó Aimee a Sabrina—. Tú eres la diseñadora.

—Mamá no me ha pedido a mí que haga el centro de mesa —respondió su hermana—. Te lo ha pedido a ti.

Podían oír a Gus trajinando en la cocina.

—¿Qué tal unas flores? —preguntó Aimee—. Podría cogerlas del jardín. O, espera, ya sé, esparciremos unas cuentas.

—¿Cuentas? ¿De dónde vas a sacar cuentas?

—No sé. ¿Tú no llevas en el bolso esa clase de cosas?

—De entrada, ¿para qué demonios usas tú cuentas? En fin, eso es un no.

Aimee subió las escaleras corriendo para rebuscar por los dormitorios y bajó con un puñado de recortes, un osito de peluche y una caja de pañuelos de papel.

—Ahora entiendo por qué te dedicas a la economía —se rio Sabrina.

Aimee puso todo el material en la consola del vestíbulo y respiró hondo.

—¿Listo? —preguntó Gus desde la cocina.

Y entonces se le ocurrió. Hurgó en la bolsa de loneta en busca de la cartera y puso en el centro de la mesa una vieja fotografía ajada en la que se veía a dos niñas sonrientes (Sabrina sin los dientes delanteros y Aimee todo piernas huesudas) corriendo en bañador a través del chorro de un aspersor en compañía de su padre. No se veía a Gus. Pero eso se debía únicamente a que ella había sido la persona que estaba tras la cámara, incorporando la imagen a su corazón.

Después de la cena, y de gruesas porciones de tarta de chocolate, las tres mujeres se dedicaron a mirar viejos álbumes de fotos. Fotos que las tres habían visto en otros momentos de su vida, pero que de pronto cobraban un nuevo significado, pues Gus les contó toda clase de historias cuyo recuerdo le había resultado antes demasiado doloroso porque hacía que la nostalgia por Christopher fuese aún más dura. Les enseñó fotos de ellos dos en África, con la cara tostada por el sol y sonrientes. Les habló de lo resuelta y útil que se había sentido, y de que nunca había conocido a nadie capaz de cavar hoyos tan rápido como su padre. Sacó el álbum de fotos de la boda, que las tres habían visto tantas veces, pero que ahora estaban como locas por volver a mirar. Se rieron al escuchar la anécdota de aquellas Navidades en que las cañerías habían estallado (Sabrina apenas tenía tres meses de vida). «No tuvo ninguna gracia —dijo Gus—, pues me tocó recoger toda aquella agua a mí sola.» Y la anécdota de cuando Christopher se había empeñado en ir de excursión en coche con las dos pequeñas y el gato, un mes de agosto en plena ola de calor.

—Llegamos hasta Filadelfia y por fin pude bajar del coche —contó Gus—. ¡Y no tenía aire acondicionado!

—¿Dejaremos de echarle de menos algún día? —preguntó Sabrina de pronto. Era una de las preguntas que esa noche le impidieron conciliar el sueño.

—No —dijo Gus, mostrando a sus hijas un respeto nuevo, al hablar con genuina y honda sinceridad—. No creo que lo consigamos nunca.

Y las chicas Simpson guardaron silencio unos segundos, allí sentadas, las tres juntas, hasta que alguna pasó la página del álbum y volvieron a reír viendo aquellas fotos.

Hubo otras cosas que prefirió no contarles. Como que Christopher y ella no siempre se llevaban bien. O que se había sentido un tanto perdida cuando ellas eran pequeñas y tuvo que criarlas al tiempo que intentaba encontrarse a sí misma, notando bastante confusión sobre dónde quería estar y qué quería hacer en la vida. O que Christopher se aburría de su trabajo, que se le daba bien, pero que en el fondo no le llenaba. O que ella misma tampoco le había puesto las cosas fáciles en el día a día. (Aunque —se daba cuenta de ello— seguramente eso no les habría resultado nada nuevo.) O que Christopher y ella habían cometido errores. Tal vez algún día se lo contaría todo o, en fin, tal vez no. Porque aunque Gus, Aimee y Sabrina estaban aprendiendo a conocerse unas a otras como mujeres adultas, ella, al fin y al cabo, seguía siendo su madre.

25

—Es mejor de lo que me había imaginado —dijo Priya al entrar en la casa solariega de Gus cuando Hannah abrió la puerta. Ella la había recogido en su casa de North Jersey y la había llevado directamente hasta Rye—. Es aún más espectacular que como sale en la tele.

—¿Bonita, verdad? —Hannah iba arreglada para el programa con su mejor chándal: chaqueta verde oliva con cierre de cremallera y pantalones a juego—. Yo vivo en una cochera convertida en casa que hay en la parte de atrás. Aproximadamente una décima parte de lo que mide esta mansión.

—Hasta los suelos relucen —dijo Priya asintiendo con la cabeza en ademán de aprobación—. Gus es una maravilla.

—Sí que lo es —coincidió Hannah—. Venga conmigo a la cocina y robaremos algo de lo que Oliver esté preparando. Me dijo que iba a cortar más de la cuenta por si me entraba hambre.

—Oh, yo más bien prefiero reservarme para cuando esté terminada la comida —dijo Priya.

—¿Está a régimen?

—No, en realidad no. Bueno, tal vez un poco sí. Supongo que me gusta picar. Pero no tengo más que ver comida y ya se me va todo a las caderas.

Hannah, por consideración, no se sacó la chocolatina Milky Way del bolsillo.

—Lo que a otra persona le haría engordar una libra, a mí me engorda tres —siguió diciendo Priya—. Antes estaba más delgada. Tampoco como un fideo, pero no tan regordeta como ahora. —Se infló de aire los carrillos, poniendo cara de ardilla.

—Bueno, aquí no tendrá que preocuparse por eso —le explicó Hannah—. En realidad, nunca comemos nada después de la emisión. Cada capítulo ha acabado siendo un auténtico desastre, y al final todo el mundo está demasiado harto de todo el mundo. Ya me entiende. La verdadera historia de Canal Cocina tras las bambalinas.

—Ya veo. Había esperado que fuese un acontecimiento social. Como el retiro del fin de semana.

—Muy bien, señoras —dijo Gus, que venía de la biblioteca en compañía de Oliver y Porter—. Más les vale ponerse un toque de maquillaje en esas caras si quieren salir por la tele. ¡Nada de brillos en la nariz!

—Prefiero maquillarme yo sola —dijo Priya—. Soy un poco maniática con mis cejas. No están tan pobladas como antes y me las retoco con el lápiz.

Hannah se arrimó a ella para mirar.

—Oh, sí —dijo—, ya veo lo que quiere decir.

—¡Hannah! —la regañó Gus—. Está usted muy bien, Priya. Pero un poquitín más de carmín no le hará ningún daño. Sólo procure no darle un buen mordisco a nada delante de la cámara, porque acabará en su barbilla. Un fallo de principiante, se lo puedo asegurar.

En un periquete el equipo estaba ya reunido en la cocina, listo para preparar pisto, revuelto de seitán en salsa de jengibre y un bizcocho de moka vegetariano elaborado con harina sin gluten y vinagre en vez de huevos.

—Adelante, muchachos —dijo Porter—. Por Gary Rose y Alan Holt. Trabajad codo con codo, pasáoslo bien y haced que todo parezca facilísimo.

Gus percibió el brillo de los ojos de Carmen y disimuladamente trató de levantar la tapa de las cazuelas que había sobre los fogones.

—¿Qué estás haciendo con eso? —preguntó Oliver—. Tengo la salsa cociendo a fuego lento.

—Estoy buscando pulpos —dijo Gus en voz baja y casi sin mover los labios.

—Creo que no ha traído ninguno. —Él imitó su gesto impertérrito—. No hay moros en la costa.

—¿Y pimienta espolvoreada en las manoplas del horno? —preguntó ella—. Tengo entendido que es una especie de broma pesada que se gastan en los concursos de belleza.

—Carmen no ha estado a solas en la cocina en todo el día —respondió Oliver—. No le he quitado el ojo de encima. Y tampoco a ti, Gus.

—A sus puestos todo el mundo —exclamó un miembro del equipo técnico, y comenzó el leve barullo de los retoques y preparativos de última hora.

Como Troy y Sabrina seguían violentos el uno cerca del otro, él fue despachado a cortar zanahorias con Priya, mientras Sabrina y Aimee aguardaban sentadas en sendos taburetes junto a la isla de trabajo, observando, pero dentro de cuadro.

—Gracias a Dios —dijo Aimee—. Estaba empezando a hartarme de trocear cosas.

Hannah, en su aparición inaugural oficial como miembro de Comer, beber y ser, se colocó en la isla central, entre Gus y Carmen.

—Sólo para la presentación, Carmen —dijo Porter cuando la española se quejó—. Luego se irá a ayudar a Priya y a Troy.

—Cinco…, cuatro…, tres… —dijo un ayudante de producción, para a continuación seguir con la cuenta atrás en silencio, diciendo «dos…, uno» acompañándose con amplios gestos de los dedos, pero sin palabras. El piloto rojo se encendió.

—Bienvenidos todos. Soy Gus Simpson. Esta noche tendremos uno de los episodios más especiales de Comer, beber y ser hasta la fecha. Nos acompaña la afortunada ganadora de nuestro concurso, Priya Patel. Aprovecho para dar las gracias a todos los que habéis participado en él. Priya es la que nos ha inspirado el menú exclusivamente vegetariano de esta noche.

Se volvió hacia Hannah y le dio un gran abrazo delante del mundo entero.

—Esta es mi amiga más querida, Hannah Joy Levine. Es una antigua jugadora de tenis que ha aprendido de unos cuantos errores gordos. No tiene ni idea de cocina, pero ¿saben qué les digo? Que da lo mismo. Porque Comer, beber y ser no va de ser buenos en algo. Va de ser felices. Y en cuanto la conozcan, la van a querer tanto como yo. Así que pónganse cómodos y disfruten del programa.

—Y yo sigo siendo Carmen Vega —intervino la sevillana, temiendo que Gus se «olvidase» de presentarla—. Y a mí también me cae bien Hannah —añadió—. ¡A cocinar!

Y así lo hicieron.

—¡Hemos terminado! —exclamó Porter casi una hora después—. ¡Ha sido el mejor programa que hemos hecho hasta la fecha! Si seguimos así, nadie podrá tocarnos. Volveremos con otra temporada, seguro.

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