Amigas entre fogones (38 page)

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Authors: Kate Jacobs

Por una vez, el elenco al completo de Comer, beber y ser se sentó después de la emisión y comieron juntos. Llevaron los platos a la salita del desayuno y se sentaron todos alrededor de la mesa pintada de blanco.

—El aderezo, perfecto —dijo Oliver con la boca llena de revuelto de seitán.

—Priya, es usted una cocinera increíble —la alabó Gus—. Tiene corazón de chef.

—Oh, yo no estoy tan segura —dijo ella—. Son los ingredientes que uso de toda la vida, un poquitín de cardamomo, un toque de cúrcuma. Espolvorear, espolvorear. —Se sentía maravillosamente luminosa y resplandeciente al oír los cumplidos de Gus, y vio con orgullo que Oliver se servía un segundo plato.

—¡La próxima vez cocinamos a la parrilla! —anunció el productor culinario.

—Así será —dijo Porter—. La próxima vez vamos a emitir una barbacoa para el Cuatro de Julio desde el jardín de Gus.

—¿Cuál es el plan de menú del próximo capítulo? —preguntó Troy—. Tenía la esperanza de poder preparar kebabs de frutas…

—Normalmente, tenemos una reunión privada para planificar el menú —interrumpió Carmen—. No te preocupes, Troy. Tú sólo preséntate y ponte la dichosa camiseta de FarmFresh, y déjanos la cocina de verdad a nosotros. —Se volvió hacia Priya—. Su aparición en el programa ha sido sólo otro truco para ganar telespectadores —dijo—. Pero ha sido un placer conocerla y le damos todos las gracias por haber venido.

El dolor y la decepción empañaban por completo el semblante de Priya.

—Por supuesto —dijo—. En ningún momento pensé que era alguien especial.

—Pues no es cierto —la contradijo Gus, aguantándose las ganas de propinarle una patada a Carmen por debajo de la mesa. Su capacidad para ser el centro de la ira de todo el mundo no conocía límites—. Es alguien especial, Priya. Una señora encantadora y una magnífica cocinera.

Gus clavó los ojos en los de Porter, que la conocía lo suficientemente bien como para saber adónde quería llegar con aquello.

—Me encuentro muy bien aquí entre todos ustedes —dijo Priya levantándose para irse—. Y les agradezco que me invitasen a participar en el concurso.

—¿Me haría el favor de asistir a mi fiesta del Cuatro de Julio, Priya? —preguntó Gus—. Podría traer a su familia, de la que me habló cuando estuvimos en el retiro. Estoy segura de que se lo pasarían en grande. Emitiremos imágenes de la fiesta, por supuesto, y de la preparación de la comida, pero sobre todo va a ser un día precioso de celebración, lleno de platos deliciosos e invitados aún más dulces. No podría pensar en una invitada mejor.

Priya estaba abrumada. La estaban invitando a una de las fiestas de Gus Simpson famosas en el mundo entero. Así como sonaba.

—Sería un honor para la familia Patel —dijo—. Prepararemos algunos dulces tradicionales y vendremos en coche desde Nueva Jersey.

—¡Oh, eso me recuerda una cosa! —exclamó Hannah—. ¿Sabe alguien conducir con palanca de cambios manual?

—Sí —respondió Troy—. Yo he conducido uno o dos tractores.

—Alucinante —dijo Hannah—. Acepto.

—¿Eh?

—Tú puedes ser mi profe de conducir. Pienso sacarme el permiso.

El sábado siguiente Hannah y Troy salieron a conducir en círculos, literalmente, pues ella trataba de maniobrar con el coche por el aparcamiento de una iglesia de los alrededores.

—¿Pretendes que te amplíen la póliza de seguros? —le preguntó ella, y ladeó la cabeza para ver la señal que tenía delante—. No estoy segura de que hayas elegido el mejor sitio. Soy judía, ¿sabes?

—Deja de calar el coche y suelta el embrague —dijo Troy, que se había puesto un casco en cuanto se había metido en el coche—. Gus me ha hablado de tu manera de conducir. ¿Qué tal estoy?

—Oh, ahora es un graciosillo —dijo ella—. Pues deberías saber que yo no cedo a las provocaciones… Eso se acabó.

Durante más de dos horas estuvo maniobrando con su pequeño Miata rojo por el aparcamiento de la iglesia, tratando de practicar el estacionamiento en batería («¡Gira el volante! —le gritaba Troy—. ¡No, al otro lado!») y el estacionamiento en diagonal («¡Cuidado con las rayas!»), amén de mantener la velocidad constante («Más acelerador —la animaba él, antes de gritar—: ¡El freno, el freno!»).

—Santo Dios —dijo Hannah al apagar el motor finalmente. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos—. Y no…, no lo digo como un chiste. —Rodó la cabeza hacia un lado y miró a Troy, que se había empeñado en seguir con el dichoso casco puesto en cuanto tuvo la certeza de que la fastidiaba. Él sonrió.

—Eres horrible —dijo en un tono absolutamente natural.

—No te andas con rodeos —dijo Hannah—. Sólo tengo que practicar.

—Creo que me has provocado traumatismo cervical. ¿Alguna vez has escrito un artículo sobre eso?

Hannah puso los ojos en blanco.

—No, pero estoy segura de que serías una fuente valiosísima —dijo—. ¿Y ahora qué?

—Es hora de que vendas este juguete. Cómprate un coche automático.

—No puedo ir a comprar un coche —dijo ella.

—Iré contigo.

—¿Tú llevas un automático? —preguntó Hannah—. Me parece casi demasiado fácil. Como si no te ganaras el derecho de estar en la carretera.

—Mmm…, vivo en Manhattan —dijo él—. Mi existencia está libre de coches hasta que voy a Oregón a casa de mis padres.

—Ah. —Hannah asintió—. Debe de ser bonito estar allí con tu familia. Qué suerte.

—Sí —dijo él, absolutamente de acuerdo con ella—. Lo es. Bueno, a ver, cambiemos de asiento para poder salir de aquí y que pueda llevarte a casa.

Cuando condujo Troy, no hubo ni trompicones ni calados del motor en mitad de una intersección, y el casco viajó en el asiento de atrás, todo lo cual irritó y mucho a Hannah. No soportaba no ser muy buena en alguna actividad de tipo físico.

—¡Para! —gritó mientras bajaban por la calle.

—¿Qué ocurre? —Troy pisó el freno temiendo haber atropellado a una ardilla o algo así.

—Ahí. —Ella señalaba un parque público que había al otro lado de la calle—. Es una cancha de tenis.

—¿Me haces frenar por el tenis? —Troy sacudió la cabeza—. No ha tenido gracia. Podríamos haber tenido un accidente.

—No, juguemos —dijo ella—. ¿Quieres?

—¿Tienes una raqueta aquí?

—Metí un par, por si acaso. Como me contaste lo del campamento de tenis y todo eso…

—Una cosa es que estés ahora en el programa de televisión, pero ¿jugar en una cancha pública cerca de Rye? —dijo Troy—. Si alguien te reconoce… ¿Estás preparada para algo así?

—Vamos a averiguarlo. —Hannah no estaba del todo segura de decirlo en serio, pero quería hacer algo en lo que ella fuese mejor que Troy.

Él siguió conduciendo hasta el siguiente semáforo.

—De acuerdo, me has convencido —dijo, aunque ella no había dicho nada más.

Dio la vuelta con el coche y regresó en dirección a las canchas públicas.

—No jugaremos todo un partido —dijo, mientras apagaba el motor—. Peloteamos un rato y ya está. Tengo que volver a la ciudad; estamos a punto de conseguir un nuevo inversor.

—Claro —dijo Hannah—. Pero llevaremos la cuenta, sólo unos cuantos puntos. Si no, ¿para qué jugar?

—¿Sabes qué? —dijo él—. Siempre he querido darle una paliza a Hannah Joy Levine.

—Eso no va a pasar. —Sacó una bolsa con raquetas y se la echó al hombro.

—¿Te imaginas a la gente si te ganase?

—Aquí no hay gente.

—¿Y ellos qué? —Señaló hacia un grupito de chavales que pululaban por la cancha; parecían de sexto o séptimo de primaria.

—¿Habéis venido a jugar? —gritó Hannah, practicando unos raquetazos, con Troy a su lado.

Los chicos se encogieron de hombros. Al parecer, sólo tenían una raqueta de madera, vieja y torcida, para todos.

—Venid aquí —les llamó.

—Realmente has pasado quince años encerrada en casa —dijo Troy—. Ya no está bien hablar con niños a los que no conoces.

Hannah sirvió otra pelota. Oh, tirar de verdad era aún mejor de lo que había imaginado.

—Qué rápido le da, señora —dijo uno de los chavales, acercándose—. Igual que Venus.

—Sí —dijo ella—. ¡Y antes era aún más rápida!

—¡Guau! —Los muchachos estaban evidentemente impresionados.

—Y éste de aquí está a punto de recibir una paliza —dijo refiriéndose a Troy.

—Ja! —replicó él, que meneó la cabeza hacia los niños—. De eso nada.

—Qué de raquetas tiene —dijo el chaval más bajo del grupo—. ¿Por qué ha traído tantas?

Hannah miró a los chicos, luego a Troy y luego otra vez a los chicos.

—Para compartirlas —dijo, y abrió la cremallera de la bolsa y les repartió un par de raquetas—. Os las presto, y os las vais turnando. ¿Te parece bien? —Estas últimas palabras iban dirigidas a Troy.

—Por mí, fenomenal —dijo él—. Empecemos a pelotear un poco. ¡Que todo el mundo se ponga pisando con los dos pies la línea más próxima a la red!

Los chicos salieron pitando, armando más estrépito de lo que había imaginado que sería posible. Como si fuesen una pequeña manada de elefantes.

—Echaos hacia atrás y dibujad un arco —dijo Hannah, caminando de un lado a otro por detrás de ellos como si fuese una sargento en plena instrucción. Hizo una señal a Troy con el brazo para indicarle que fuese al otro lado—. Así —dijo, y puso una mano sobre la de una chica—. Sujeta la raqueta de este modo. Y cuando la pelota pase por encima de la red, ¡dale con todas tus fuerzas!

La niña se rio.

—Es graciosa, ¿lo sabe?

—Y también muy buena jugando al tenis —dijo Hannah—. Bueno, ¿a quién le toca? Ponte en la línea y dale según vayan viniendo. ¡Troy, sirve!

Estuvieron jugando un buen rato, hasta que la propia Hannah, que al pisar la cancha aquel día creyó que nunca podría cansarse de jugar, reconoció estar baldada. Los chavales le devolvieron las raquetas de mala gana.

—Gracias, señorita —dijeron.

—¿Demasiado cansada para ir a comprar un coche? —la chinchó Troy.

—No estoy preparada para vender mi Miata —dijo ella mientras guardaba las raquetas en su bolsa—. Pienso dominar este maldito coche en apenas unas clases más, lo sé. ¿A la misma hora la próxima semana?

—No me lo perdería por nada —dijo él—. Y esta vez me traeré mi propia raqueta.

En el extremo de la cancha, la «gente» prorrumpió en vítores.

Gus oyó el claxon de un coche delante de la casa y salió corriendo, tirando de una maleta. Se había puesto un vaporoso vestido azul y llevaba un chal ligero de algodón en el brazo, pero a decir verdad le había costado Dios y ayuda decidir qué ponerse para los acontecimientos del día. Había tenido que pedir consejo a Sabrina, y ella le había recomendado que evitase el verde y que optase por prendas cómodas.

—De todos modos, es algo que me supera, mamá —dijo—. Nunca he oído hablar de un estilo concreto para conocer a los federales.

Así era. Había recibido la llamada hacía sólo unos días: el FBI, en su búsqueda intensiva de David Fazio, quería que se personase para hacer una declaración y darles toda la información que pudiera tener.

—Pero es que yo no sé nada —explicó por enésima vez al agente que la telefoneó. Aun así, él insistió en fijar una cita y le pidió que llevase documentos.

Oliver la había animado a ir, y Aimee se había ofrecido a reunirse con ella en Federal Plaza, en el centro de Nueva York, donde iba a tener lugar la entrevista.

—Las cosas no hacen sino empeorar aún más —les dijo ella—. No sólo me han birlado el dinero, sino que además el Gobierno me va a mostrar, paso a paso, lo estúpida que fui.

—O pillarán a Fazio y a lo mejor recuperas parte del dinero —señaló Aimee—. Sea como sea, tienes que defender tus derechos, aunque te duela.

Cerró con llave la puerta de su casa solariega al salir y Joe, el conductor que la había llevado al programa Today, cogió su maleta de ruedas y la colocó en el maletero del coche.

—Sí que pesa —dijo—. ¿Qué lleva aquí? ¿Lingotes de oro?

—Algo parecido —respondió—. Un montón de papeles.

Joe abrió la portezuela y ella se metió en el asiento trasero, tras lo cual echó el brazo hacia atrás para coger el cinturón de seguridad.

—Ajá —dijo el hombre—. Bien hecho.

Gus estaba nerviosa, de eso no cabía duda. Ni siquiera había preparado nada para que Hannah tomase algo esa mañana.

—¿Nada de comida? —había dicho su amiga, mirando tristemente la encimera de la cocina cuando se había presentado en la casa a las siete y media—. La gente deja de dar de comer a los gatos de la calle cuando ya no quieren que se pasen por su puerta.

—No es eso, Hannah —repuso Gus, aunque sí que sentía algo de culpabilidad por haber estado dedicando mucho tiempo a Oliver y haber dejado de llevarle la cena a Hannah con la frecuencia de antes—. Es que tengo la cabeza en otra cosa, nada más.

—Te veo guapa —dijo su amiga—. Más relajada que de costumbre.

—Gracias. Y tú en chándal estás espectacular, como siempre.

—Ya… Hablando de eso… Estaba pensando que a lo mejor va siendo hora de que invierta en un nuevo vestuario. Nada del otro jueves; tal vez sólo algo que me pueda servir también para hacer ejercicio.

—¿Y el vestido gris abotonado? —preguntó Gus distraídamente, mientras volvía a comprobar lo que llevaba en el monedero—. Era lo que te ponías siempre antes.

—¿Tienes tiempo para ir conmigo de tiendas? —preguntó Hannah—. Ya sé que tienes toda esta historia entre manos, pero tenía la esperanza… —Esperó, pero Gus no decía nada—. Vamos en mi coche —se ofreció.

Gus levantó la vista.

—Oh, eso sí que no —bromeó. Y entonces se le ocurrió una idea: ¿qué tal Sabrina? Seguro que ella podía encargarse mucho mejor de vestir a Hannah.

Puso un par de rebanadas de pan en el tostador.

—Por fin, algo de comer —exclamó la ex tenista.

—Podrías haberlo hecho tú misma. No estás precisamente impedida.

Hannah sacó una tarrina de manteca de cacahuete Reese's.

—Me chifla la manteca de cacahuete con las tostadas —dijo, y dio un mordisco a su chocolatina mientras esperaba—. ¡Mmm!

—¿Lo ves? Si tú misma tenías algo de comer. Ahí mismo, en el bolsillo.

—He estado pensando en lo de Priya.

—Oh, cielos, menudo rapapolvos me está echando Carmen por ese tema. Las reuniones en Canal Cocina han estado siendo bastante duras.

—No, no me refería a su aparición en el programa de la barbacoa al aire libre —dijo la chica—. Hablaba de su salud. Creo que ya entiendo lo que le pasa.

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