Read Amigas entre fogones Online

Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (40 page)

—Nos quedan dos episodios más de Comer, beber y ser, y Gus me ha informado ya de que el último programa que tenéis previsto estará dedicado a una maravillosa selección de los platos favoritos de toda la familia —dijo—. Además, acabo de enterarme de que la hija de Gus, Sabrina, va a casarse con este encantador caballero, Billy. Digo que es un encantador caballero, aunque en realidad acabo de conocerle.

Todo el mundo rio con Alan. Él era el jefe, por supuesto.

—Pero lo que casi ninguno de vosotros sabe es que… —El elenco y el equipo técnico se apiñaron un poco más—. ¡He añadido un episodio extra! —exclamó Alan, levantando la copa de ponche y derramándose unas gotas en la manga. Hizo caso omiso del gemido de frustración que salió de todos los reunidos—. Es una genialidad, si se me permite decirlo a mí: nuestro broche de la temporada va a ser una boda en vivo y en directo. ¡Vamos a arrasar con los índices de audiencia!

Se llevó la copa a los labios y apuró hasta la última gota.

27

—Todo cobraba forma. Por fin. Una pastillita de menta en la boca para refrescar el aliento y estaba lista para salir. Ir con mal aliento habría sido un error.

Había recibido la llamada hacía tres días. De algún modo se le había pasado contárselo a Gus, aun cuando había hablado con ella dos veces sobre el programa de la barbacoa. Además, llevaba ya un tiempo teniendo que compartir los focos y, sinceramente, en el fondo creía que merecía ocuparlos ella en exclusiva.

—¡Carmen, qué tal! —dijo una mujer rubia de corta estatura, que llevaba auriculares—. Estábamos esperando a que llegases. Diane y Robin están locos por conocerte.

Dando un verdadero brinco con su par de Christian Louboutin de talón abierto y color rojo coche de bomberos (que le daban diez impresionantes centímetros más de altura), Carmen entró en el plato de Good Morning, America sintiéndose triunfante. Murmuró algún comentario comprensivo cuando Robin le manifestó que era una lástima que Gus no hubiese podido ir con ella, y puso cara de póquer cuando Diane dijo que haber perdido ese dineral parecía haber catapultado a Gus Simpson a la primera plana de todas las revistas del corazón.

—Y toda esa atención significa que sus libros de recetas han estado vendiéndose como churros —añadió Diane—. En la librería de mi barrio, se los quitan de las manos. ¡Lo sé porque yo misma fui a por uno y no les quedaban más!

—Sí —dijo la coqueta productora—. Realmente es una suerte poder aprender con una de las mejores profesionales del ramo. ¿Listas para grabar?

—¿Gus? —Oliver la veía dormir, mirándola desde arriba—. ¿Estás despierta?

No lo estaba, y por eso su voz la sobresaltó. Hacía dieciocho años que no se despertaba al lado de un hombre y se le cruzaron por la cabeza toda clase de angustias: ¿había roncado? ¿Se le había quedado la cara con arrugas de la almohada por dormir tan profundamente o, peor aún, con las arrugas de verdad que mostraban su edad madura como un cartel de luces de neón? Prudentemente, mantuvo la boca cerrada para evitar que se le notase el aliento matutino. Quería asearse un poco, pero no estaba del todo preparada para pasearse en camisón delante de Oliver, aún no. Sin embargo, era evidente que él no tenía esas preocupaciones, pues se había puesto sólo una toalla medio húmeda alrededor de la cintura, e iba con el torso desnudo; tenía que reprimir las ganas de tocar.

—Estás fantástica —dijo él acercando la cara para darle un beso.

—Mmm… —murmuró Gus manteniendo aún los labios sellados. Ojalá hubiese pensado en levantarse antes para lavarse los dientes. Pero, bueno, en realidad no había planeado nada de esto. Simplemente habían estado viendo una película la noche anterior en su cuarto de estar, tirados en el sofá, ella con los pies recién pediculados apoyados en el regazo de Oliver. Qué dulce era aquel hombre, qué masaje le había dado en los pies, y luego en los tobillos, luego se había inclinado para darle un beso y había proseguido con el masaje. Gus prácticamente se había derretido bajo la caricia de sus manos fuertes, y no se había planteado resistirse cuando él había tirado de ella hacia sí para sentarla sobre su regazo.

No había querido resistirse.

Antes bien, le había desabrochado la camisa a Oliver, ansiosa por tocarle la piel, hasta que, torpe por las prisas, le arrancó uno de los botones, que salió despedido por el aire.

—¡Oh! —exclamó, ruborizándose de vergüenza, al quedar patente su falta de práctica.

—No es ningún problema —dijo Oliver, que se levantó la camisa y se la sacó por encima de la cabeza, para dejarla tirada en el suelo—. Que les jodan a los botones.

Acercó la cara de ella a la suya y la besó ávidamente.

—No, pensándolo mejor, prefiero que sea… a mí —dijo.

Gus le había empujado entonces para tumbarlo sobre los almohadones. No por titubear, no, sino para poder ver mejor a ese hombre, ver la línea de su mandíbula, ver las arruguitas de los ojos y la mirada de deseo en su rostro. La deseaba a ella.

Y entonces hizo lo que acababa de pedirle.

Luego habían subido al piso de arriba, a la habitación principal, para hacer el amor en su cama y, después, en la ducha.

A Gus se le había olvidado cómo era sentir aquel dolor dulce y estremecedor. Esa clase de dolor que la hacía sentirse tan deseada, tan femenina.

Hacer el amor con Oliver había merecido la espera.

—Te he subido un café —decía él ahora—, pero hay una cosa que quiero que veas.

Encendió la pantalla de televisión de la pared del fondo del dormitorio de Gus. Se oyeron los últimos acordes de la canción del anuncio de un limpiador del hogar.

«Ya estamos aquí de nuevo —dijo Diane Sawyer— con una de las nuevas cocineras televisivas más populares. Carmen Vega, de Comer, beber y ser de Canal Cocina, que está hoy aquí para prepararnos alguna cosilla.»

—Eh, esa frase es mía —dijo Gus, que se olvidó por completo del aliento y del camisón, y tras retirar las sábanas, se levantó de la cama de un brinco para acercarse al televisor, como si ver a Carmen de cerca fuese a serle de ayuda—. No me puedo creer que se lo haya montado para hacer una aparición en solitario —dijo mientras se paseaba por el suelo enmoquetado—. ¿Por qué siempre se comporta así? Me pone furiosa.

—Está celosa de ti. —Oliver se quitó la toalla y se tumbó boca abajo en el extremo de la cama—. Puedes intimidar a la gente.

—Eso no es verdad —repuso ella, tratando de no mirar, pero gozando igualmente con las vistas.

—Claro que sí. Eres una superviviente y eres preciosa. Es difícil competir contigo.

Hizo ademán de querer abrazarla, pero ella se apartó de un saltito.

—Tengo que llamar a Porter —dijo, y cogió el teléfono inalámbrico de la mesita de noche.

—¿Para qué?

Gus hizo una larga inspiración y exhaló el aire lentamente.

—No lo sé —dijo. Entrechocó los dientes unos segundos—. A lo mejor no tengo que hacer nada.

«… y uno de estos días tengo pensado abrir mi propio restaurante —estaba diciendo Carmen a Robin Roberts—. Un local en homenaje a mi legado español y a la cocina de mi madre.»

Gus se puso una mano en la cadera y escuchó con suma atención la cháchara de Carmen acerca de cuánto le gustaba inventar platos nuevos.

«En casa me gusta entretenerme preparando espuma de bogavante», dijo entre risas a Diane, como si fuese algo que a todo el mundo le encantase hacer. A Gus nunca le había contado nada de eso cuando estaban en la cocina, y la miraba sin mover una pestaña. A decir verdad, Carmen era bastante salada y divertida cuando no tenías que trabajar cerca de ella.

—Creo que está siendo sincera —le dijo a Oliver—. Ella sólo quiere cocinar.

—No, además quiere hacerse famosa —dijo él—. Pero, sí, es cierto, quiere hacerse famosa cocinando.

Gus dejó el teléfono en su base e hizo un gesto para animar a Oliver a meterse otra vez en la cama, para lo cual no hacía falta que le insistiese mucho.

Después ella bajó a la cocina en camisón, sin ponerse una bata por encima.

—¿Qué se cuece por aquí, que huele tan bien? —preguntó a voces a Oliver, que se había escabullido un segundo y estaba en el cuarto de baño—. Me parece oír unos panecitos de canela llamándome por mi nombre.

Salt y Pepper maullaban alrededor de un plato vacío dejado en mitad del suelo.

—Alguien os ha puesto un poco de leche, ¿mmm…? —dijo acercándose a acariciarles la cabecita peluda.

En ese preciso momento Hannah llamó a la puerta del patio con los nudillos. Gus quitó rápidamente el pestillo para abrir.

—No te lo vas a creer… —dijo Hannah.

—Que Carmen está en Good Moming, America —la interrumpió Gus—. Acabo de verlo. No tenía ni idea.

—Menuda cara, perdona que te diga —dijo Hannah, y con un deje de admiración asomándole a la voz, añadió—: A los duros contrincantes hay que respetarlos.

—Ya. Pero ¿sabes qué? No voy a hacer nada.

—¿Y esos panecitos de canela? —preguntó su amiga mientras olisqueaba—. ¡Mis favoritos! —Corrió a sentarse en el taburete alto de la isla de trabajo para esperar a que Gus le sirviera algo.

—¿También a ti te gustan? —dijo Oliver entrando en la cocina—. Los metí en el horno hace un ratito y están casi hechos.

Hannah lo miró de arriba abajo, sólo llevaba puestos los vaqueros. Y a continuación miró a Gus, en camisón, y luego se volvió de nuevo hacia él.

—Oh —dijo poniéndose como un tomate—. No me había dado cuenta de… Es decir, sabía que estabais saliendo juntos. Pero no pensé que fuese en serio y… ¡vaya! —Se dio la vuelta para no mirar a ninguno de los dos—. Debería irme —dijo—. No pretendía meterme donde no me llaman.

—Hannah Levine, sólo nos has pillado a Oliver y a mí a punto de desayunar —dijo Gus—. Estoy casi segura de que eso es «para todos los públicos».

—Disculpa… —balbució ella—. Me he quedado un poco cortada, nada más.

—Salgamos al patio a hablar un momento —dijo Gus, e intercambió una mirada con Oliver. Rodeó a Hannah con un brazo y fue con ella afuera.

—¡Oh, Dios mío, Oliver se ha quedado a pasar la noche! —dijo ésta—. ¿Lo sabías?

Gus no podía dejar de sonreír.

—Sí, yo misma participé activamente en que se quedara —respondió—. Puede que haya sido la primera vez, pero sin lugar a dudas no va a ser la última, eso te lo puedo asegurar.

Hannah trató de obligarse a sonreír.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Gus mientras se acercaban paseando hasta las rosas, las dos cogidas del brazo. El suelo del patio estaba frío bajo sus pies descalzos.

—Supongo que pensé que éramos de la misma tribu —respondió Hannah—. La de los sin pareja. La de ese tipo de gente que, simplemente, no hace esa clase de cosas. Quedar. Practicar el sexo.

—Yo no las hice durante muchísimo tiempo —reconoció Gus. No era que se hubiese olvidado de Christopher de la noche a la mañana, ni que fuese a olvidarle nunca de él. Pero ahora estaba preparada para reiniciar esta fase de su vida. Preparada para permitirse sentir—. Sólo que ahora pienso de otra manera —le dijo a Hannah—. Quiero algo nuevo. Además, ¡si fuiste tú la que me preguntaste si había conocido a alguien en el hotel!

—Sí, pero eso no quiere decir que pensase que debías tirarte a la piscina e ir en serio con él.

—¿Quién dice que vamos en serio?

—Te conozco, Gus —dijo Hannah—. Tú no harías que un hombre se quedase a pasar la noche, en el cuarto de invitados o no, si no estuvieras colada por él.

—Chisss. No quiero que Oliver nos oiga.

—Ja —dijo su amiga. Notó que el labio le temblaba ligeramente—. Por cómo te miraba, estoy prácticamente segura de que el sentimiento es mutuo.

Gus sintió un escalofrío recorriéndole la espalda de abajo arriba, pero consiguió, con un gran esfuerzo, mantener el semblante serio para prestar atención a Hannah. A pesar de su nueva situación, se sentía verdaderamente preocupada por su amiga.

—Voy a quedarme muy sola —dijo—. En el mejor de los casos, seré la tercera rueda. Cuando os dediquéis a inventaros nombres de mascota con los que llamaros, no voy a poder decir ni pío. Porque ni siquiera he tenido un novio en mi vida. Y la culpa de todo podría ser precisamente eso, no sé si entiendes lo que quiero decir.

—Pasito a pasito, Hannah —dijo Gus frotándole la espalda—. Apenas hace unas semanas que has empezado a salir de tu casa.

Y volvieron las dos juntas a la cocina, donde Oliver estaba colocando los panecitos en una bandeja. Le tendió uno a la ex tenista, todavía calentito, y guiñó un ojo a Gus por encima de su cabeza.

—¿Ya te caigo bien otra vez, Hannah? —preguntó él mientras ella mordía el bollo glaseado.

—Claro —respondió con la boca llena—. Eres muy majo, Oliver.

Pero si Hannah había reaccionado más bien poco efusivamente a la noticia de su relación con Oliver, Gus se preocupó aún más por lo que pudieran pensar Aimee y Sabrina. No había tenido sentido hablarlo con ellas antes de saber cómo se sentía ella misma, pero ahora que estaba segura de querer seguir viendo a Oliver, era mejor sacarlo todo a la luz. Como ella misma había dicho tantas veces a sus hijas, las familias no deberían tener secretos.

—Estoy saliendo con un hombre. Y se trata de Oliver —dijo a sus hijas por teléfono, porque, a decir verdad, estaba algo más que un poquito nerviosa.

—¿Saliendo de «salir»? —preguntó Aimee.

—¿En plan novios? —preguntó Sabrina.

Gus había preparado un largo discurso para decirles que nadie iba a usurpar el lugar de Christopher, que llevaba mucho tiempo viviendo sola y que ahora se sentía llena de ilusión. Rejuvenecida. Como se había sentido cuando terminó los estudios en Wellesley, enamorada y dispuesta a cambiar el mundo. Cuando todo le había parecido posible. Pero decidió que no hacía falta explicar por qué hacía lo que hacía ni racionalizar sus sentimientos. Podía muy bien dejarlo así.

—Me siento feliz —dijo simplemente—. Y quería que lo supieseis.

—Bueno —dijo Sabrina—. Entonces supongo que eso es lo importante. Aun así, se me sigue haciendo raro.

—Me gusta Oliver —dijo Aimee—. Buena elección, mamá.

Los cuatro se reunieron después en un restaurante español nuevo del Upper East Side, lo que durante unos instantes creó una situación incómoda, hasta que se relajaron y se dieron cuenta de que eran los mismos de antes, sólo que colocados en una nueva configuración. Brindaron por Carmen, naturalmente, que era la persona que le había dado el nombre de Oliver a Alan Holt, y por Comer, beber y ser. Los índices de audiencia seguían altos, aunque también estaban yendo bien los otros programas de la noche de los domingos de la «variadísima televisión de destino» ideada por Alan, y desde la fiesta del Cuatro de Julio habían emitido otro exitoso episodio del programa, centrado en el empleo de productos orgánicos del lugar, procedentes de granjas de la región de los tres estados, a ciento cincuenta kilómetros de distancia de la casa de Gus como máximo. Alimentarse de los productos de la zona era una moda alimenticia que ella apoyaba firmemente.

Other books

You Don't Know Me by Sophia Bennett
The Virgin's Revenge by Dee Tenorio
Darkness Dawns by Dianne Duvall
The Silver Skull by Mark Chadbourn
The Bay of Love and Sorrows by David Adams Richards
June by Miranda Beverly-Whittemore
Expanded Universe by Robert A. Heinlein
Jaguar Princess by Clare Bell